Un niño ha muerto huyendo de la guerra. Un niño que no podrá jugar ni soñar con un mundo al final del arco iris. Un niño que ni siquiera pudo morir bajo un techo o en una cama. Un niño al que las naciones civilizadas le aventaron bombas de racimo para que arrullen su llanto y calmen su hambre y su sed.
Un niño que ni siquiera aprendió las vocales o a decir oraciones completas, un Padre Nuestro, un shaharit o un salat. Un niño que en vez de tener un sonajero o una pelota, le dimos balas, tanques, aviones de combate y granadas de guerra. Un niño que en vez de leche materna tuvo que ahogarse en calostro de sangre y dolor. Un niño que no pudo ir a la escuela ni convertirse en un “hombre de bien” o “para bien”.
Un niño que los poderosos de la OTAN, los G-8 o los G-4, dicen que no vale nada porque es de un país pobre o caído en desgracia. Un niño que nació sin presente, sin pasado y sin futuro. Un niño que es el símbolo de esta especie fallida que llamamos “humana” y que calificamos como “sapiens”. Un niño que pudo ser el hijo de nuestro vecino, nuestro pariente o nuestro hijo.
Un niño que nos hace recordar que no hay cielo ni paraíso y que ardemos en esta realidad de pesadilla que nos carcome el alma. Un niño que nunca supo que había un poco de amor para ayudarle a dar sus primeros pasos, hacer sus primeros garabatos y a tararear su primera canción. Un niño que no tuvo un parque ni árboles ni un lugar para hacerle creer que había tranquilidad y armonía para él y para los suyos.
Un niño cuya muerte no podremos explicar ante ninguna justicia, en ningún país del mundo, bajo ninguna religión y en ninguna lengua o dialecto de hombre, porque es un niño que es el mismo mundo, este viejo armatoste que se cae a pedazos, se desploma, se derrumba y nos sepulta, porque ese niño muerto huyendo de la guerra, ese niño que, seguro, apenas aprendió a decir “papá” o “mamá”, somos todos y ya es tarde para cualquier cosa, cualquier argumento, reflexión o comentario, solo llorar y abrazar con fuerza al pequeño cadáver: nuestro pequeño cadáver abandonado en una playa y al que ni siquiera le pudimos enseñar a morir en paz.