La mansión y jardines de Finca Vigía tienen más de 4 hectáreas de extensión en medio de las casas modestas del poblado de San Francisco de Paula a 45 minutos del Centro de La Habana. Hoy es el museo más grande de Cuba. Cierto, la casa y La Habana fueron las únicas residencias estables que tuvo Hemingway –a quien le gustaba que lo llamen solo Papa– en su agitada vida. Allí vivió la mitad de su existencia, escribió parte de Por quién doblan las campanas, A través del río entre los árboles, El viejo y el mar, París era una fiesta e Islas en el Golfo y mandó a la mierda a cuanto periodista desconocido llegaba a entrevistarlo.
La casa es blanca de varios ambientes en el suave declive de un promontorio desde donde se observa allá a lo lejos los edificios habaneros, el Habana libre y el Focsa, entre otros. Cuando en 1940 Hemingway adquirió la casa argumentaba que se mudó a Finca Vigía porque para ir a la ciudad no hace falta más que ponerse los zapatos, porque se puede tapar con papel el timbre del teléfono para evitar cualquier llamada, y porque en el fresco de la mañana se trabaja mejor y con más comodidad que en cualquier otro sitio. Además, estaba tiro de Cojimar, el puerto donde tenía anclado su yate Pilar que cuando le daba la gana se lanzaba hacia la corriente del Golfo, “el Gran Río Azul”, a 45 minutos de su casa, donde hallaba la mejor y más abundante pesca” que había visto en su vida.
Para llegar a Finca Vigía contraté el potente coche Chevrolet del comandante Félix Arguello, con él incluido, un guía sabio, frondoso en el detalle y el chisme y cómplice para hallar buenos bares y conversar con las mujeres más hermosas del planeta: las habaneras. Y encontré a Hemingway vivo, enérgicos, extraordinario. En Finca Vigía se alberga a más de 9.000 libros, revistas y folletos. 2.000 de ellos subrayados o con notas al margen del escritor, además de objetos personales como su máquina de escribir Underwood, los trofeos de caza, sus cachivaches encima del escritorio de su secretaria, el disco de Glenn Miller que dejó en el gramófono y volúmenes y tomos grandes y chicos en todas las paredes y hasta en sus tres baños donde Hemingway leía con pasión. En abril de 1961 luego de su suicidio, su cuarta esposa, Mary Welsh, viajó a La Habana y donó al Gobierno cubano la casona con la mayoría de sus pertenencias.
2.
Y ahora Hemingway me mira y lo noto animado aunque en realidad sonríe para su eternidad. El barman del Floridita no es el viejo Constante –en realidad, el catalán Constantino Ribalaigua Vert quien fue su primer amigo habanero– pero es constante con la atención al fornido escritor norteamericano a quien le ha vuelto a servir una copa doble de Daiquirí. Es la sexta del día, me dice y yo le pido una igual. Joder, no es trámite sencillo. Hemingway vive en el Floridita desde hace décadas y el sitio es un mítico restaurante bar en las esquinas de Obispo y Monserrate en el reparto de la Habana Vieja en Cuba donde ‘Papa’ –así le gustaba que lo llamen los habaneros— convirtió el cóctel Daiquirí en un clásico de los tragos cubanos.
Ernest Hemingway llegó por primera vez a La Habana en la primavera de 1928 a bordo del vapor francés “Orita” para una breve escala de dos días en travesía a Cayo Hueso en EE.UU. Cierto, eran aquellos días en que andaba con el genio endemoniado tratando de que la escritura de su novela “Adiós a las armas” no sea menos que una obra de arte. Luego, pasó largas temporadas en la isla. Al principio, se alojó en una pequeña habitación del antiguo hotel “Ambos Mundos” en la esquina de las calles Obispo con Mercadores a tiro de piedra de la famosa Bodeguita del Medio. Cierto, con Hemingway todo es pequeño porque además de ser un gringo pesado, jamás estaba quieto. Entonces, desde ese cuarto grande del quinto piso, Papa observaba toda la bahía habanera, aquel mar donde ubicaría luego las geografía de su pasión.
Ahora, Ernest Hemingway quieto nos observa como quien quisiera que le respondan: ¡Salud, Papa! El Daiquirí no era el cóctel que hoy estoy saboreando. Hemingway se jactó en esos días, para variar, que fue él el autor de la receta epónima. Con Constante, una mañana donde el calor lo derretía todo, convirtió esa barra del Floridita en su laboratorio. Así, combinaron dos tanganazos de ron Bacardí blanco cubano con un gancho de jugo de limón, una maroma de azúcar, unas lágrimas de licor Marrasquino y para completar el potingue, harta raspadilla de hielo. Luego solo el orgasmo en la garganta.
3.
Hoy he desandado sus pasos. Desde el Floridita hasta el hotel Ambos Mundos hay exactamente ocho cuadras. En agosto, el calor en La Habana llega a los 40 grados pero con los Daiquirís, la sensación térmica supera al mismo verano en el infierno. En el hotel, don Julio Príncipe me atiende con cordialidad como seguro lo atendían a Papa. En la habitación 511 observo su escritorio breve con una máquina de escribir con una hoja de papel todo dentro de una urna de vidrio que se ubica entre dos ventanas con vista a la bahía. Luego, sus anteojos y un lápiz en amarillo sobre la tabla. Más allá, en el armario cuelgan un chaleco de safari y otro de torero. Así, a simple vista, pareciera que Hemingway se acababa de duchar y ha dejado la habitación desordenada y raudo se ha ido en busca de su bar favorito. Pero no, aquellos objetos son la memoria desde 1939 y hasta en su cama de una colcha naranja están desperdigados unos libros y revistas testigos de su vida en Cuba, esa “isla larga, hermosa y desdichada”, como la describió en su libro “Las verdes colinas de África”.
En la primera planta y contra las paredes rosas del hotel hay una placa de bronce: “En este hotel Ambos Mundos vivió durante la década de 1930 el novelista Ernest Hemingway. Consejo Nacional de Cultura”. En otros de sus viajes a Cuba, Hemingway descubrió “Finca Vigía”, una apacible casa de campo en el barrio de San Francisco de Paula a 15 kilómetros del centro de La Habana. Papa pensó que ese era el lugar ideal para vivir y en 1940, cuando andaba de luna de miel con su tercera esposa, la periodista Marta Gelhorn, alquilaron la casa a 100 dólares mensuales para adquirir luego toda la propiedad en 1949 en 18.500 dólares, dinero que obtuvo por sus derechos de autor de la novela “Por quién doblan las campanas”.
En una carta de 1952, Hemingway le escribe a su amigo Karl Wilson: “Me mudé de Key West para acá en 1938 y alquilé esta finca y la compré finalmente cuando se publicó “Por quién doblan las campanas”. Es un buen lugar para trabajar porque está fuera de la ciudad y enclavado en una colina. Me levanto temprano cuando sale el sol y me pongo a trabajar y cuando termino me voy a nadar y tomo un trago y leo los periódicos de Nueva York y Miami”.
4.
Quienes lo conocieron o trabajaron como él, como su mayordomo René Villarreal, han contado que Hemingway “escribía todos los días, era muy puntual en su trabajo y era un lector incansable, a veces estaba leyendo dos y tres libros a la vez”. Hace unos años, en un coloquio sobre Papa, Villarreal recordaba que el novelista “escribía alrededor de mil palabras desde las seis de la mañana hasta el mediodía y cuando más o menos tenía calculado que las tenía, las contaba, apuntaba la cantidad, y tapaba la máquina de escribir con una toalla”. René contaba que luego le pedía el primer trago porque mientras estaba escribiendo él no bebía. Hemingway tomaba una copa de ginger con una rodaja de limón y agua de coco. Después, como todo maniático, rigurosamente hacía sus ejercicios, pesas, mancuernas y cuando terminaba, se pesaba en el baño y allí hacía anotaciones en la pared sobre su peso y escribía sus observaciones, si es que bajaba o subía de peso.
Quienes amamos el periodismo queremos a Hemingway. Aquello me trajo a La Habana. En esta ciudad, solo descrita a silencios estruendosos por la escritura. En todos sus paraderos, él hizo periodismo y del bueno, aquel que queda para reconstruir los laberintos de la humanidad y hacer de la noticia un hecho imperecedero. Él que fue un hombre de prensa y de escrituras totales, fue borracho y mujeriego. Entonces no era un santo, claro no. Al contrario, era un gringo pendejo y trompeador. Pero uno lo admira también por su rigor y esa ciencia rupestre para trabajar con lo preciso y lo suficiente. Por eso sus crónicas y reportajes tienen la contundencia de los cuentos. El rigor, sí señor, y la amplitud de la brevedad que destronca aquella premisa de los propios maestros norteamericanos, que los hechos noticiosos una vez sabidos ya no existen más. Pero en Hemingway, las noticias y sus personajes son los registros históricos de la bondad y la maldad de los humanos.
Hoy recuerdo una entrevista memorable que le hizo el periodista George Plimpton para Paris Review en su casa de “Finca Vigia” donde Hemingway teoriza sobre su técnica. Que escribir amerita una comodidad económica y buena salud. Decía: “que una de las dificultades mayores es la de organizar bien las palabras, que es bueno releer los propios libros cuando cuesta trabajo escribir para recordar que siempre fue difícil, que se puede escribir en cualquier parte siempre que no haya visitas ni teléfono (…) Una vez que escribir se ha convertido en el vicio principal y el mayor placer, solo la muerte puede ponerle fin”. Ahí Papa es maestro porque sabía parar a tiempo con su esfuerzo porque estaba seguro de cómo iba a escribir al día siguiente. Aquello como fórmula secreta contra la maldición más cruel de los escritores: la agonía matinal frente a la página en blanco.
5.
Ahora ingreso al restaurante La Terraza en el puerto de Cojimar y para variar me espanta un trío de gordos que cantan y tocan las peores rumbas de La Habana. Hemingway por temporadas, pasaba todas sus mañanas en el salón de comidas. Infinidad de veces, acompañado por Gregorio Fuentes (natural de Lanzarote, en las Islas Canarias), oficial del yate Pilar de propiedad de Hemingway y acompañante durante años del novelista en sus días de pesca por las aguas del Caribe. De Fuentes se dice que sirvió de inspiración para que Papa describa al personaje de Santiago, el viejo pescador protagonista del libro “El Viejo y el Mar”, con el que ganó en 1953 el premio Pulitzer y en 1954 el Nobel de Literatura. En La Terraza de Cojimar el escritor sigue vivo. Ahí, en una esquina y junto a los ventanales, está su mesa reservada y el sitio resulta un lugar de peregrinación entre los devotos. Entonces pido un Daiquirí (esta vez azul) y en el comedor, amplio y luminoso, Abel, el mozo, ya intenta seducirme con su oferta de platos de pescados y mariscos de temporada pero más caros que una cirugía al corazón.
Siguiendo la orilla de Cojimar, con el sol inclemente sobre mi cabeza y el busto de Papa pintado con barniz dorado que brilla como una efigie de oro en la eternidad. Esa tarde de agosto he regresado a La Habana Vieja y Ernest Hemingway me sigue mirando y el barman del Floridita nos vuelve a servir una copa doble de Daiquirí. Papa se suicidó en 1961 porque estaba viejo y cansado y hacía poco había dejado La Habana de sus pasiones. Ahora es solo esta escultura de tamaño natural que desde el 2003 fue colocada en el extremo izquierdo de la barra donde, acodado en ella, “invita” a todos los que lo queremos a tomar un trago con él. ¡Salud Papa!
FRAGMENTO DEL LIBRO EL SON DE LA HABANA QUE SE PUBLICARÁ EN NOVIEMBRE DEL 2017.