Opinión

«Ha muerto un héroe, el almirante Luis Giampietri Rojas», por Umberto Jara

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Por Umberto Jara

A los 82 años dio su saludo final con su estampa de marino de combate y entró a ocupar su sitial en la Historia peruana. Acaso alguno se pregunte ¿por qué el almirante Giampietri es un héroe? Cierto, ya no existen héroes y puede sorprender que había uno en una casa en La Punta.

Giampietri pertenece a una generación de valientes marinos, hombres sin cobardía y de voz en alto. Tuvo que luchar contra abominables enemigos: en batalla supo derrotar a los terroristas de Sendero Luminoso y el MRTA; y en los tribunales tuvo que lidiar largos años contra las ONGs defensoras de terroristas.

Fueron varias las batallas que libró contra la violencia terrorista. Elijamos una en la que tuvo un rol épico para salvar la vida de 72 seres humanos. Durante 126 días, entre el 17 de diciembre de 1996 y el 22 de abril de 1997, estuvo secuestrado en la residencia del embajador de Japón por un pelotón del MRTA. En las largas semanas que condujeron a la exitosa liberación de los rehenes, Giampietri dio información clave sobre lo que ocurría al interior.

Desde el Servicio de Inteligencia lograron ingresar a la mansión un crucifijo de madera con la esperanza de que alguno de los rehenes se iluminara recordando que, en una situación de crisis, se ponen en marcha operativos de inteligencia. El almirante Luis Giampietri tuvo esos reflejos desde el inicio. Sus compañeros de cautiverio lo miraban con compasión porque pensaban que había perdido la cordura ya que el hombre dialogaba con los bidones de agua, con las sillas, con los adornos.

Así se acercó al crucifijo y dijo: «Habla mar al cielo; Señor si me escuchas dame una señal». Los agentes instalados en la casa vecina con los equipos de recepción, saltaron de alegría. No sabían de quién se trataba pero era alguien que sabía lo que hacía. Grabaron varias copias del mensaje y visitaron a familiares y amigos de los secuestrados para encontrar a alguien capaz de identificar la voz. Un marino la reconoció sin dudas: «Es Giampietri».

Giampietri, experto en inteligencia, envió otro mensaje a través del crucifijo. Dijo que si el cielo lo escuchaba, él tenía un beeper que le había dejado un congresista antes de salir en libertad. Fue fundamental. El Servicio de Inteligencia obtuvo el número del beeper y le enviaron un mensaje: en el marco de madera con la imagen del Señor de los Milagros había un micrófono potente con amplia autonomía.

Desde ese momento, Giampietri empezó a reportarse a las diez de la mañana, a las tres de la tarde y a las siete de la noche. Sus compañeros de cautiverio llegaron al convencimiento absoluto de que el encierro lo había conducido al desvarío porque lo veían persignarse tres veces ante la imagen del Señor de los Milagros y en lugar de una oración esperanzada, el marino iniciaba una conversación con la imagen contándole al Señor, en un lenguaje de metáforas extrañas, detalles de la vida en el encierro. Quienes lo veían estaban seguros de que el hombre se había hundido en un abismo mental. Nadie supo por qué actuaba así. Giampietri cumplió estrictamente el requisito del secreto.

Gracias a él, a su capacidad, a su temple, se pudo coordinar el momento exacto de la incursión de los valerosos Comandos Chavín de Huantar para el exitoso rescate. Fue Giampietri el hombre que a las tres de la tarde el 17 de abril de 1997, informó, a través de su beeper, que los terroristas estaban distraídos jugando su partido de fulbito en el primer piso:

Quince cero horas. Se ha iniciado el partido.

Quince cero cinco. Están los chanchos en el corral; el chancho mayor, los tres chanchitos y cuatro lechones.

Quince y diez. Arriba uno solo en el pasadizo. Abajo trece. Indicar si ya puedo empezar los preparativos para la gente. Estoy listo para abrir la puerta.

Quince catorce. Preparo la puerta. Suerte.

Años después, cuando preparaba mi libro “Secretos del túnel”, ese hombre que supo tener tanta valentía y serenidad, me contó un humano temor en su encierro: «Aprendí que las ratas tienen las patas frías, las sentía al pasar por mis pies y por mi frente. Aparte de la repugnancia, me preocupaba adquirir alguna enfermedad».

Hace dos años, en noviembre de 2021, fui, con mi amiga Úrsula, a visitarlo a su casa en La Punta. Estaba en silla de ruedas pero conservaba el aplomo del marino que supo nadar a mar abierto y en ríos bravos de la sierra y la selva. Durante la charla me quedé observándolo mientras pensaba que ese hombre mayor que tenía enfrente formaba parte de esa valerosa legión de militares y policías que habían salvado al país enfrentándose a la miserable violencia terrorista que buscó apropiarse de nuestros destinos con la inútil monserga del comunismo.

Aquel noviembre, Giampietri tenía 80 años pero no estaba en el retiro. Nos contó que lo habían obligado a seguir dando batalla en una guerra mísera que él no había elegido. Con ironía llamaba al sótano de su casa “El Infierno” porque en ese amplio espacio había colocado los numerosos, gruesos expedientes judiciales que contenían el larguísimo acoso de los canallas de las ONGs dedicados a buscar ganancias para ellos y para los subversivos que defienden. Cuando esos abogadillos mueran nadie sabrá quiénes fueron. Por eso también el almirante Giampietri es un héroe. No se rindió, jamás claudicó ni en batalla con las armas y tampoco ante la persecución con juicios. Supo en carne propia que, este absurdo país, no otorga gratitud a sus héroes.

Ahí está, ahora y para siempre, el almirante Luis Giampietri, en las alturas del sitial heroico que supo ganarse. Le debemos honor y gloria.

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