Escribe Gabriel Rimachi Sialer
El jueves llamaron a mi mujer para informarle que la situación de Alfredo era más que delicada. Que necesitaban internarlo con urgencia en cualquier hospital que tuviera al menos una cama UCI disponible, el coronavirus le había afectado el corazón y no había vuelta atrás. El día se convirtió entonces en seguimientos de llamadas a la asistenta social de su trabajo, a preguntar entre los amigos, a buscar contactos, revisar la agenda del teléfono, hacer memoria entre los nombres de amigos médicos de acuerdo a sus especialidades, trabajar en casa en nuestras propias cosas, escuchar al presidente al mediodía decir que estábamos mejor que antes. Todo eso sin salir de casa. Alfredo murió la madrugada del viernes sin haber conseguido cama. Tenía 51 años cumplidos,una esposa, dos hijos adolescentes y mucha gente que lo quería en su trabajo y en su barrio. Como miles de peruanos que también han muerto en todo el Perú. Como miles de familias rotas ya para siempre dentro de la estadística del MINSA. El sábado por la mañana un familiar de Alfredo consiguió el contacto de una iglesia en Lince que realiza misas de difuntos online, avisó a los amigos y con mi mujer escuchamos misa (y el nombre de al menos 10 personas más que habían muerto de lo mismo y contratado el mismo servicio religioso). A los pocos minutos transmitieron por el celular el traslado del ataúd al cementerio. Se escuchaba el llanto de los familiares, las voces de los amigos que se habían apostado en la vereda central y separados uno del otro por dos metros de distancia. Toda una escena completamente nueva para mí. Sin embargo la tristeza ya la conocía. Mi esposa empezó a llorar y apagué el teléfono.
El 12 de abril me llamó mi madre. Mi primo Richard se había sentido mal a fines de marzo y había ido al hospital para que lo revisen. Era ingeniero electrónico. Ese mismo día lo internaron. Estuvo casi dos semanas entubado y sedado hasta que no pudo más. Cuando yo era niño, Richard y su entonces enamorada me llevaban al cine cuando visitábamos la casa de mi tía, comíamos obleas con manjar en Camino Real. Él se había asimilado al ejército y alguna vez nos visitó en la mina a mediados de los 80. Era una muy buena persona, de verdad. Su muerte, la primera por covid en mi familia, nos golpeó mucho. Nos aterrizó a la tristeza. Nos acercó a la realidad que mirábamos solo por televisión. A Richard lo cremaron, su familia lo vio entrar al hospital pero jamás salir. Recibió sus cenizas en un cofre. Esto es algo que, como imagen, como emoción, no termino de aceptar o asimilar. Es una idea que me carcome la cabeza todos los días, y estoy seguro que como yo hay miles más intentando procesar lo mismo. Mi mamá tenía la voz quebrada al otro lado del teléfono. Pensábamos en mi tía, en que ya es mayor y cómo estaría. En la imposibilidad de poder ir y darle un abrazo que al menos la consolara brevemente en su dolor. Yo lo recuerdo ahora con mucho cariño. Hubiera sido menos triste al menos ir a su velorio y despedirnos con un rezo. Pero solo pudimos llamar por teléfono.
«Hubiera sido menos triste al menos ir a su velorio y despedirnos con un rezo. Pero solo pudimos llamar por teléfono».
Hace tres semanas asaltaron a mi primo Isaac y le robaron sus documentos y su teléfono. Lo encontró la policía, muy golpeado, en una calle de ATE. Su gordura le jugó en contra para poder defenderse. Lo llevaron al hospital de ATE para curarlo, y ahí se contagió de covid. Lo sedaron y lo entubaron. Su familia no sabía nada de él, al estar sin documentos su condición de enfermo desconocido empeoró la situación. Lo buscaron por días en comisarías y hospitales hasta que un amigo taxista lo reconoció en una de las camillas del hospital y avisó a la familia. Mi primo Dante fue a encargarse de todo pero no se podía ingresar para poder verlo, no se podía saber más que lo que a partir de ese día le informarían a mi primo una vez al día y por teléfono. Su mamá, mi tía Aída, se enteró del estado de su hijo el jueves pasado por la tarde. En la noche de ese día, impactada por la noticia del covid, murió de un infarto. La noticia nos devastó. Sin poder salir de casa, pegados al teléfono para estar al tanto de lo que ocurría, llamando a mi mamá para ver que estuviera «bien», revisando en el whatsapp la cadena de oración para intentar, con fe, que al menos Isaac superara el trance en el que se encontraba por el azar y el descuido de la gordura, y que mi primo Dante, el mayor, tuviera la fortaleza para enfrentar semejante situación. Isaac murió el sábado por la tarde. Tenía 32 años.
Isaac, Aída, Richard, Alfredo. Hasta hace unas semanas los muertos eran solo números. Incluso ahora, tímidamente, algunos amigos empiezan a reconocer que tienen familiares contagiados o muertos ya. Como si contagiarse del virus fuera una peste. Como si esa peste los apestara a todos por defecto. El mapa de Lima se empieza a llenar de círculos rojos cada vez más grandes. «No pongas el nombre de tu muerto», qué van a pensar, escuché hace unos días. Y por eso mismo escribo esto ahora y pongo sus nombres, porque me duelen los recuerdos, porque los extraño sin haberlos visitado tanto en vida, porque me subleva la muerte absurda, porque no acepto la situación que estamos pasando, porque necesitamos ponerle nombre a las cosas para poder entenderlas. Porque sé que esto es apenas el inicio de algo que tiene todavía para rato. Porque desde hace algunas semanas estamos viendo en el time line del facebook despedidas cada vez más numerosas. Porque salir a comprar el pan es jugarte una ruleta rusa que espera el menor descuido en tu nueva rutina para pegarte la muerte por la boca, la nariz o los ojos. Porque nuestro rompecabezas filial empieza a perder piezas importantes en nuestra historia personal, familiar. Porque nuestro corazón está también hecho de piezas que empiezan a faltar. Y esos vacíos no se volverán a ocupar, nunca más.
Y así, como nosotros, hay miles de familias en todo el Perú pasando por lo mismo.