Cultura

Fragmento del capítulo sobre la muerte de Abimael Guzmán

Un adelanto del nuevo capítulo del libro «Abimael, el sendero del terror», del periodista y escritor Umberto Jara. Segunda edición aumentada que ya se encuentra a la venta en todas las librerías.

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Capítulo: «Un habitante de las tinieblas«

Lo hallaron tendido sobre la cama clínica que le habían instalado en el Centro de Reclusión de Máxima Seguridad de la Base Naval del Callao. Tenía puesta una chaqueta beige, un pantalón plomo, medias azules, un pañal descartable y un «anillo dorado en el cuarto dedo de la mano derecha». El registro oficial anotó «muerte ocurrida a las 6 y 40 de la mañana del 11 de septiembre de 2021». A media tarde, el fiscal Julio García Romero y la médica legista Daniela Ramos Serrano cumplieron con el protocolo de levantamiento del cadáver. Al despuntar la madrugada del 12 de septiembre, día que conmemora su captura definitiva, la autopsia n.º 326-21 practicada en la morgue central del Callao alcanzó un diagnóstico explícito: «Se concluye que la muerte de Manuel Rubén Abimael Guzmán Reinoso (86 años) obedece a una neumonía bilateral causada por un agente patológico».

Semanas antes, el 14 de julio, el médico geriatra Severino Crispín Espinoza había recomendado exámenes auxiliares y atención especializada por el decaimiento en su salud y el jefe del centro de reclusión, el capitán de navío Ricardo Devoto Gagliardi, solicitó su traslado al hospital de la Base Naval. Su historia clínica mostró sus dolencias usuales: poliartrosis, gastritis, insuficiencia cardíaca y psoriasis —el mal que lo acompañó a lo largo de su vida— y también las causas de su deterioro reciente: hiporexia —el nombre clínico para la pérdida del apetito—, infección en el tracto urinario, cefalea sin pausas y una lumbalgia con un dolor marcado en la base de la espalda atribuible a que «el paciente refiere haber sufrido caída de nalgas hace una semana». No fue nadie a visitarlo. El 5 de agosto le dieron el alta con aviso de que su condición física seguiría decayendo sobre todo por su desgano y ausencia de apetito. Sus guardianes le acondicionaron una cama clínica en la prisión que habitó, para tranquilidad del Perú, en los últimos veintinueve años.

Cuando la noticia de su muerte se difundió, de pronto, como un acto natural del alma colectiva, se encendieron masivos y dolorosos recuerdos de los años de crímenes, destrucción y desolación que este hombre causó con su trastorno de revolucionario demencial a la cabeza de su sanguinaria organización Sendero Luminoso. Uno de los recuerdos más sorprendentes fue el de tratar de entender cómo este hombre pudo estar sumergido en las tinieblas de la clandestinidad durante largos trece años, entre 1979 y 1992, sin que nadie pudiese dar con su paradero. Sus huellas anteriores tampoco fueron muy visibles porque su carácter taciturno y el germen subversivo de sus actividades lo conducían por el silencio. Aún así, antes de desaparecer, fue capturado varias veces y siempre puesto en libertad porque, en ese entonces, nadie alcanzó a entender ni prevenir el fatal riesgo de sus labores. El 21 de junio de 1969 y el 24 de julio del año siguiente, fue procesado por «los delitos de Ataque a las Fuerzas Armadas, Ultraje a la Nación y sus Símbolos Patrios, Contra el Orden Constitucional y la seguridad del Estado (fabricación de armas y explosivos), devastación y daños a la propiedad pública y privada», pero amparado por el condescendiente pretexto de ser un «luchador social», apenas purgó unos meses de reclusión. Tras detenciones menores por revueltas en la ciudad de Ayacucho, el 7 de febrero de 1979, la Dirección de Seguridad del Estado lo puso a disposición del Poder Judicial por los delitos contra la tranquilidad pública, rebelión y contra el patrimonio, pero el permisivo talante de los jueces le concedió una libertad condicional que le sirvió para sumirse en absoluto secreto y quince meses después dar inicio a la guerra despiadada y a traición del terrorismo. El último y débil rastro que se tuvo de él fue el hallazgo de su documento de identidad entre los escombros del puesto policial de la localidad de Vilcashuamán, Ayacucho, abatido el 22 de agosto de 1982, por un pelotón senderista que dejó siete policías asesinados.

Fue la clandestinidad el recurso esencial que Abimael Guzmán supo usar con eficacia y, con el paso del tiempo, lo aprovecharía para implementar una artimaña de propaganda con la cual pudo inventarse un aura de presencia inasible como si tuviera un don de ubicuidad capaz de permitirle estar presente, a un mismo tiempo, en todo lugar.

Para sus traslados en la ciudad e, incluso, para algunos viajes al interior del país, utilizó el ardid de los disfraces y la identidad suplantada. El día en que finalmente fue capturado tras una búsqueda que tomó doce años de espanto, la policía descubrió que utilizaba pelucas, anteojos variados, una pipa y un documento de identidad —libreta electoral en ese entonces— con el nombre de Fernando Cervantes Aguilar. Los datos específicos eran L. E. n.º 00805150 y domicilio en la calle Alcanfores n.º 193, Miraflores. Ambos eran datos falsos desde el origen porque cuando sus captores cumplieron con verificar resultó que la numeración 193 no existía en la miraflorina calle Alcanfores, y el número del documento de identidad correspondía al distrito electoral de Moyobamba cuya oficina informó que era parte de un lote de cincuenta libretas electorales devueltas a la oficina central en Lima por presentar defectos.

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