Cultura
Henry Miller: «Comencé a escribir realmente cuando renuncié a Wester Union»
El escritor estadounidense falleció el 07 de junio de 1980 a la edad de 88 años. Aquí compartimos una completa entrevista que fue traducida por Gabriel Payares.
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1 año agoon
Esta es una entrevista realizada al escritor estadounidense Henry Miller publicada en la revista Casapaís. La conversación con el autor de «Sexus» se realizó en 1962, dos años antes de que la Corte Suprema de Estados Unidos desestimara la última de las acusaciones por obscenidad y pornografía en su contra.
La entrevista fue realizada por George Wickes y publicada originalmente en la columna «The Art of Fiction» de la prestigiosa revista The Paris Review. La conversación tuvo lugar en Londres, durante una visita de Miller a su biógrafo y amigo Alfred Perlès.
Para empezar, ¿podría explicarme de qué manera emprende la escritura? ¿Afila sus lápices, como hacía Hemingway, o hace alguna otra cosa para calentar los motores?
No, generalmente no, nada por el estilo. Suelo ponerme a trabajar inmediatamente después del desayuno, voy y me siento frente a la máquina. Si percibo que en ese instante no podré escribir, lo dejo así. Pero no, no hay etapas preparatorias.
¿Hay algún momento del día o algunos días específicos en los que trabaje mejor?
Ahora prefiero las mañanas y sólo durante dos o tres horas. Al principio solía trabajar después de la medianoche, de corrido hasta el amanecer, pero esos eran otros tiempos. Después de estar en París descubrí que era preferible trabajar en la mañana, aunque en ese entonces solía hacerlo durante varias horas seguidas: escribía, tomaba una siesta luego de almorzar, me paraba y seguía escribiendo, a veces sin parar hasta la medianoche. En los últimos diez o quince años descubrí que en realidad no es necesario trabajar tanto. Es inconveniente, de hecho. Se vacían las reservas de combustible.
¿Diría que es un escritor veloz? Perlès afirma en Mi amigo Henry Miller que es usted uno de los mecanógrafos más veloces que ha visto.
Sí, lo dice mucha gente. Supongo que escribo rápidamente y que debo hacer un barullo tremendo al teclear. Pero eso depende. Puedo escribir muy aprisa por un rato y luego vienen momentos en los que me detengo, puedo pasar una hora entera trabajando en una misma página. Pero eso es más bien raro, verás. Al percibir que me estoy empantanando, suelo saltarme la parte difícil y proseguir, para así retomarla con frescura en otra ocasión.
¿Cuánto tardó en completar sus primeros libros, una vez que los había comenzado?
No sabría decirlo. Nunca he podido predecir cuánto me tomaría completar un libro, y hoy todavía comienzo los proyectos sin tener mucha idea al respecto. No se puede creer demasiado en las fechas de inicio y de cierre de un libro que dicen los autores. No es como si hubieran estado escribiendo sin parar durante ese trecho. Tomemos Sexus como ejemplo, o mejor tomemos la trilogía entera de La crucifixión rosa: creo que la comencé en 1940 y aún sigo trabajando en ella. Pero sería absurdo afirmar que lo he hecho sin parar durante todo ese tiempo, puede que ni siquiera haya pensado en ello durante años enteros. ¿Cómo podría entonces hablar al respecto?
Sé que reescribió Trópico de Cáncer en varias ocasiones y es probable que ese libro le costara mucho más que ningún otro, pero eso fue al comienzo de su carrera, naturalmente. ¿Se le ha hecho más fácil escribir con el paso del tiempo?
Creo que estas preguntas no tienen sentido. ¿Qué importa cuánto tiempo toma acabar un libro? Si le hacemos esa pregunta a [Georges] Simenon, respondería con muchísima precisión: creo que le toma entre cuatro y siete semanas. Él sabe que va a ocurrir de esa manera. Normalmente sus libros tienen un grosor determinado. Pero es también un caso excepcional: una persona que cuando dice «ahora voy a empezar a escribir este libro», se entrega por completo a la tarea. Se aísla totalmente, no tiene que hacer ni que pensar en ninguna otra cosa. Bueno, en mi vida eso nunca ha ocurrido. Siempre he tenido millones de cosas que hacer mientras escribía.
¿Edita o corrige usted mucho?
Eso también puede variar bastante. Nunca corrijo ni reviso mientras estoy escribiendo. Digamos que escribo las cosas como me salen y después, cuando se han enfriado —suelo dejar que reposen un buen rato, un mes o dos, más o menos— las vuelvo a leer con ojos nuevos. Entonces sí que me doy banquete: simplemente voy y trabajo sobre ellas con el hacha. Pero no es así siempre. Las cosas a veces me salen casi tal y como las quería.
¿Cuál es su método de revisión?
Cuando reviso, utilizo un bolígrafo y tinta para hacer los cambios, tacho, hago inserciones; el manuscrito luce fantástico después, como si fuera de [Honoré de] Balzac. Entonces lo vuelvo a transcribir y en ese proceso introduzco cambios nuevos. Prefiero siempre hacerlo yo mismo, porque incluso cuando creo haber incorporado todos los cambios necesarios, el simple hecho de tocar las teclas de la máquina me afila los pensamientos, y me descubro nuevamente revisando el texto mientras hago la última versión.
¿Cómo si ocurriera algo entre usted y la máquina de escribir?
Sí, de algún modo la máquina me estimula. Es un asunto cooperativo.
En Los libros de mi vida afirma usted que muchos escritores y pintores trabajan siempre en una postura incómoda. ¿Piensa que esto los ayuda?
En efecto. De algún modo estoy convencido de que lo último en que un escritor o un artista piensa mientras trabaja es en ponerse cómodo. Tal vez esa incomodidad sea una suerte de ayuda o de estímulo: hay incluso quienes pudiendo trabajar de mejor manera, deciden hacerlo en condiciones miserables.
¿Pueden estas incomodidades ser a veces psicológicas? Por ejemplo, en el caso de [Fiódor] Dostoyevski…
Bueno, no lo sé. Sé que Dostoyevski vivió en un perpetuo estado de miseria, pero no se puede afirmar que eligiera voluntariamente las incomodidades psicológicas. No, eso lo pongo muy en duda. No creo que nadie elija esas cosas, a menos que lo haga de un modo inconsciente. Pero sí creo que existen escritores con algo que podríamos llamar «naturaleza demoníaca». Escritores que están siempre metidos en apuros, ya sabes, no sólo mientras escriben, ni por el hecho de estar escribiendo, sino en todos los demás aspectos de sus vidas: el matrimonio, el amor, los negocios, el dinero, todo lo demás. Y eso está interconectado, forma parte esencial de lo mismo, es un aspecto de la personalidad creativa. No todas las personalidades funcionan así, pero es cierto en muchos casos.
En uno de sus libros, habla usted de «el dictado», es decir, de estar casi poseído, de tener estas cosas brotando de su interior. ¿Cómo funciona ese proceso?
Bueno, este «dictado» ocurre sólo en raros intervalos: alguien asume el control y yo transcribo simplemente las cosas que dice. Me ocurría sobre todo con mi escrito sobre D. H. Lawrence, un texto que nunca acabé, precisamente porque hacía falta pensar demasiado. Verás, creo que pensar es desaconsejable. Un escritor no debería pensar demasiado. Pero este era un trabajo que requería del pensamiento y yo no soy muy bueno pensando. Yo trabajo desde un lugar menos elevado, verás, y cuando escribo no suelo tener mucha conciencia de lo que ocurre. Tengo pleno conocimiento de lo que quiero escribir, pero trato de no preocuparme tanto en cómo voy a hacerlo. Mientras que con ese libro estuve luchando con las ideas, pues necesitaba darle alguna clase de forma, de significado. En fin, trabajé en ello, me parece, durante un par de años. Ya estaba saturado, pero me había obsesionado y no podía dejarlo, no podía ni dormir. Bueno, como decía, el «dictado» apareció muy intensamente con ese libro. Me pasó también con Capricornio y con algunas partes de otros libros. Me parece que esos fragmentos destacan del resto, no sé si la gente lo puede notar.
¿Son estos los pasajes a los que usted llama cadenzas?
Sí, he usado esa expresión. Los pasajes a los que me refiero son tumultuosos, las palabras caen una sobre la otra. En ese instante podría seguir escribiendo así para siempre. Y, desde luego, creo que ésa es la manera en que uno tendría siempre que escribir. Allí se encuentra toda la diferencia, la enorme diferencia, entre el pensamiento de Oriente y de Occidente, entre sus conductas y sus modelos de disciplina. Sí, digamos, un artista zen se propone hacer algo, es porque tuvo ya una larga preparación, disciplinada y meditativa, y ha pensado profunda y calladamente en ello hasta llegar al silencio, al vacío, a la ausencia de pensamientos y todo eso. Es algo que le puede tomar meses o incluso años. Sin embargo, al momento de empezar la obra, todo ocurre todo como un relámpago y justo como lo buscaba: es perfecto. Bien, de este modo pienso que debería hacerse todo el arte. ¿Pero quién puede hacerlo? Nuestras vidas marchan en sentido opuesto a nuestra profesión.
¿Hay algún entrenamiento particular que le convenga a un escritor, como el guerrero zen?
¡Absolutamente! Pero, ¿quién lo hace? Ya sea que se lo proponga o no, todo artista se disciplina a sí mismo y se entrena de una manera o de otra. Cada persona tiene su propio método. En última instancia, la mayor parte de la escritura tiene lugar lejos de la máquina de escribir, lejos del escritorio. Yo diría que ocurre en los momentos tranquilos y silenciosos, cuando uno está caminando o rasurándose o jugando un juego o lo que sea, o incluso hablando con alguien que no nos interesa demasiado. Incluso allí estamos trabajando, nuestra mente está trabajando en la trastienda de la cabeza. De modo que, sentados frente a la máquina de escribir, hacemos apenas un ejercicio de transferencia.
Decía usted hace poco que es como si algo de adentro asumiera el control.
Así es, así es. Piénsalo: ¿quién escribe realmente los grandes libros? No nosotros, los que firmamos con nuestros nombres. ¿Qué es un artista? Un individuo que tiene antenas, que sabe cómo conectarse a las corrientes de la atmósfera, del cosmos. Un individuo con capacidad de conexión, digamos. ¿Quién puede entonces ser original? Ya existe todo lo que hacemos, todo lo que pensamos. Somos apenas intermediarios, nada más, que usamos lo que ya se encuentra en el aire. ¿Por qué las ideas y los grandes descubrimientos científicos suelen ocurrir simultáneamente en diferentes partes del mundo? Lo mismo puede decirse de los elementos que constituyen un poema, una gran novela o cualquier obra de arte: se encuentran en el aire y simplemente aún no se les ha dado voz, eso es todo. Les hace falta un individuo, un intérprete, que los produzca. Bueno, también es cierto, naturalmente, que algunas personas nacen adelantadas a su época. Pero me parece que hoy en día no son los artistas quienes nacen por delante de su tiempo, sino los científicos. El artista se va quedando atrás, su imaginación no es rival para los grandes saltos de la ciencia.
¿Cómo explica usted que ciertos individuos sean creativos? Angus Wilson dice que el artista se debe a una especie de trauma, que usa su arte como una forma de terapia para sobreponerse a su neurosis. Aldous Huxley, por su parte, asume la visión contraria, y dice que todo escritor está manifiestamente sano, que si posee alguna neurosis ello simplemente forma parte de sus desafíos en la escritura. ¿Cuál es su postura al respecto?
Creo que esto depende de cada escritor. No creo que puedan hacerse semejantes afirmaciones respecto de la totalidad de los escritores. Un escritor es a fin de cuentas una persona, como cualquier otra. Puede que sea neurótica, o no. Es decir, su neurosis, o lo que sea que digan que produce su personalidad, no da cuenta de su escritura. Creo que es un asunto mucho más misterioso y preferiría no tener que desvelarlo. Recién dije que un escritor es un individuo con antenas; pero si un escritor realmente supiera qué cosa es, entonces tendría que ejercitar la humildad, pues se reconocería como un individuo dotado de una capacidad destinada al servicio de los demás. Un escritor no tiene nada de qué enorgullecerse: su nombre no es nada, su ego es nulo, es apenas un instrumento en una larga procesión.
¿Cuándo se dio usted cuenta de que poseía esa capacidad? ¿Cuándo comenzó usted a escribir?
Debo haber comenzado cuando trabajaba para Western Union. Fue entonces cuando escribí mi primer libro, en todo caso. Yo había escrito antes cosas pequeñas, pero todo empezó realmente tras renunciar a Western Union en 1924, cuando decidí que sería un escritor y que me comprometería con ello al cien por ciento.
De modo que estuvo escribiendo durante diez años antes de publicar Trópico de Cáncer.
Más o menos, sí. Entre otras cosas escribí dos o tres novelas en esa época. Estoy seguro de haber escrito al menos dos antes de Trópico de Cáncer.
¿Me puede contar un poco sobre ese período?
Bueno, ya he contado bastante al respecto en La crucifixión rosa. Sexus, Plexus y Nexus tienen todos que ver con ese período. Y habrá todavía más en la segunda mitad de Nexus. Lo he contado todo sobre mis tribulaciones de entonces: mi vida corporal, mis dificultades. Trabajaba como un esclavo y al mismo tiempo —¿cómo decirlo?— estaba entre tinieblas. No sabía bien lo que hacía, ni sabía hacia dónde me dirigía. Supuestamente me dedicaba a una novela, a una gran novela, pero en realidad no avanzaba en modo alguno. A veces no escribía más de tres o cuatro líneas al día. Mi esposa llegaba a casa a la noche y me preguntaba: «¿Qué tal va eso?» (yo jamás le mostraba lo que había en la máquina de escribir), y yo contestaba «Ah, avanza estupendamente». «¿Y por dónde vas ahora mismo?», y entonces se lo explicaba como si tuviera escritas cien o ciento cincuenta páginas de lo que se supone que haría, cuando en realidad llevaba, digamos, unas tres o cuatro. Pero yo me esmeraba en relatarle lo que ya había escrito, inventándome la novela a medida que hablábamos. Ella me escuchaba y me daba ánimos, aunque sabía perfectamente que le estaba mintiendo. Al día siguiente volvía a casa y decía «¿Y cómo va esa parte que me contaste el otro día?», todo era mentira, desde luego, una invención conjunta que teníamos. Era en verdad maravilloso.
¿Cuándo comenzó a concebir estas novelas autobiográficas como un todo?
En el año de 1927, cuando mi mujer se fue a Europa y me quedé solo. Estuve un rato trabajando en el Departamento de Parques y Recreación de Queens, hasta que un día, al terminar la jornada, tuve de golpe la idea de organizar el libro de mi vida, y pasé la noche entera haciéndolo. Planifiqué todo lo que he escrito hasta el día de hoy, unas cuarenta o cincuenta páginas. Lo escribí en mi cuaderno, usando notación telegráfica, pero allí estaba todo. Mi trabajo entero desde Trópico de Capricornio hasta La crucifixión rosa —exceptuando Cáncer, que fue algo del presente inmediato— trata sobre los siete años que en ese entonces había vivido con esta mujer, desde el momento en que la conocí hasta mi partida hacia Europa. En ese instante yo ignoraba cuándo me iría, pero sabía que ocurriría tarde o temprano. Ese fue el período crucial de mi vida como escritor, el período previo a mi abandono de Estados Unidos.
Durrell habla de la necesidad de un escritor de alcanzar una revelación en su escritura, de escuchar el sonido de su propia voz. ¿No es esa una expresión suya, de hecho?
Sí, puede ser. Como sea, me ocurrió con Trópico de Cáncer. Hasta ese punto se puede decir que yo era un escritor completamente derivativo, influenciado por todo el mundo, adueñándome de los tonos y los matices de cualquier otro autor que yo atesorara. Yo era un literato, digamos. Y luego dejé de serlo: corté el cordón. Me dije que haría sólo lo que yo pudiera hacer, que expresaría lo que soy, y es por eso que abracé la primera persona, que decidí escribir sobre mí mismo. Decidí que escribiría desde la atalaya de mi propia experiencia, sobre lo que sentí y lo que conocí. Y esa fue mi salvación.
¿Cómo eran esas primeras novelas?
Supongo que en ellas pueden hallarse, o deben hallarse, naturalmente, algunos rastros de mí mismo. Pero en ese entonces estaba muy convencido de que debía tener algún tipo de historia que contar, alguna trama que desplegar; me preocupaba más por dar con el modo y la forma de hacerlo que con lo vital del asunto.
¿A esto se refiere con el enfoque «literario»?
Sí, algo desgastado e inútil, que hay que sacarse de encima. Era necesario deshacerme de lo literario. Naturalmente, uno no puede deshacerse totalmente del literato, él es una parte vital de quien uno es como autor, y es verdad que todo artista siente una fascinación por la técnica. Pero lo otro que hay en la escritura es el yo. Lo que descubrí es que la mejor técnica es no tener ninguna. No creo que uno deba adherir a ningún tipo de enfoque particular. Procuro mantenerme abierto y flexible, listo para inclinarme con el viento o la corriente del pensamiento. Esa es mi postura, mi técnica: estar flexible y alerta, y echar mano de todo lo que uno crea que viene bien en el momento.
En «Carta abierta a los surrealistas de todo el mundo», usted afirma: «Yo escribía surrealistamente en los Estados Unidos antes de siquiera escuchar esa palabra». ¿Qué significa ahora para usted el Surrealismo?
Cuando vivía en París, teníamos una expresión, muy estadounidense, que de algún modo lo explica mejor que cualquier cosa. Solíamos decir: «Hay que tomar la delantera». Eso significaba enloquecer un poco, sumergirse en el inconsciente, obedecer sólo a los instintos, seguir los propios impulsos del corazón, de las tripas, o de donde sea que provengan. Pero así lo describo yo, esa no es realmente la doctrina surrealista. Eso no convencería, me temo, a un André Bretón. Sin embargo, el punto de vista francés, el punto de vista doctrinario, no significa mucho para mí. Lo único que en realidad me importaba es que di con ello a través de otro medio expresivo, uno adicional, más elevado, uno que debe ser usado con mucha mesura. Cuando los surrealistas más conocidos empelaban esta técnica, lo hacían de un modo deliberado en exceso, o así me lo parecía a mí. Se hacía ininteligible, no servía para nada. Y una vez perdida la inteligibilidad, creo yo, todo lo demás está perdido.
¿Es el surrealismo a lo que usted se refiere con la frase «En la vida nocturna»?
Sí, inicialmente se trataba de los sueños. Los surrealistas hacen uso de los sueños, que desde luego constituyen un aspecto fecundo de la experiencia. Ya sea conscientemente o no, todos los escritores utilizan los sueños, incluso quienes no son surrealistas. Verás, la mente consciente es la menos útil para el arte. El proceso de la escritura consiste en la lucha por sacarnos de adentro algo desconocido. Ofrecer únicamente aquello de lo que somos conscientes es muy poca cosa en realidad, no lo conduce a uno a nada. Cualquiera con un poco de práctica puede hacerlo, cualquiera puede ser ese tipo de escritor.
Usted ha dicho que Lewis Carroll era un surrealista y esa mención trae a la mente las jitanjáforas (a lo Jabberwocky) que usted a menudo utiliza…
Sí, sí, desde luego que Lewis Carroll es un escritor que adoro. Daría mi brazo derecho a cambio de haber escrito sus libros, o al menos por lograr algo cercano a lo que él hizo. Cuando termine el proyecto que escribo en la actualidad, me encantaría dedicarme a escribir puros sinsentidos.
¿Y qué hay del dadaísmo? ¿Incursionó en ello alguna vez?
Sí, el dadaísmo fue para mí mucho más importante que el surrealismo. El movimiento dadaísta fue verdaderamente revolucionario, un esfuerzo deliberado y consciente por sacudir el tablero, por mostrar la locura absoluta de nuestra vida actual, la insignificancia de nuestros valores. Hubo personas maravillosas en el movimiento dadaísta, dotadas de un gran sentido del humor. Era algo capaz de hacerte reír, a la par que de ponerte a pensar.
Uno podría pensar que Primavera negra se aproxima bastante al dadaísmo.
Sin duda. En ese entonces yo era más impresionable. Estaba abierto a todo lo que sucedía en la Europa de mi llegada. Algunas cosas ya las conocía en los Estados Unidos, a decir verdad. La revista transition llegaba a los Estados Unidos, y [Eugene] Jolas sabía escoger extraños y atrevidos escritores y artistas que nunca antes habíamos oído nombrar. También recuerdo, por ejemplo, ir al Armory Show a ver el Desnudo bajando la escalera de Marcel Duchamp, y muchas otras obras maravillosas. Yo estaba enamorado, intoxicado. Todo me resultaba tan familiar, se trataba justamente de lo que había estado buscando.
Usted siempre ha sido mejor entendido y apreciado en el resto de Europa que en Estados Unidos o Inglaterra. ¿A qué piensa que esto se debe?
En primer lugar, no tuve muchas oportunidades de ser entendido en Estados Unidos porque mis libros no se publicaban allí. Pero aparte de eso, aunque soy 100 % estadounidense (y soy más y más consciente de ello cada día), siempre tuve un mayor contacto con europeos. Me resultó más fácil hablar con ellos, comunicarles mis pensamientos, ser rápidamente comprendido. Mis relaciones con Europa fueron siempre mejores que con los propios estadounidenses.
En su libro sobre [Kenneth] Patchen, afirma que en Estados Unidos un artista nunca será aceptado a menos que pacte con el sistema. ¿Aún lo cree de esa manera?
Sí, quizá incluso más que antes. Creo que en Estados Unidos se está en contra de los artistas, se los considera como enemigos, porque abogan por la individualidad y la creatividad, y esas cosas de alguna manera son poco estadounidenses. Creo que de todos los países —a excepción de los países comunistas, desde luego—, Estados Unidos es el que tiene la sociedad más mecánica y robótica.
¿Qué encontró en París durante su treintena que no podía tener en Estados Unidos?
Por un lado, creo que conseguí cuotas de libertad que jamás conocí en los Estados Unidos. El contacto con los demás era mucho más fácil, es decir, con el tipo de gente que a mí me suele interesar. Allí encontré más individuos de mi especie. Y por sobre todas las cosas sentí que allí se me toleraba. Yo no esperaba que se me entendiera o aceptara, me bastaba con ser tolerado. En Estados Unidos jamás tuve ese sentimiento. Pero en ese entonces Europa era un mundo nuevo para mí. Es probable que me hubiese sentido bien en prácticamente cualquier parte, siempre que fuera un lugar ajeno, distinto, foráneo. Porque a lo largo de mi vida, en realidad, ésa ha sido parte de mi —¿cómo llamarla?— extrañeza psicológica: me gusta solamente lo que resulta foráneo.
¿En otras palabras, le habría resultado lo mismo ir a Grecia en 1930 en vez de en 1940?
Probablemente no habría sido lo mismo, pero allí habría encontrado los medios para expresar mi interioridad, para mi propia liberación. Quizá no me habría convertido en el tipo de escritor que soy ahora, pero creo que me habría encontrado a mí mismo de todos modos. En Estados Unidos corría el peligro de enloquecer, de suicidarme. Me sentía absolutamente aislado.
¿Y qué hay de Big Sur? ¿Encontró allí un entorno propicio?
Oh, no, allí no había nada, excepto naturaleza. Estaba solo, eso es lo que buscaba. Permanecí allí porque era un sitio remoto. Yo ya había aprendido a escribir sin importar en donde me encontrase. Fue un cambio maravilloso, Big Sur. Fue entonces cuando dejé las ciudades atrás; ya había tenido suficiente vida urbana. Verás, yo en realidad no escogí Big Sur, sino que un amigo me dejó allí tirado un día en plena carretera. Mientras se marchaba, me dijo «Ve y busca a esta y aquella persona, que te albergarán por una noche o una semana. Es un lugar maravilloso, creo que te gustará». Así es como fui a dar allí. Nunca había escuchado hablar de Big Sur hasta ese momento. Sabía de Point Sur porque había leído a Robertson Jeffers; leí Las mujeres de Point Sur en el Café Rotonde de París, eso es algo que nunca olvidaré.
¿No es sorprendente que, siendo un hombre de ciudad, se fuera de ese modo a parajes campestres?
Sí, es que en el fondo tengo algo de chino. Verás, en la Antigua China, cuando un artista o filósofo empezaba a envejecer, se retiraba a la campiña, a vivir y meditar en paz.
Pero en su caso fue más bien una coincidencia.
Totalmente. Pero fíjate: todo lo que ha resultado trascendental en mi vida ocurrió siempre de esa manera, por el más puro azar. Aunque eso tampoco me lo creo del todo. Creo que siempre hubo un propósito, que todo estaba destinado a ser como fue. La respuesta se encuentra en mi signo zodiacal, esa sería mi respuesta más franca. Para mí es todo bastante evidente.
¿Por qué nunca volvió a vivir en París?
Por varias razones. La primera, me casé poco después de llegar a Big Sur, luego tuve hijos y luego no tuve dinero, y luego me enamoré también de Big Sur. No tenía deseo alguno de retomar mi vida parisina, eso ya había terminado. La mayor parte de mis amigos se habían marchado, la guerra lo habría destruido todo.
Gertrude Stein afirma que la vida en Francia purificó su inglés, porque prácticamente no lo usaba en la vida cotidiana y que esto la convirtió en la estilista literaria que es. ¿Tuvo París el mismo efecto sobre usted?
No exactamente, pero entiendo a lo que se refiere. Desde luego que en París hablé mucho más inglés que Gertrude Stein, es decir, menos francés. Aun así, estuve saturado de francés todo el tiempo, y escuchar a diario un idioma extranjero saca filo al manejo del propio, lo hace a uno consciente de las sombras y los matices que antes ni siquiera intuía. Eso además le produce a uno un olvido liviano, unas ganas de recapturar ciertas frases y expresiones. Lo hace a uno más consciente del propio idioma.
¿Tuvo usted contacto alguna vez con Gertrude Stein o con su círculo?
No, nada que ver. Nunca la conocí, ni conocí a nadie que perteneciera a su círculo. Pero yo no sabía mucho de ningún círculo, para ser francos. Siempre he sido un lobo solitario, siempre en contra de los grupos, los círculos, las sectas, los cultos y los -ismos, todo eso. Conocí unos cuantos surrealistas, pero nunca pertenecí al grupo de los surrealistas, ni a ningún otro.