Puedes sentir, a
veces, en tu vida, o en el teatro, la potencia revolucionaria o emancipadora de
los cuerpos. El cuerpo de alguien capaz de amar, por ejemplo. Pero no hablaré
de eso. ¿O sí? ¿O hablaré de cuerpos, perfectos, descubriendo su imperfección,
y de cuerpos imperfectos descubriendo lo contrario, o sea, del encuentro y
no-encuentro que se dio entre esos dos tipos opuestos de cuerpos?
Pero no puedo
dejar de hablar del cuerpo de la institución del teatro donde me concentré en
lo que hicieron veinte cuerpos. A unos metros desde el hall podías ver el flujo
de cuerpos esclavizados que no fueron esa noche al teatro. Interesante observar
cómo esos cuerpos eran invisibles para los cuerpos de los espectadores, en sus
sillones, en el hall minutos antes de la representación.
¿Por qué cuerpos
venían los cuerpos a mi alrededor? Si venían por cuerpos imperfectos pues los
tenían muy cerca y por todas partes. Estaba claro que estabas ante, o entre, dos
teatros, a saber, el teatro nacional, la estación del tren. Se te hacía imposible
no ver al menos dos cuerpos sociales. Antes que un teatro ‘nacional’ este era
el teatro de una clase social con el
dinero de todos.
Malestar, sensación
de rabia, este teatro estaba construido contra la gente que estaba en el otro
teatro. Sentía la barrera todavía más cuando unas personas, desde la estación,
miraban hacia el teatro. Ambas edificaciones poseen una altura similar. Imaginé
un puente que las uniera. ¿No sería fantástico? ¿Se destruirían mutuamente?
¿Qué transformación impredecible se produciría si…?
Arquitectura,
sirvienta del poder, no dejas dudas sobre tu trabajo. Cuenta: cuántos elefantes
y jirafas entran bajo este techo. El desprecio por el otro hablaba una lengua
de músculos de metal y piel de vidrio. Qué hago aquí. Cuál es mi papel. El de traidor
de mi clase por supuesto. Y no te creas que no me pregunto: ¿también yo ‘hago
teatro y danza’ al decir todo lo que he dicho hasta aquí?
¿Qué enseñan estos
cuerpos, tullidos, ‘normales’, descuidados, no muy armónicos, distraídos de sí
mismos, fuera de ritmo, a las poético-militares encarnaciones casi sobrehumanas
del ideal de la danza? ¿Cuerpos humanos, demasiado humanos, qué autoridad ejercen
sobre los divinos? ¿Por qué estos cuerpos torpes y poco entrenados poseen más
verdad? ¿Por qué el arte los necesita?
¿No serán esos
cuerpos perfectos, ya gastados en la percepción, nada más que otra clase de
esclavos, solo que más refinados, que servían en el fondo al mismo patrón que
los cuerpos comunes y corrientes de la gente de la calle, de la gente en la
estación del tren? En el caso de la obra de Jérôme Bel ¿se trataba de
igualarlos democráticamente o de estudiar (o explotar) sus diferencias?
Como notas
musicales moviéndose. ¡Cuántos ritmos! Colección que amplía su rango si no solo
los más ágiles y bellos merecían el honor del escenario. Celebración de todo lo
humano, que no te debe ser ajeno. ¿No faltó el cuerpo del ‘gran’ empresario titiritero,
del policía, del soldado, del político o el juez corruptos, del junkie, del
mendigo, del obrero, del crítico de arte. ¡Cuántos cuerpos faltaron!
Abiertos los
canales de energía esos cuerpos han recuperado su plenitud, su dignidad, son
cuerpos plenamente humanos, realizados, amados, por ser como son, ¿o son solo
cuerpos explotados, no valorados tanto por la expresión libre de su
individualidad única como en su capacidad de ser representativos para la
supuesta no-danza, para (el negocio de) la (supuesta) anti-representación?
Puedes sentir, a veces, en tu vida, o en el teatro, la potencia revolucionaria o emancipadora de los cuerpos. Pero más a menudo sentirás, en tu vida y en el teatro, que la cuestión es cómo salir de la tragicomedia de los cuerpos explotados. En esto están igualados, ‘democráticamente’: perfectos o imperfectos, bellos o no, circenses, olímpicos o de laboratorio nazi, la ilusión de su libertad vende.