Imagina que te invitan a una fiesta para celebrar Halloween luego de mucho tiempo de sequía social. Esa mañana, sales deprisa al mercado a comprar la máscara, pero hay un mar de gente comprando vinchas con orejas de gato, colas de gato, bigotes de gato, guantes con uñas de gato, trajes de gato. Y tú odias a los gatos.
La señora rubia Loreal que está entre ese mar de gente tiene la misma idea que tú: comprar algo “diferente”, algo que, si bien no te hará el rey de la fiesta, al menos te hará “resaltar” entre el mar de gatos que seguramente habrá en la megareunión de esa noche. En el día de los muertos, todos quieren tener, al menos en disfraz, siete vidas para burlar la muerte. Encuentras lo ideal: una máscara del carnaval de Venecia, chispeada con escarcha sobre fondos lilas y blancos que se superponen como una acuarela. Debe ser costosa, un saldo de esos que se cuelan en los containers que vienen desde China para fiestas (todo viene desde China para cualquier fiesta que tenga el poder de un feriado peruano), y te lanzas a cogerla pero tu mano se encuentra con la de la señora rubia Loreal que, al saberse mayor que tú, deduce que por “cortesía”, retirarás tu mano. Pero no, está equivocada y no sabe que has visto cincuenta veces «Duro de matar». Es la única máscara en todo ese mercado repleto de máscaras de gatos, y tú odias a los gatos y no soltarás la máscara como no la estás soltando en ese momento y entonces la señora empieza a tirar de un lado y tú del otro, y el tipo que vende las chucherías (que lleva, adivinen, una vincha de gato con bigotes de gato y se ha pintado con betún negro la punta de la nariz) les grita que si lo rompen, lo pagan. Y aprovechando el grito del vendedor y la sorpresa de la señora Loreal, te haces con la máscara.
Pagas el precio, sonríes con los labios apretados y entonces ocurre: la rubia Loreal te mira y, extendiendo su dedo índice, te señala la mejilla. Aprisionas la máscara contra tu pecho y sales raudo del mercado, pensando en el fiestón y la rumba y subes a un taxi para llegar a casa, ducharte, coger la mochila y llegar al punto de encuentro donde todos partirán rumbo al sur, a esa casa de playa, en un bus parrandero que los macerará y los dejará listos para el disfrute del Halloween criollo. Pero llegas al punto de encuentro y no hay nadie. Miras tu reloj y por estar peleando la máscara perdiste una hora. Decides tomar una combi asesina; subes, te acomodas y recuerdas la cara de la rubia Loreal y sientes una molestia en la penúltima muela del lado derecho de tu boca. La combi repleta de gente arranca a mil por hora y un ligero temor te invade: ha empezado tu Halloween personal.
Dos horas después llegas al pueblo, buscas tu celular para llamar a los amigos y tu batería ha muerto el 30 de noviembre, ni una línea roja queda, nada de nada. Te duele cada vez más la muela y vas a comprar una botella de agua. Pagas en caja, recibes la botella y te vez en el espejo: eres el primo sudamericano de Quico. Tu cachete se ve más hinchado por el efecto de la barba, el dolor es ya ligeramente intolerable. Preguntas si tienen ahí un cargador que le haga a tu modelo de celular pero nadie tiene el bendito cable para un Nokia con linterna, todos usan Iphone. Estás jodido. Preguntas por un dentista pero es casi feriado, casi de noche, hay música por todos lados y la gente ya pasa acelerada con los sixpacks de Pilsen heladas y sabes que si te tomas una te mueres. Pero eres terco y compras una lata. Después del tercer sorbo, empieza la fiebre. Llegas al dentista y, como era de esperarse, no estaba. La fiebre aumenta y compras tres botellas de agua helada, caminas, caminas buscando la fiesta pero todas las casas están de fiesta y todas son iguales o casi iguales y hay un mar de gente disfrazada de gatos y gatas cantando y gritando y fumando y riendo y tú cagado de fiebre, con dolor de muela y la máscara en la cabeza, porque está tan hinchada tu cara que si te la pones en el rostro, el elástico te marcará los cachetes.
Te rindes. Buscas tristemente un hostal donde pasar la noche de mierda que sabes que te espera. Encuentras uno bastante rascuacho, y con suerte, porque todos están repletos de parejas, de familias, de amigos, de amantes, pero tú estás solo, con fiebre y el maldito dolor de muelas. Te resignas y entras a la habitación 302, dejas la mochila, tu cuerpo está sudando, enciendes el televisor y subes el volumen intentando acallar el jolgorio de la calle, del pueblo entero entregado al demonio en plena noche de los muertos. Suenan los cuetes, las explosiones multicolores encienden el cielo y tú las ves desde la ventana. Cierras los ojos, son las 10:30 de la noche, tus amigos deben estar ya a todo dar con las parrillas y las cervezas y la música y tú, tú estás muerto en el día de los muertos.
Abres los ojos, escuchas los gritos en la habitación contigua, son la 1:45 de la mañana y estás volando en fiebre, la muela duele más. Buscas en tu botiquín de viaje y encuentras paracetamol, amoxicilina, ketorolaco y apronax. Te empujas todo de golpe y esperas el efecto, y, mientras tanto, reparas en que no solo en la 301 están gritando, sino que en la 303 y la 304 la actividad paranormal ha alcanzado calores superiores a la fiebre. La pasión se siente en el ambiente, quiere contagiarte la cabeza, pero el mar erótico y sexual de ese hotelucho de medio pelo, eres el único gil que está solo. Solo de soledad. Y entonces recuerdas a la rubia Loreal y escuchas pasos en el techo.
Metido en la cama y con el control remoto en la mano, intentas despejar la mente, alejarla del pecado carnal, de los gritos de “mátame, pa-pi-to”, “así, miamooooor”, “eres una loquita riiiiiica”, “más duro, más duuro, mááás duuuuroooo” y enciendes el televisor buscando un programa evangélico, un capítulo más de “Pare de sufrir”, las pastillas para el alma de Ricardo Belmont, pero solo encuentras “Promoción sangrienta”, “Asesino Ninja”, “Viernes 13 parte XIV”, “Llamada maldita”, “La casa embrujada” y un largo etcétera de cintas que tienen en común una sola cosa: en todas salen tetas y tú estás con fiebre, tiritando bajo la frazada, con el cuerpo helado y la muela que parece reventarte la calavera. Subes el volumen pero es en vano. En el techo se sienten pisadas y son dos gatos. “No puede ser”, piensas, “malditos gatos”. Y entonces los gatos empiezan con la persecución erótica hasta que entiendes, por el chillido de la gata, que el gato entró. “No puede ser”, vuelves a pensar, “hasta los gatos están tirando y tú muriendo en un hotelucho del sur”. La fiebre aumenta, recuerdas a la rubia Loreal y le mentas la madre. La máscara no servirá de nada al amanecer, si es que amaneces, claro, porque seguro te morirás el día de los muertos y a la mañana siguiente ya es otro día, la versión mañanera de The Walking Dead, y entonces ves la imagen de la rubia Loreal muriéndose de risa y te coges la mejilla pero el dolor es tan intenso y tan ardiente que pierdes el sentido, y antes de morirte hasta que amanezca, ves destellos blancos, rojos, azules, verdes como la Pilsen en medio de la noche, y se te cierran los ojos. Y en el techo los gatos maúllan su placentero final.