Opinión

Gabo y Mercedes

Lee la columna de Julio Barco

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Muchos años después, frente al pelotón de curiosos, García Márquez habría de recordar la tarde donde conoció a Mercedes Barcha. El famoso novelista aún no era entonces un joven periodista, lector de Faulkner y Joyce y famoso por su egocentrismo, sino un adolescente cuando vislumbró a su musa coronada: ella de nueve años, él de trece. La joven Mercedes era hija de boticario de Sucre, que terminó viviendo en Barranquilla, a la orilla del hotel del Prado. Pasaron los años como las flores amarillas y pronto el novelista se hizo amigo del padre y observaba a la muchacha desde la cantina de enfrente. Le pidió matrimonio, pero fue rechazado. Según su padre, aún no había nacido un príncipe para ella.

Tras un tiempo de indiferentes reclamos amorosos, con «un talento de ilusionista para escabullirse de las ansias del novelista», según escribió el autor de Cien años de soledad Mercedes aceptó una noche de baile. García Márquez llegó con su hermana Aída Rosa, pero la muchacha se presentó sola. Más que una técnica joyceana para esquivar la futilidad de la diégesis literaria, verla sola le causó una suerte de deus ex machina: ahí estaba la diosa coronada.

Esa noche bailaron, disfrutaron de la parranda y, misma cenicienta, la joven se marchó llegada la media noche. Y así fue, mientras recibía el premio más importante de su carrera, en traje blanco y tropical, el novelista poeta quizás recordó el destino amargo de los amores contrarios: su relación, en ese entonces, no logró consumarse.

García Márquez viajó a Europa como corresponsal de El Heraldo y se dedicó, después de un tiempo, a la crudeza de la vida del migrante, la falta de dinero y la tenacidad de escribir, aunque te mueras de hambre. En uno de sus viajes a Europa, yendo al aeropuerto en un taxi en Barranquilla, volvió a ver a Mercedes. Ella estaba sentada en un portal, con un vestido verde y el cabello corto.

El novelista pudo detener la necesidad de bajar a buscarla un jueves de julio, pero no la de mandarle una carta desde el asiento del avión, donde le decía:

«Si no recibo contestación a esta carta antes de un mes, me quedaré a vivir para siempre en Europa». Y Mercedes respondió, por supuesto.

(Columna publicada en Diario UNO)

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