Lo que hace el realizador Mario Castro en varias de sus películas es divagar por la calle, abriendo universos paralelos a la pregunta: ¿Qué es la realidad? Hoy nos muestra este trabajo, en donde su deambular está en dos polos que parten desde casi la misma premisa. No hay nada más real que lo efímero…
Relatos cotidianos de una cámara mostrando el tiempo muerto. ¿No es este el placer de escuchar a personas cercanas o desconocidas hablando temas sin que nos vean? Evidenciando en el relato el uso del artefacto con el que vemos, la cámara y sus posibilidades ante la adversidad del escaso presupuesto.
Y luego un cuerpo feminizado se apoya constantemente, fruto de la incomodidad de la cámara al ser observada dejándose observar. Como si la morbosidad del voyerista se consumara a la perfección. Se expone ante el realizador, construyendo desde ahí escenas mudas con ese cuerpo distendido, en relajación o contracción. No sabemos en qué circunstancia, qué vino, ni que va después. ¿Un ejercicio de ocio? ¿De gestos sin importancia? Algo nos inquieta, sentimos que el tiempo pasa y el cuerpo sigue ahí expectante. Ahí el cine capacitista, humanista-social y del bien, dice que eso hay que sacarlo, que solo se debe exponer lo bueno y lo malo —épico al fin—.
¿Y por qué no debemos dejar el error? ¿Por qué no se pueden mostrar nuestras pulsiones? ¿mostrar nuestra nimiedad? E incluso: ¿mostrar nuestros deseos? ¿Quién ha dicho que las reglas del cine, el montaje, el corte, ahora son leyes en las nuevas constituciones?… No me extrañaría que esto fuera así en el laberíntico futuro de Occidente.
La cámara avanza e irrumpe con otro off, el relato de una muerte, mientras vemos figuras deslavadas de dibujitos infantiles en una pared. Un relato que no contiene emoción pero quizás por eso nos estremece más. Entendemos el significado del nombre, un dios escrito en sánscrito, una de las lenguas más antiguas del mundo, porque quizás hay cosas que los seres humanos nunca vamos a percibir, porque el cine revela por omisión aquello que deseamos esconder, y acaso ¿estos no son nuestros miedos? ¿las reglas del cine oficial, acaso no son el triunfo de la moralina cristiana y sus 10 mandamientos? Y ¿qué había antes de esto, barbarie? No, nunca ha existido tanta atrocidad como ahora. Una atrocidad pagada en cuotas y encubierta, que ya se normalizó en leyes para todo, como si esto constituyera la fuente de nuestra seguridad; el Estado es quien distribuye el bien y el mal, como también lo que se hace y no se hace en el cine.
Hasta que se nos regala un plano del inmenso mar. Aquel que se traga todo como un agujero negro, una especie de trance anterior al mito. Donde todas las cosas pueden ser develadas. Para terminar con el encuentro fortuito y efímero con una chica mirando cuadros, y un relato casual, superficial casi. Pero realmente no vemos eso. Vemos en esta superficie, a la muerte diciendo que todo termina antes que lo imaginemos, la particularidad de la belleza es su expiración rotunda en el tiempo. Y su contrario es el error azaroso desproporcionado. ¡Platón tiene la culpa de todo! Por ese camino nos espera la agonía en la peste, como Gustav en Muerte en Venecia, imaginando a Tadzio. El cual, por supuesto, jamás volverá.
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