Literatura

FERNANDO AMPUERO, ¿ACASO UN PERUANO PERFECTO?

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FERNANDO AMPUERO, ¿ACASO UN PERUANO PERFECTO?

Escribe Orlando Mazeyra Guillén
Fotografía Erick Cuichap 

«No pensé que fueras tan alto», me dijo Fernando Ampuero cuando lo abordé momentos antes de la presentación de su  Antología Personal (Punto de Lectura, 2012) en un conocido restorán miraflorino. Un comentario banal que se le puede hacer a  quien uno acaba de conocer, pero que traigo a cuento porque recuerdo que, en uno de sus libros, él señala algo que, en vez de pertinente aclaración, me sabe a rotundo embeleco: «nada personal tengo contra los sujetos de baja estatura. Muchos de mis amigos son personas pequeñas, por quienes siento enorme respeto, afecto y admiración: gente abierta y simpática, almas transparentes que saben que la calidad humana no se mide con un centímetro».

¿La bonhomía tiene relación con la estatura de las personas? Claro que no. Un narrador tan ducho como Ampuero, sin duda, lo sabe (aunque el estereotipo lo lleve concluir que todos los no limeños somos necesariamente cortos de estatura).

Este comentario, en vez de quedar como una mera anécdota, me lanzó a indagar, otra vez, acerca de los indefinibles límites entre realidad (verdad) y ficción (mentira). Quizá algunos, por qué no, tenemos especial fijación en la apariencia física, es decir, en la envoltura antes que en el contenido. Por ejemplo, en su última novela El peruano imperfecto (Alfaguara, 2011) parece poner en práctica —¿deliberadamente a medias?— el streaptease invertido explicado por Mario Vargas Llosa en Historia secreta de una novela.
Pedro José de Arancibia, el álter ego de Ampuero, «es alto y delgado, de porte atlético, tiene el buen gusto de no teñirse las canas y, bendición de sus genes del lado paterno, carece de arrugas». Corro ahora el riesgo del exabrupto al convencerme de que acá hay un exhibicionismo desbocado que delata algo que llamaremos una de las obsesiones de este importante narrador nacido en Lima en 1949: mirarse al espejo. Ejercitar una vanidad galopante. Lo cual no es delito, sin embargo me interesa poner en relieve, pues quizá sea una de las razones por la que es resistido por mucha gente (la entrevista que le hice fue censurada en una novel revista limeña porque el director lo consideraba un escritor antipático. Ésta finalmente apareció en el diario El Pueblo de Arequipa).

«La verdad está en la ficción. En ella es donde el termómetro espiritual da su medición exacta», afirma Martín Amis y uno como lector de El peruano imperfecto —ironías de por medio— puede encontrarse con la medición exacta de la estatura espiritual del autor de uno de los mejores cuentos peruanos que yo haya leído: Taxi driver, sin Robert De Niro.

«¿Qué es hoy el Perú? —se pregunta Pedro José de Arancibia— No lo sé, ni tampoco sé si alguien lo sabe. Si unos siglos atrás se mencionaba esta palabra, Pirú o Perú, el habitante de otros mundos pensaba en los incas, El Dorado o el Cusco, o bien imaginaba la Lima vista por los viajeros, europeos y decimonónicos, y por Ricardo Palma, las tapadas y algunas leyendas pintorescas. Ahora, para nativos y extranjeros, la traducimos en imágenes: pisco sour, cebiche, papa a la huancaína, Titicaca, Vargas Llosa, Machu Picchu, líneas de Nasca, líneas de cocaína». Este último Ampuero, como se podrá notar, a pesar de ser entretenido, es prescindible y ligero. Yo prefiero a aquél que luego de darse unas vueltas por la calle Ocoña, la que él llama el Wall Street del dólar informal, decidió escribir una novela, Caramelo verde (1992), «conjuro indispensable (sea usted autor o lector) contra el sinsentido de la existencia».

También me declaro lector atento del Ampuero que nos acerca con solvencia al autor de El viejo y el mar, uno de sus escritores predilectos: «Todo el mundo quiere a Hemingway. Todo el mundo lo odia. Los valores que animan su obra, dicen algunos, ya no interesan. ¿Quién admira a un cazador en un mundo ecologista?  ¿Quién celebra a un boxeador en plena decadencia del machismo? Aquellos que lo quieren, rescatan la tensión y belleza de su estilo, claro, sencillo, cero colesterol, así como la calidad de sus cuentos, que consideran-lo-mejor-de-su-universo-creativo. Los que lo odian, lo tildan de obsoleto. Ambas opiniones sacan lustre al lugar común. Sin embargo, Hemingway sigue entre nosotros. Y esto, por cierto, no se debe a que hoy nos apasione la pesca, los toros, la guerra o el alcoholismo, sus temas recurrentes. Nos apasiona, creo yo, lo que está detrás de su enorme y publicitadísimo vitalismo: la soledad y la derrota

Julio Ramón Ribeyro, Fernando Ampuero y Antonio Cisneros.

 

Ampuero alguna vez me dijo que si a Shakespeare le hubiera tocado nacer en estos tiempos, lo más seguro es que hace rato lo hubieran mandado a parir. Aprecio también al narrador que sabe dar sobrios consejos a aquellos que le confiamos nuestras tribulaciones literarias: «en este mundo ya nadie triunfa. El triunfo es una ilusión óptica, ya que la humanidad ha perdido el carnet de trascendencia. Uno no debe buscar eso. Uno solo debe buscar hacer las cosas cada día mejor. No temerle al fracaso. El fracaso es un cómplice, un aliado: muchas veces nos da una mano para salir del hoyo. Como decía el gran Cortázar, la vida es caer y levantarse».

Para matizar mi impresión, quizá apresurada, sobre este reconocido periodista (y, desde luego, también poeta) dejo una de las preguntas que le formulé hace pocos meses:

—En el mundillo literario limeño se habla mucho de su vanidad, el periodista Beto Ortiz ironiza sobre su legendaria pose «ta-qué-rico-que-soy«. En esto, ¿cuánto hay de verdad y cuándo hay de mentira (envidia)?

—¿Qué raro que esa gente piense que soy vanidoso? —me respondió— ¿No estarán todos equivocados? La vanidad, en todo caso, es un saludable movimiento del alma. Cura la melancolía y sirve de antibiótico natural contra la infecciosa impertinencia de quienes nos malquieren.

Yo me arriesgo: él es un peruano perfecto. Y además, claro que sí, un narrador de polenta.

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