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Abimael Guzmán ha muerto. Todas las noticias repiten ese nombre para mí proscrito, me duele pronunciarlo; es primicia y tendencia en cualquier medio a nivel nacional. “Murió el genocida”. “Falleció el sanguinario líder senderista a los 86 años de edad”. No sé cuántas veces habré maldecido su nombre buscando una explicación y solo me he topado con un largo silencio.

Empiezo a leer todas las portadas y aún no salgo de mi incredulidad, cuando a los segundos recibo un mensaje de mi hermano José: “¿Ya te enteraste?”; “sí”, le contesto escuetamente. Arrojo el celular en el sillón y camino por mi casa, de adelante para atrás, sin sentido, en círculos, como una mosca sin rumbo fijo.

“Por fin te moriste, hijo de puta”, alcanzo a pronunciar. ¡Por fin te moriste! Repito una y otra vez, hasta donde llegue mi voz de cuarenta años, y siento que mis ojos se empiezan a enrojecer para dejar caer una solitaria y lánguida lágrima; esa que durante más de treinta años permaneció escondida en mi interior, esa que no se atrevió a caer, tal vez por cansancio, o porque todas las demás ya habían dejado un surco invisible en mi rostro. Las lágrimas, como el agua misma, con el tiempo pueden dejar marcas sobre los corazones más duros e inexpugnables. A la vista de los demás somos como cualquiera, pero pocos o ninguno saben el pasado de uno y lo tan frágiles e indefensos que fuimos.

A mi madre la mataron los terrucos. Se la llevaron como a muchos de mi pueblo y nunca más regresaron. Yo era muy niño aún, pero recuerdo perfectamente cómo sucedió. La cogieron del cabello y la sacaron de mi casa mientras no paraban de insultarla. Mi hermano José, quien es tres años mayor que yo, me sujetó lo más que pudo mientras yo no paraba de patalear y llorar. ¡Mamá! ¡Mamá!, gritaba y José solo atinaba a abrazarme. Un mechero ennegrecido había quedado encendido encima de la mesa de comer y la puerta no sabía si quedarse abierta o cerrada. Mamá ya no estaba y mi hermano y yo nos quedamos llorando arrodillados en mitad de la sala.

“No salgas, Marcelito, ya volverá”, me consolaba mi hermano, pero ambos sabíamos que esa podía ser la última vez que la veamos con vida; solo me decía eso para que los terrucos no me maten a mí también.

A mi papá también lo habían matado, pero a él lo pudimos encontrar en una fosa común.

Era maestro de escuela mi viejo, y los senderistas lo acusaron de ser un soplón. Nunca lo fue. A él al menos lo íbamos a visitar a su nicho, y mi mamá le cantaba canciones de amor y tristeza.

“Corazón, corazoncito

¿cuándo volverás?

Tal vez hoy, tal vez mañana

Te juro, mi amor

Aquí me encontrarás”

Siempre terminaba bebiendo licor más de la cuenta y mi hermano tenía que quitarle la botella a la fuerza, jaloneándola para que regrese a casa con nosotros, ya caída la noche.

Mi mamá me puso Marcelo porque ella se llamaba Marcelina. Mi hermano una vez me contó que ella pensaba, cuando estaba embarazada de mí, que iba a tener una niña y tenía pensado ponerle Marcela, pero nací yo.

De ella solo me quedan recuerdos; recuerdos bonitos y malos, como la vez que se la llevaron los terrucos en medio de la noche, pero mi mente de manera casi irracional ha ido tapando esa parte de mi memoria, sin embargo, con la noticia de hoy es como si algo dentro de mí se hubiera desenterrado.

Pasan las horas y ahora todos se preguntan qué hacer con el cadáver del terrorista. ¿Enterrarlo?, ¿quemarlo?, ¿arrojar al mar sus cenizas? Bien hubiera querido yo tener al menos ese momento para poder despedirme de mi madre, besar por última vez su rostro y decirle cuánto la amo, y la seguiré amando. Pero esos malditos la desaparecieron y no sé dónde dejaron su cuerpo.

Nunca me pude despedir. Nunca pude sujetar su mano ni honrar sus restos. Solo tengo una fotografía de ella, recuerdos de mi infancia, cuando mi mundo era un horizonte entre dos montañas, cuatro gallinas, un perro, las estrellas allá arriba, y el aliento tibio de mi madre, invitándome a dormir.

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