Hace unos años, en la esquina de República Dominicana con Garzón en Jesús María, me encontraba todos los viernes en la noche con un niño de unos diez u once años. Habíamos hecho una amistad extraña en una Navidad cuando con los ojos llenos de lágrimas me pidió que le regalara un carrito de plástico y yo se lo compré en el Mercado Central y se lo entregué en un papel de regalo. Desde ahí nos hicimos muy amigos. Así que todos los viernes nos encontrábamos en la noche para ir a cenar. Su comida preferida era el chifa, o, mejor dicho, el arroz chaufa. Y nos sentábamos frente a frente en un conocido local que queda al costado de Metro. Ahí durante varios meses me contaba su historia. Como su padre lo había abandonado y su madre lo golpeaba había ido a parar a un hogar para menores que él lo veía como una cárcel por lo que un día, junto a otros amiguitos, había logrado escaparse.
Lo cierto es que yo siempre escuchaba sus historias. Era muy hablantín y con sus ojos pequeños escudriñaba a la gente que lo miraba de reojo. Siempre estaba con la ropa sucia. Vivía en la calle, pues. Y no le importaba lavarse las manos aunque yo le hablaba de la higiene y la salud y esas vanas cosas de los que tenemos un techo. Así que Pepito, así se llamaba o así le decían, comía siempre con mucha hambre, pero cuando ya había avanzado la mitad del plato se frenaba, me miraba y ya no quería comer. “Come” —le decía yo— porque ya no nos vamos a ver hasta el otro viernes”. Y Pepito me decía: “Señor, ya estoy lleno” y sacaba una bolsa que tenía en el pantalón y procedía a guardar todo el resto de comida que quedaba en el plato.
Así sucedía cada vez que nos veíamos. Hasta que de pronto, dejó de aparecer y por varios viernes lo esperé en esa concurrida esquina. Pepito ya no venía y se había esfumado. Unos meses después mientras hacía las compras de la semana, cargando bultos, un niño empezó a gritar: “Señor, señor” y cuando voltee era Pepito que venía corriendo, estaba más flaco y tenía unas enormes ojeras por lo que pensé que estaba enfermo. Y le pregunté porque ya no venía y me dijo que no podía venir porque tenía que mantener a un hijo: “Es que tengo un hijo, señor”. “Cómo va a ser cierto eso, Pepito”, le dije. Y Pepito insistió: “Tengo un hijo y tengo que ser responsable”. Así que, como me parecía inverosímil o de repente propio de sus fantasías de niño, le dije a Pepito que me gustaría conocer a su hijo y que los invitaba a cenar en la noche, en el lugar de siempre. Y Pepito se fue corriendo no sin antes pedirme unas monedas que tenía en el bolsillo.
Por la noche, llegué puntual y esperé por largo rato y Pepito no venía. Cuando pensé retirarme, vi a Pepito corriendo trayendo a rastras a un pequeño niño de cinco o seis años. Y me dijo: “Señor, señor, aquí le presento a mi hijo, se llama Juancito”. Pero, Pepito, le dije, cómo va a ser tu hijo. “Es que es mi hijo, señor. Y yo trabajo duro para que nada le falte”. Y así mientras me contaba otras cosas más de su asumida paternidad, yo trataba de mirar a otro lado. Una lágrima me caía por un costado y traté de disimular. Y ahí sentado en el restaurante, vi cómo Pepito, esta vez se comía todo el plato al igual que su pequeño “hijo”. Y me di cuenta de que esa bolsa que llevaba siempre en el pantalón era para Juancito al igual que el carrito que le regalé y que ahora estaba en sus manos.
Y así nos volvimos a reencontrar en la esquina de siempre por un largo tiempo. Pepito ya no venía solo, ahora traía a su “hijo” al que le enseñaba a leer con las carátulas de unos periódicos viejos que se había encontrado en la calle. Siempre me pedía monedas y yo le ayudaba con lo poco o con lo mucho que tenía y lamentaba ser escritor, hubiera preferido ser el dueño de una mina.
Y así como apareció, Pepito, en unas navidades, un día, en otro fin de año, nunca más lo vi. Pregunté al emolientero de la esquina y al canillita y a los cambistas, pero nadie me daba razón. E incluso me atreví a pegar un papel en un poste: “Pepito, soy el señor de los viernes, llámame a este número”. Nunca supe qué pasó con Pepito y su “hijo”.
A veces regreso a ese chifa y me quedo largo rato detrás de sus grandes ventanales mirando las calles, mirando cómo la gente pasa, cómo familias enteras caminan de un lado para otro, abuelos, padres, madres, tíos, primos, etc. Cómo las tardes se convierten en noches y cómo cae la lluvia, primero de a poquitos, y, luego, por grandes goterones. Y mientras miro mi rostro reflejado en la sopa wantán, me acuerdo, claro que me acuerdo, de Pepito, sus historias y su pequeño hijo.