Parece que cada año, quienes organizan este evento, se propusieran mostrar con toda evidencia el desprecio por los últimos lectores de verdad, que aún permanecen. Como si quisieran dejar en claro que eso de “Feria del Libro” es sólo un rótulo, una frase para incautos, una manera de vendernos chorizos, gaseosas, conferencias dictadas por influencers y un montón de mamotretos que se hacen pasar por libros.
Atrás quedaron los tiempos donde un joven recorría los pasillos de la feria, despertando su interés por la lectura, atrás quedaron los tiempos donde los escolares se paseaban descubriendo nuevos mundos y horizontes, que eran el llamado a su vocación artística. Nada de eso hay ahora.
Y nada de eso puede existir porque, desde el saque, los precios de entrada son prohibitivos, exagerados, evidentemente venales. Este evento no se propone ser un lugar de inclusión, donde los más necesitados tengan acceso a la cultura, sino un espacio para jóvenes despistados que saltan de las cloacas del Tik Tok a las fauces venales de la feria para conocer a sus ídolos, influencers convertidos en tótems de la cultura.
Es evidente, que esta feria ha hecho de los influencers, sus vedettes. Es comprensible, desde la lógica mercantilista que todo lo domina: los influencers tienen seguidores, catequizan novatos y arrastran a cierto número de incautos hacia esta cueva de mercaderes.
Es cierto que hay algunos pocos, poquísimos, libros atendibles y también un cierto número de autores de prestigio; pero estos autores son los patitos feos: dispuestos de mala gana, son utilizados y se dejan utilizar con malas mañas, para hacernos creer que algo de cultura fluye por los pasillos de la feria.
Lo que causa estupor es el silencio de estos autores e intelectuales, pero más aún que el silencio, lo que produce arcadas es su dócil acomodo al sistema: historiadores de prestigio ya no tienen pudor en compartir mesa con aprendices de historia por Youtube; filósofos de fuste se dan la mano con charlatanes expertos en Sartre y editores de peso no tienen remilgos en ser entrevistados por influencers que han hecho de esta feria un mercado chino.
Claro, la excusa es sencilla: la cultura tiene que masificarse, el peruano debe leer, aunque sea un influencer quien lo motive a ello; pero la verdad es otra: estos autores, otrora respetables y prestigiosos, son rehenes de editoriales venales: se han dado cuenta que un influencer puede traerle ciertos afluentes y, al autor, al intelectual, no le queda más que someterse. Son las lógicas del mercado a la que ellos se han acomodado.
Pero existen otros tipos de autores que pululan en la feria: los autores que se han convertido, ellos mismos, en influencers. Estos autores, y son la mayoría, han hecho de su vida un mercadillo, tienen sus páginas de Facebook, sus Instagram bien equipados y hasta sus Tik Tok, canales por donde nos cuentan peripecias de sus clases en la universidad o los problemas que pasan ensillandole la correa a sus perros, se toman foto con sus escritores favoritos, a los que luego les aplican la técnica de la lengua y rodillera; hacen reseñas de otros autores – para luego ser reseñados ellos también – y después nos comentan de sus siguientes presentaciones o del tipo de café que se toman en Starbucks. Son criaturas que se mueven bien en un mundo espectacularizado. Navegan en aguas literarias, pero tienen la bandera de Magaly Medina atada a sus mástiles.
Naturalmente, este tipos de autores producen libros francamente cojudos: la literatura exige sosiego, reflexión y cierto deleite por la propia interioridad personal, intransferible y sólo comunicable por el arte de la palabra escrita.