Opinión

Hacia un cine vegetal: Días perfectos, de Win Wenders

Komorebi, la danza de hojas cayendo como un juego de sombras, creado por una fuente de luz allá afuera en el universo, el sol.

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Por Rosa Cáceres

Wenders nos presenta su último film, grabado íntegramente en el país nipón, país que ya fue sujeto de su lienzo hace 31 años cuando rodó Tokio-Ga. En esta última entrega, logró cuajar uno de los films más redondos de su carrera.

La simpleza del film alberga una gran complejidad. La apacible rutina del personaje principal se irá develando hacia nuestros ojos. Pues el film irá abriendo lo oculto de una forma sutil, en un momento en donde el cine sigue agudizando la lógica de conflicto central, “Días perfectos” se instala como su negación.

No es extraño que “Días perfectos” no haya recibido ningún premio Oscar y es que su mirada va hacia un lugar donde cuestiona las narrativas tradicionales y las grandes superproducciones de propaganda Hollywoodense (Oppenheimer, Barbie, entre otras). Tampoco muestra a un gran hombre planificando un ataque nuclear o gestando una revolución,  o queriendo trascender en su carrera, solo se enfoca en algunos días simples de un hombre común.

Hirayama vive con una rutina diaria donde se dedica a un oficio singular, pero no menos extraño para una gran ciudad como Tokio: limpiar baños públicos.

Sin embargo, adorna su vida con el amor por las plantas y los libros, que lee con especial y absorto interés.

La ciudad de Tokio se presenta como un entramado de tejidos, calles que se interconectan desde que la luminaria principal asoma haciendo que la luz se quiebre por sus vericuetos. El hombre duerme y despierta apenas percibe los primeros rayos, y sonidos del mundo exterior donde realiza sus primeras acciones como asearse y afeitarse, para luego entrar de lleno por sus calles junto a su furgón, para así recorrer por sus ramas laterales y luego troncos centrales de la autopista.

Llega a su trabajo en donde coexiste con diversas personas y parques urbanos. Hirayama fotografía con su cámara antigua, y observa a la gente. Su silencio lo reemplaza una serie de canciones que pone en su furgón, casetes con música setentera y ochentera, que disfruta con éxtasis: Lou Reed, Patti Smith, y Nina Simone, entre otros.

Hasta el momento pensamos que Wenders hace un falso documental, y que la intervención de su compañero de trabajo, un joven caricaturesco no solo está dañando la película, si no que es simplemente  una oda boba al trabajo esclavizante. Sin embargo, un giro inesperado hace que la película cobre un valor completamente distinto, y es la inserción de los sueños, suerte de tejidos interconectados con imágenes del mundo vegetal y el mundo humano, información que detonará la vitalidad de sus deseos.

Hay algo que me hace recordar  la teoría de la “receptividad activa”, de Michel Marder, un biólogo vasco, que describe a las plantas con su deslumbrante inteligencia, y su capacidad para apoyar o ayudar a las otras, pues nada más y nada menos, Hirayama representa a alguien que no quiere ser alguien y que por lo tanto abandona en parte la corriente o costumbres, de un occidente seductor, para convertirse en una escucha, en un rizoma y por lo tanto en una posibilidad.

Su joven compañero de trabajo tiene problemas y le presta dinero, su sobrina huye de su casa para quedarse con él unos días y él la contiene, pues ella no soporta a su madre arribista.

Hirayama se ha transformado en una planta, en un ser vegetal, un ser de otra naturaleza, pues vive en un espacio analógico, espacio de aparentes automatismos, pero que ira esculpiendo con los días.  Cada cierto tiempo revela sus pelis y pone constantemente sus casetes en su antiguo equipo, como si estos fueran parte de su alimento para mantenerse vivo.

Gilles Deleuze plantea en la lectura de Leibniz, la idea de los pliegues en donde hay mundos paralelos que se interconectan y otros que no, puesto son de distinta naturaleza, por tanto este mundo tiene la capacidad para recibir eso nuevo y fresco constantemente.  Y es que dentro de cualquier entropía y de cualquier monotonía, se abre un mundo que es arrastrado hacia la creación de su propio orden, de manera orgánica. No hablamos solo de fuerzas humanas sino de fuerzas cósmicas.

La construcción de la película aparentemente lineal salta de espacios similares, locaciones iguales con distintas perspectivas, configurándose como espacios nuevos, la rutina se desvanece pues la mirada siempre es desde un lugar distinto.

Para Hirayama no son hojas, es una danza de los árboles que son la metáfora de su propio micro-tejido cotidiano, no es un mendigo, es danza butoh, danza de la transgresión y de la muerte, nacida tras la bomba de Hiroshima. No es la lectura, es un alimento vital  para su inconsciente.

La película deambula por el espacio onírico,  por las sombras, espacio más vital que la realidad misma. Podríamos decir que no hay sentido, ante esta monotonía, que Hirayama se debería liberar, pensar en un revolución, pero el gran sentido de Hirayama es la forma cotidiana y la belleza de esa forma, no hay más sentido, “embellecer minuto a minuto la existencia”. No es romantización pues el fin es abierto, no se sabemos si llega a su trabajo o llegará quizás a otro lugar. Lo que es cierto es que el primer día es casi igual que el último, pero distinto,  no hay conflicto, hay un canto, una iluminación entre las sombras.

Hirayama transita por el tronco central cual árbol de la autopista, hacia el astro mayor, es casi engullido por este, después de la crisis más aguda de su secuencia y después de experimentar un juego con un hombre que conoció en un bar, en donde las sombras nuevamente son las protagonistas.

Días perfectos es como decir días nuevos; dejar que entre lo fresco, en cada detalle, en cada sombra, darle paso al silencio para que lo inesperado se exprese,  y dejar de luchar la batalla de los siglos, la de querer ser alguien, esa que tanto le interesa a Hollywood.

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