He empezado a ver gente desnuda en la calle. Gente que no tiene qué comer. Gente que rebusca en la basura algo para llevarse a la boca. Gente desesperada y con hijos llorando de hambre y de frío. Gente que perdió el trabajo y no tiene cómo pagar un alquiler.
Gente con un colchón y sillas en medio de la vereda. Gente que no sabe qué será de su familia mañana o quizás hoy mismo. Gente al borde de la locura. Gente al borde del suicidio. No me digan que no es cierto. No me digan que el presidente tiene 60 o 70% de aprobación. O que estamos “saliendo de la crisis” y que ya alcanzamos la “meseta”. Y, peor, no me digan que este Congreso es mejor que el otro, salvo honrosas excepciones.
No me digan que siendo uno de los pocos países con plata y con tiempo para frenar una peste ahora estemos camino a un infierno. No me digan que la ministra de economía almuerza pan con té. No me digan que Roque Benavides come afrecho, vitaovo o nicovita, comida para pollos, como están haciendo muchas familias en los pueblos jóvenes, tal como vivíamos en los ochenta.
No me digan que los sachaministros elegidos a dedo, comen en una olla común. O que esos periodistas mermeleros que le lavan la cara al gobierno están juntando monedas para comprarse un kilo de arroz. No me digan cojudeces que la realidad es más que evidente. No me digan que una peste puede más que 30 millones de peruanos que de un día para otro perdieron su futuro y ahora solo bregan por mantenerse en pie.
No me digan que, en casi 30 años de neoliberalismo salvaje y draconiano, solo teníamos 100 (cien) respiradores artificiales y que nuestros hospitales no tenían ni alcohol ni algodón y se caían a pedazos. Y que nuestra “Población Económicamente Activa” era solo del 10%. No me digan que todo eran cifras macroeconómicas, números vacíos con muchos ceros, donde ya estábamos a punto de saltar al primer mundo y ahora estamos igual o peor que África subsahariana.
Hasta Bill Gates decía que el Perú era “segundo mundo”. Pobres miserables. No me digan que todos estos gobierno nos trajeron bonanza cuando, todo lo contrario, nos trajeron corrupción, desempleo, miseria, muerte, represión y mil cosas peores que hemos tenido que aguantar solo porque, cada cinco años, otro pobre diablo nos prometía cosas mejores. Y que íbamos a recibir el bicentenario con cadenas de oro y una economía como Dubai.
No me digan nada porque aquí ya no solo hay paciencia sino que se acabaron las ganas de escuchar. Finalmente, no me digan que me quede en casa cuando es igual o peor que salir y enfrentar a un enemigo silencioso fabricado en un laboratorio. Pues, si te quedas sin hacer nada morirás de hambre y si sales, por lo menos, tendrás la idea de que moriste peleando. Y no cruzado de manos. Que se queden en casa los ricos, los que todavía tienen ahorros, los que se creen “clase media” o los que tienen carne, pollo y pescado, en el congelador.
Los que tienen casa propia y viven de las rentas. ¡Bah! Esta es la realidad y no tiene excusas. O sales y mueres. O te quedas en casa y mueres. No hay elección y estamos entre la espada y la pared. No se trata de ser valientes, se trata de nuestros hijos, nuestros padres y nuestros abuelos. Se trata de nosotros mismos. Se trata de no perder la fe cuando ya no tienes nada que perder.