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Nuestra historia cultural, social y política no es la más ejemplar de todas, como se ejemplifica dolorosamente desde la Conquista española, y recorre, inmutable, la Colonia y República. Pero a partir de los 90, el ejercicio del poder casi absoluto de un ingeniero agrónomo, Alberto Fujimori, en correspondencia con su asesor, el capitán del Ejército Peruano (EP), Vladimiro Montesinos, que años antes había sido declarado “traidor a la patria” por las propias Fuerzas Armadas y que luego se convertiría en el más encumbrado corruptor del régimen, con el aval y complicidad del propio ingeniero, se convirtió en una desgracia enfermiza y terminal que prosigue inalterable con los años.
Ellos gobernaron el país cerca de una década como un enorme burdel, Dicha situación corroyó todo el tejido social. Su presencia no sólo se hizo evidente en la cúspide del poder, sino también en los diversos sectores políticos, empresariales, dueños de los medios de comunicación, el poder judicial, el legislativo, periodistas de todo mando y laya, intelectuales, sectores laborales, etc. A esto se añadió la conformación de grupos paramilitares, en el marco de una confrontación armada (que venía desde el 80) con el Partido Comunista Peruano, “Sendero Luminoso” y el Movimiento Revolucionario “Túpac Amaru”, MRTA, siendo el más connotado y ligado al EP, el denominado “Grupo Colina”, que funcionaba como un ejército de macros actuando en la clandestinidad, matando a mansalva a sus opositores, sean ancianos, mujeres o niños, y a todo aquel que defendiese la justicia social y los derechos humanos de la población. Súmese a ello el terrorismo oficial de estado, el crimen organizado, desapariciones, matanzas, encarcelamientos, persecuciones, presiones psicológicas, en fin, todo tipo de decisión para imponer un poder brutal que odiaba la dignidad y la cultura rebajándolas al nivel de la inmoralidad, con la ayuda del terror.
Este clima que vivía el país era desastroso. Encubrió mafias, corrupciones, saqueó sentimientos humanos, propició –vía el pragmatismo–, el cinismo, el egoísmo, el personalismo, la crueldad y la cobardía. Nos hundió, en buena cuenta, en la más calamitosa miseria moral al ser tratados como sub-humanos, o como diría Lezama Lima, “a la dolorosa reducción del yo a la nada”. Todo lo cual me causó una profunda depresión y un gran escepticismo frente a todo lo que podía significar confianza en el ser humano, esperanza o cambio social.
Añádase a tal desesperanza la división desenfrenada de la izquierda, mientras el poder de la derecha se envalentonaba y hacía (o deshacía) lo que quería. Comenzaron las traiciones de mucha gente progresista y socialista (visible y de la otra) que se pasó al fujimorismo y a la delación. El caso más notorio –para mí– fue el del historiador Pablo Macera, y de algunos intelectuales que hasta el día de hoy lo defienden. No está excluido de todo esto, por supuesto, lo que significó y significa entrar en los años de la senectud, tan humillantes y abandonados en nuestra patria, pues el horizonte, o sea la esperanza, prácticamente desaparece o queda convertida en un episodio fantasmal y doloroso. Aparte de las desesperanzas personales que atraviesan como un río desconocido la existencia de todo ser humano.
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La realidad existencial de nuestra patria, como dijimos, especialmente a partir de los 80, es una realidad sinuosa, abismal y denigrante. Por lo que significa hacerse una pregunta previa: ¿se puede amar al Perú a pesar de sus oscuridades y locuras? Para lo cual debe responderse, primeramente, ¿qué es el Perú? Y uno no tarda en responderme: el Perú es un país bastardo, ilegítimo, entregado –desde la Colonia– a las grandes potencias y poderes externos e internos que lo han desarticulado, criminalizado, narcotizado y dominado, donde sus clases sociales antagónicas no solo se contraponen y detestan sino se odian y destruyen (en todo orden de cosas, incluso en el olvido). Donde no hay economía propia, ni sociedad, ni cultura, sino segmentos caóticos de todo ello. Donde el racismo, machismo, homofobia, los desencuentros milenarios, las rencillas de toda clase campean en sus umbrales, entrañas y linderos. Donde el desorden moral y la crueldad de sus instituciones es un absurdo banal, grosero y espeluznante. Donde su avaricia y mezquindad envejecen la existencia de los seres humanos. En síntesis, un país y sociedad donde el maltrato, el envilecimiento, la corrupción (palpable y espiritual) están a la orden del día, donde la esperanza y la conciencia parecen haberse esfumado y desaparecido para siempre.
¿Y quiénes pagan, desde siempre, esta bastardía, esta incruenta y perversa situación? Los inocentes, los que no tienen culpa, los que no tienen nada, los pobres, los explotados, humillados y marginales. ¿Se puede amar a un país así? Lamentablemente, sí. Lo comprobamos a diario. Y estas líneas, a pesar de todo, lo confirman.