Yo lo recuerdo como un caballero pausado, tranquilo, sereno; pero hay quienes me contaron que en sus años mozos, los de su adultez, don Héctor era un profesor implacable y hasta temible, más aún cuando un estudiante llegaba tarde a su clase y apenas balbuceaba su nombre. Él, le interrumpía: “Soy el doctor Héctor Noé Ballón Lozada”. Naturalmente, quien lo escuchaba, se sentía intimidado. Es lo que escuché, lo que me dijeron, porque lo conocí en una etapa distinta de su vida, septuagenario, con una lucidez envidiable.
Una tarde se presentó en la Facultad, con un currículum envidiable, para ofrecer una charla sobre su producción bibliográfica a los estudiantes de Historia, en un ciclo de conferencias que impulsó mi promoción bajo el título: “Diálogos Históricos”, con la asesoría de Alejandro Málaga Núñez-Zeballos. Lo reconocí. Mi padre, que lo tuvo como profesor, me habló muy bien de él, de sus aportes, pues siempre le tuvo respeto y consideración; a diferencia de algunos otros profesores agustinos de la Escuela que, a sus espaldas, durante las clases marginaban o relegaban su obra histórica por ser “sociólogo” y “abogado” de profesión. Aquel “desprecio” también lo percibí hacia otros personajes que investigaron la historia arequipeña, sin ser historiadores, sobre todo, los que más publicaron como Juan G. Carpio Muñoz. Uno de esos catedráticos envidiosos e hipócritas —porque delante de ellos quedaban “mutis”— me enseñó Historia de Arequipa.
Lo cierto es que esa tarde conocí en persona a don Héctor Ballón Lozada. Entonces, me encontraba cerrando una investigación en torno al movimiento popular de junio de 1950 en Arequipa, un tema ampliamente estudiado en la Facultad, y al que se había vinculado el doctor Ballón a través de su estudio sobre la vida y obra de Francisco Mostajo, Juan G. Valdivia con las revoluciones y el desarrollo de las ideas políticas en la ciudad. Su apoyo vino después, cuando presenté mi libro en la Biblioteca Regional Mario Vargas Llosa, y lo invité como comentarista. Aquel día, la actividad se cruzó con una entrevista para un programa de radio sobre el tema; sin embargo, luego me alcanzó en el evento que, penosamente, ya había culminado.
Al tiempo me contactó. Era mediados del 2013 y me pidió hacerle llegar un ejemplar del libro que acababa de presentar. “Me van a entrevistar —me dijo—. En el programa «Línea de Fuego”. Pero yo aún no tenía los textos, estaban en la imprenta, por lo que le llevé la primera versión, una publicación modesta y con errores ortogramaticales. Después, ya en mi casa, volvió a llamarme. “No quieres acompañarme” —propuso. Yo acepté. Pasé por su casa en la Urb. Primavera y juntos caminamos hasta el cruce de las avenidas Cayma y Ejército, donde se encuentra el estudio de ATV Sur.
Una vez que estuvimos en el set de televisión, sorprendido, nos recibió el periodista Fredy Rosas. Inmediatamente solicitó al equipo de producción agregar una silla, pues no esperaba dos invitados. Esa fue mi primera vez en señal abierta, hablando de un tema que desde los 14 años me apasiona y acompañando a un antiguo profesor de la Universidad de San Agustín. Desde entonces, lo frecuenté. Pronto revisó el machote de mi libro: De artistas, dibujos y pinturas: los apuntes publicados en el diario Noticias 1927-1964 (2014) y me sugirió recabar información sobre una Feria de Arte y Poesía que se realizó en el Parque “28 de Febrero” (hoy Plaza San Francisco) en el año 62. El doctor revisó con atención cada una de las páginas, tenía los párrafos subrayados con lapicero rojo, y luego de subsanar algunas recomendaciones, escribió el prólogo. Lo hizo a la antigua, a máquina de escribir y el día de la presentación compartió mesa con Tito Cáceres, Samuel Lozada y Antonio Ugarte. Don Carlos Meneses fue el intermediario para convocar al doctor Lozada, quien, a su vez, solicitó la participación de Antonio, un querido amigo.
De allí, el recuerdo de un hombre pleno, que hubo de acompañarme en mi desarrollo profesional. Su obra, además, fue inspiradora. Tenía la costumbre de periodificar. No hay texto suyo, que yo conozca, donde no haya planteado una división cronológica o distinguido una temporalidad, y, como los autores clásicos de la arequipeñidad, también observó que a mediados del siglo XX, entre los años 50 y 60, Arequipa tuvo cambios estructurales, tanto en los aspectos socioculturales como urbanísticos. Si algo he aprendido de él, en mi calidad de historiador, es a periodizar.
Si pues, Héctor era ingenioso y siguiendo la antigua escuela investigó en los archivos de varias instituciones, hizo historia contemporánea en Arequipa. Abordó los aspectos culturales y tradicionales de una ciudad que aprendemos a conocer con Mostajo. Pudo ser el sexto autor de la Historia General de Arequipa (1990), maravillosa obra, en su lugar estudió la arquitectura mistiana, los Registros Públicos, la Escuela de Sociología, la Academia Lauretana de Ciencias y Artes, entre otros temas relevantes para comprender el tránsito a la modernidad.
La pandemia nos quitó el privilegio de volver a encontrarnos o coincidir en alguna presentación. Una tarde de abril del 2020, en medio del encierro, quise escribir su biografía. Cogí el teléfono y llamé al fijo que terminaba en 41. ¡Alo! —dijo su esposa. Pregunté por él y Héctor apenas articulaba algunas palabras. ¿Usted recuerda a sus padres? —pregunté—. ¿Cuáles eran sus nombres? Luego de una pausa, un tanto prolongada, no pudo darme respuesta. Su señora rápidamente intervino y con mucha amabilidad, pudo resolver mis inquietudes. Me contó algunas anécdotas y de tiempo en tiempo, don Héctor balbuceaba algunos comentarios. Si me reconoció, pero él ya no era el mismo conversador, el doctor que me contó una de sus decepciones cuando propuso a la universidad, a su Alma Mater, a la UNSA, la publicación de su libro “Arequipa: Patrimonio Cultural de la Humanidad” (2012) y lo “pasearon” —del castellano peruano de hacer perder el tiempo, de dar falsas expectativas o de demorar algo—. “Tuvo que venir una institución externa, unos extranjeros, que lo financiaron en dos idiomas” —me contó. Eso también lo viví, en los rectorados de Medina Hoyos y Linares Huaco… “Me apena. Si a Usted no le han hecho caso, no le han ayudado —pensé y creo que se lo dije—. A mi me darán una patada”.
Yo no conocí a un abuelito, por más años que tuviera o por más que su andar se hiciera lento, conocí a un hombre vital, entregado a la investigación histórica y jurídica de Arequipa. Aquel, ciertamente añoso, caminaba por los pasillos de la Universidad Católica de Santa María, pues a pesar de ser jubilado, continuó trabajando en la Escuela de Posgrado de dicha universidad. Así fueron sus últimos años. Siempre en la docencia. Hasta que el 19 de enero del 2024, Arequipa lo vio partir. Vino a la mente su imagen: allí estaba él, sentado, ligeramente inclinado apoyando los brazos en las rodillas, mientras me escuchaba cuando presenté mi libro: Historia de la Fiestas del Carnaval en Arequipa (2017).