Nunca dejemos de recordar que esta profesión no solo está llena de mermeleros, sino también de gente honesta con ideales y que incluso ofrendaron su vida para que la verdad salga a la luz. No olvidemos a los ocho mártires de Uchuraccay, muertos por culpa de la Marina de Guerra que había azuzado a los campesinos a matar a todo aquel que no sea de la zona. Y que si no hacían eso, los militares acabarían con el pueblo. Vargas LLosa, encargado de la comisión investigadora, dijo que todo había sido culpa de la premodernidad en que vivían estos pueblos atrasados que habían confundido cámaras fotográficas con pistolas y metralletas.
No olvidemos, también, a Melissa Alfaro Méndez, periodista, compañera de estudios, amiga y amante de la poesía, fue una víctima más del fujimontesinismo. Agentes de la Marina le enviaron un sobre-bomba al semanario donde trabajaba. (La foto que sostengo de ella la entregaron el día de su velorio que tuvo que realizarse con el ataúd cerrado. Ese año, 1992, también asesinaron al líder sindical de la CGTP: Pedro Huilca, padre de Flor Huilca, solidaria amiga y también compañera de estudios. Muchos más caerían bajo las manos del sátrapa y su “grupo Colina”: en julio ocurriría la matanza de La Cantuta. La matanza de Barrios Altos se había consumado apenas unos meses atrás, en noviembre de 1991. Por ello, la resistencia civil se aglutinó alrededor de los jóvenes universitarios y todo el pueblo en estampida que exigían el retorno a la democracia y acabar con la corrupción, el sicariato y el crimen organizado).
Todavía recordamos a Jaime Alaya Sulca, quien ingenuamente acudió a presentar una queja al cuartel militar de Huanta, en 1984, porque habían agredido a su señora madre. Y lo desaparecieron. Trabajaba para La República. O el caso emblemático del periodista de Caretas, Hugo Bustíos, en 1988, cuyos indicios apuntan a que fue el exministro del interior, Daniel Urresti, el que tiró del gatillo y lanzó la granada para no dejar ninguna huella del asesinato.
O el caso de la periodista radial, Isabelle Chumpitaz Panta, en 1998, que trabajaba en Radio Satélite, en Piura. Cuando los sicarios llegaron a su casa preguntaron: “¿Quién es el periodista que defiende a los pobres?”. Y arremetieron contra todos los que estaban en la casa. Ahí también cayó muerto su esposo, el periodista José Amaya Jacinto, quien trató de intervenir. Y todos los que estaban en el lugar fueron ametrallados. Walter Chumpitaz, el hermano de la periodista, que sobrevivió a la balacera, narró todo lo sucedido.
Todavía recuerdo el dolor de algunas familias de periodistas buscando el cuerpo de sus deudos o familias a las que le di el pésame en medio del horror y el miedo reinante cuando nadie (ni siquiera los partidos políticos, y menos los que ahora se dicen de «izquierda», o las oenegés de derechos humanos) osaba levantar la voz o solidarizarse con un caído por las balas del estado.
Nunca olvidemos que también mucha gente de prensa tuvieron que irse del país porque los militares los acechaban y en cualquier momento se convertirían en datos estadísticos.
Existen decenas de casos de periodistas muertos o desaparecidos que ni siquiera salieron a la luz porque se trataba de periodistas de izquierda, gente que hacía periodismo popular y que el estado motejaba como «proterroristas». Y por lo tanto, no tenían derecho a nada, solo a morir en las sombras. Seguro, algún día, se sabrá la verdad y quizás los culpables paguen por sus crímenes cometidos.