Opinión

Feria Ricardo Palma: la literatura del asco

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Por Roberto Ramírez Manchego

Nuestra sociedad desprecia la legítima literatura y cualquier impresentable tiene carta libre para hablar de libros y de cultura por Tik Tok, Youtube o por cualquier otra plataforma en las redes sociales. Los followers, los seguidores y los canjes abundan. Lo que le importa al público es el chisme, la anécdota, el dato fácil. En ese orden, un grupo de impresentables regenta el mercado de la feria de libros, haciéndole creer a los incautos que de unos tabladillos mal armados sale lo mejor de la literatura contemporánea.

El ecosistema del libro en el Perú sigue su descenso a las sentinas, donde una panda de náufragos trata de hacerle creer a los peruanos que el mundo de la literatura se mueve con la lógica de la tiendita de Don Pepe. Y para mostrar de manera tangible esta debacle nada como la “Feria del Libro Ricardo Palma”.

Desde el saque, basta con mirar la imagen retocada de Ricardo Palma, que da el nombre a la feria, para comprender el profundo desprecio que tienen los organizadores por los visitantes y por todo aquel que haya disfrutado las obras del gran tradicionista: de pronto Ricardo Palma se nos aparece como un viejito blanquito y bonachón, que más parece el hermano perdido del Coronel Sanders de Kentucky Fried Chicken y no como el zambo pícaro que escribió tradiciones memorables como “La pinga del Libertador”.

Si ningún cliente piteó por eso, si a ningún escribidor se le aguó la pluma, si ninguna editorial advirtió tamaño despropósito, quiere decir que la literatura, la verdadera literatura, no importa un carajo. Si nadie quiere ni puede identificar a un autor —aunque sea iconográficamente— no extrañaría que de aquí a un tiempo se le haga un homenaje a Rimbaud y pongan el cacharro de Ben Affleck: a fin de cuentas, lo que menos importan son los autores y sus libros.

Como es de verse, la literatura, en este tipo de ferias, ocupa un lugar secundario; lo que abundan son los mercachifles y los conferencistas: adocenados, similares, monotemáticos, con un discurso que mezcla a partes iguales la filosofía de Og Mandino y la pendejada de Machín. A la hora de vender libros, todo vale.

Una muestra: al pobre Julio Ramón Ribeyro ya no saben de dónde exprimirlo y por eso mismo hay oportunistas que pueden hablar horas y horas de cómo se rascaba los huevos o de cómo hacía para conseguir cigarrillos en París. Es natural y lógico. Como ya no existe un Ribeyro, como ya no hay escritores de fuste, hay que capitalizar, hay que exprimirlo al pobre flaco hasta que su biografía quede más seca que papel de tabaco.

Un caso paradigmático: Bayly. Una cantidad de devotos pugnando por una firma o una foto de un escritor devenido en infértil al cual no le queda más que parasitar a dos grandes de la literatura mundial. La literatura del chisme para una época que vibra con las intimidades.

Otra perla: la dictadura de las redes sociales. Una sociedad que no lee, a la que no le interesa verdaderamente la literatura es devota de la anécdota, del hecho recordable, del resumen, del rincón del vago.

Con oportunismo, los organizadores toman nota y arman mesas magistrales con impresentables que, con las justas, se han grabado que Zavaleta introdujo a Faulkner en estas tierras y que García Márquez se cagaba de hambre mientras escribía Cien años de soledad.

Toda una conferencia para hablar de chismes, anécdotas y demás imbecilidades que se hacen pasar como el buen estado de la cultura en el Perú. De los muy cultos que son los jóvenes peruanos, de la generación del bicentenario, de la renovación de la intelectualidad. Son los tótems del conocimiento: hay que darles una mesa magistral.

Mientras tanto los verdaderos poetas, narradores e historiadores siguen tuberculizándose en las universidades nacionales, donde no hay fanfarria, pero sí savia intelectual.

Para coronar, una rápida visita a los stands: precios prohibitivos, los mismos rostros apáticos de siempre y una heterogeneidad de productos, como si una feria de libro fuera un mercado chino.

Al menos, esta feria tuvo cierto tino: ya no invitaron como estrella a Henry Spencer, un impresentable que se siente transgresor por disertar sobre las técnicas que usa para tomarle fotos a sus deposiciones.

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