Lejos de su patria, en una ciudad donde todos están aquejados por la desesperación económica luego del levantamiento de la cuarentena, un venezolano desempleado y desesperado decidió lanzarse esta mañana del puente Ayacucho para acabar con su vida, para acabar con la desesperación, el hambre y la angustia.
La Avenida Grau está repleta de gente que ha salido a jugarse la ruleta rusa del pan diario, pero somos peruanos, siempre hemos ido a ayudar al otro. Siempre. Una mujer -al inicio del video-, grita: ¡ayúdenloooo! Pero el venezolano ya está en el aire, a centímetros del puente, sintiendo tal vez que el vacío posible empieza a apoderarse de su vientre. Entonces lo asalta ese segundo que suelen tener los suicidas, y estira el brazo y encuentra una mano que lo atrapa. Otra lo coge del cinturón. Otra intenta acercarlo a la baranda.
Corren dos, tres, cuatro, cinco, diez, veinte personas. Todas gritan «¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!», pero Lima sigue fría y el hombre llora y no sabe qué hacer. ¡Piensa en tu familia, en tu mamá! Le grita una señora, pero el hombre solo llora y niega con la cabeza. «¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!». Pero somos peruanos, y abajo, en la autopista, ya se han acercado corriendo seis, ocho personas y unen sus brazos para recibirlo por si cae, y que no se lastime.
Entre el espacio que hay entre ellos y las piernas que se agitan lentamente allá arriba, se filtran los gritos de ayuda. Arriba hay un mar de gente apostada en el puente y a los lados, y se acercan más todavía, pidiendo que lo ayuden, gritándole que no se mate, que todos estamos igual de desesperados, con un ruego común: «¡Quédate hermano!». Y de pronto no hay forma de explicar lo que sucede porque acá las palabras faltan. Porque Vallejo ya las había escrito todas: «Entonces todos los hombres de la tierra le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado; incorporóse lentamente, abrazó al primer hombre; echóse a andar…». Y entonces salió el sol.
