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MI HERMANO NO ES UN HÉROE DE LA MARVEL

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Mi hermano Félix nació antes de cumplir los siete meses. Mi madre cuenta que era tan pequeño que entraba en una caja de zapatos y para alimentarlo tenían que hacerlo con goteros o con algodones empapados de leche que le exprimían en la boca. De niño nunca se quedaba quieto, corría por las azoteas, trepaba edificios, cruzaba las calles con la cara tapada, motivo por el cual fue atropellado varias veces. En las piernas le quedan las cicatrices y costuras que lucen como cremalleras y por eso cuando andaba con pantalones cortos, sus amigos le decían “Félix, súbete el cierre”.

En una ocasión se metió a un tubo de desagüe y se quedó atascado. Para sacarlo tuvieron que romper a combazos un tramo del oleoducto, en Talara, donde vivíamos. Pero lo que más le gustaba hacer era imponer el orden y la justicia, no importaba si esta tenía que ser a golpes o con hechos que podrían considerarse delictivos. Una vez se metió a la casa de un juez, padre de un compañero de estudios, y sacó artefactos electrodomésticos y ropa que luego repartió entre varios amigos pobres que tenía. Esto le costó ser enjuiciado y casi fue enviado a Maranguita. Mi madre tuvo que pagar todos los objetos robados y más cosas que el juez –que, cosas de la vida, años más tarde, se convertiría en parte del fujimontesinismo–, señalaba que se le habían sustraído.

Cuando llegamos a Lima, su fama de peleador callejero llegó a varios distritos de Lima e incluso a provincias, mucha gente venía a buscarlo para vengar pleitos ajenos e imponer algún tipo de autoridad. Así batallaba contra hombres que le doblaban en talla y peso o gente de lucha libre o lo que ahora llaman “artes marciales mixtas” (MMA) o “vale todo”, etc. Igual, mi hermano, sea como sea, siempre salía vencedor. Incluso una vez lo vi peleando contra una turba, agarrándolos a correazos por fumones o por ladrones o por no respetar a los vecinos. Cuando en una ocasión, un tío le preguntó dónde había aprendido a pelear como un salvaje, mi hermano respondió que viendo películas chinas de segunda categoría y meditando solo en su habitación, una habitación grande que compartía con nuestros cuatro hermanos.

La bronca que tuvo con “Niko”, un prestamista y maleante de La Parada, fue muy famosa. “Niko” con 1.90 ctms. de estatura y 120 kilos de peso sabía que mi hermano lo estaba buscando y para ganar ventaja, aparte de que fue con sus dos guardaespaldas, lo citó en uno de los pasajes estrechos del Jirón Pizagua, en pleno corazón de La Victoria, ahí donde la vida no vale nada. Félix sabía que la pelea iba a ser desigual y como soporte lo llevó a Andrés, nuestro hermano menor que, por ese entonces, no era más que un amateur en el boxeo callejero. Lo cierto es que “Niko” aprovechando su peso y talla, lo acorraló a mi hermano Félix contra las paredes donde no había mucho espacio y empezó una batalla que duró más de dos horas. Golpe tras golpe. Cabezazo tras cabezazo. Patada tras patada. Y “Niko” no caía.

Mi hermano sangraba de las cejas y tenía los puños reventados. Un pañuelo sanguinolento envuelto en una de sus manos mostraba lo salvaje de esa pelea. Nadie se metió. Los “chalecos” se miraban las caras. La gente que se aglomeró en plena calle, apostaban con billetes en mano. “Niko” mentaba la madre, lanzaba escupitajos y resoplaba como un toro mientras gritaba que no había nacido el hombre que pudiera con él. Mi hermano seguía golpeando. Sudaba copiosamente. Repostaba sin bajar la guardia. Las fuerzas se le acababan, cuando en un quiebre y cuando los dos estaban en el suelo, “NiKo” saca a un cuchillo. Mi hermano coge la navaja con la mano abierta, un chisguete de sangre mancha las paredes. Y lo clava contra el suelo. Félix se levanta furioso y agarra con las dos manos la cabeza de “Niko” y lo estrella varias veces contra el suelo y cuando lo iba a rematar le dice: “ríndete ‘Niko’ y no abuses del barrio. Ya ganaste muchos intereses. Deja a la gente en paz”. “Niko” asintió. Y Félix se alejó cojeando con mi hermano Andrés que iba mirando hacia atrás por si alguien quería hacer algo en ese momento.

Después de muchas peleas y batallas desiguales, mi hermano Félix, empezó a caminar solo, meditabundo. Nada le llamaba la atención. Ya no quería pelear, decía que en cualquier momento se le podía pasar la mano, que algo había soñado que le estaba pasando la voz sobre su destino. Una vez, se encontró cara a cara con el negro “Cañandonga” con quien había tenido un altercado y dejó que el negro le diera varios golpes y no le respondió. El negro que quería acción le empezó a “pechar”: “defiéndete cobarde o te voy a matar a golpes”. Mi hermano cogió su mano derecha y se la dobló hacia atrás. Un sonido como a madera quebrada zumbó en el aire y “Cañandonga” quedó tirado en el piso retorciéndose de dolor. Después de eso, mi hermano Félix se retiró a vivir al lado de río Rímac, puso una carpa y le decía a sus amigos que ahora sí era un “marginal” porque vivía en las márgenes del río.

Félix y Rodolfo Ybarra.

Fue las épocas en que se le dio por escuchar el “llamado de Dios” y predicar los evangelios cuando, pues, nadie creía en nada. Eran los ochenta. Quizás por eso, en un hecho confuso, mi hermano recibió un balazo en la espalda. La bala entró por los pulmones y le rozó el corazón dejándole un boquerón en el pecho. Los testigos cuentan que Félix, mi hermano pródigo, volteó vomitando sangre y le quitó el arma al policía, lo golpeó en el suelo y se alejó tambaleándose. Él era el verdadero Billy The Kids. Nadie osó seguirlo, pensaron que no llegaría a ningún lado y que caería muerto antes de alcanzar la esquina. Pero así llegó a casa y ahí, sí, cayó de bruces en el pavimento. Mi madre lo vio por la ventana del cuarto piso donde vivíamos, salió corriendo y lo envolvió con una frazada para llevarlo al hospital. Mientras el taxi se dirigía al hospital 2 de Mayo, mi hermano iba pidiéndole perdón por todas las preocupaciones y malas noches y cuando ya parecía que se dormía para siempre, le susurró, al oído de mi madre, cómo quería que fuera su entierro, que hubiera una banda de músicos y que hicieran una fiesta con torta y piñata y que repartieran juguetes entre los niños del barrio.

Lo cierto es que no era su hora.  Y los médicos no se explican hasta el día de hoy cómo se salvó de ese disparo. Y encima, un año después, lo volvieron a enjuiciar por segunda vez, le levantaron diversos cargos por dizque “robo agravado”, “desacato y violencia contra la autoridad” e incluso por “terrorismo”. Cuando le preguntaron si estaba armado, mi hermano, ante el asombro del juez y de todos los que estaban en la sala, respondió afirmativamente: “Sí,  he estado y estoy armado, señores” y, mientras los policías sorprendidos cogían la cacha de sus revólveres, sacó una biblia maltrecha de entre su saco. Y perdonó y bendijo, en público, al policía incriminador y al juez “porque no sabían lo que hacían”. Lo cierto es que una vez más se libró de la cárcel.

Poco tiempo después, se accidentó y andaba cojo y así, saltando en un pie, se fue a Piura en búsqueda de quien-sabe-qué y estableció su domicilio frente a la casa de una muchacha, hija de pescadores, que había conocido al bajar del bus. Y un día se le acercó y le dijo: “Dios me ha hablado al oído y me ha dicho que serás mi esposa”. La muchacha que se llamaba Esther, y que también venía de una familia religiosa, le dijo inmediatamente que sí. Y se casaron al borde de la playa, bajo los oficios de una iglesia metodista y luego se vinieron a Lima. Tendría tres hijos y otras batallas estarían por venir.

Mi hermano dice que, en noches de luna llena, le duele las esquirlas de la bala que le quedó en el pecho y que nunca más volvería a levantar su mano contra nadie y que en su destino siempre ha estado escrito lo que tiene que hacer. Pero la vida, de vez en cuando, trae sorpresas y de pronto, y cuando menos lo esperas, solo te queda defenderte.

(Esta historia continuará).

(TEXTO PUBLICADO EN LA REVISTA IMPRESA LIMA GRIS 12)

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