A mediados de los setentas, mi
madre me dio una poderosa lección contra el egoísmo, partiendo uno de mis
lápices y entregándolo a un niño de la calle. “Tienes que aprender a compartir
y a ayudar a quienes lo necesitan, solo estamos aquí de paso”, me dijo. Esa imagen
me ha perseguido por mucho tiempo y aún la recuerdo porque la parte que me tocó
a mí de ese lápiz fue la que no tenía borrador.
Fue en el Jamboree de 1983, en un campamento de scouts
en Paredones, Chiclayo, cuando el fenómeno del Niño nos agarró desprevenidos e
inundó nuestras carpas. Yo tenía 13 años, pertenecía al grupo Lima 12 “Óscar
Hernán Arce” y había logrado viajar rogándole a mi madre que me diera el
permiso escrito. Lo cierto es que esa noche el agua creció cerca de un metro y
muchos infantes corrían el riesgo de ahogarse. La lluvia torrencial era
imparable. Un grupo de scouts mayores
tomó la iniciativa de hacer una cadena humana y empezamos a evacuar a los más pequeños.
Ahí perdí parte de mi mochila y una frazada que mi madre me había colocado bien
enrollada, hasta que llegó Defensa Civil y nos ubicó en las partes altas del
descampado. El saldo de ese Jamboree (auspiciado
por la Coca Cola, así de ingenuos éramos) fue el de un niño ahogado: Julio
César Carbajo Cáceres y lo recuerdo bien porque pasamos toda una noche jugando
a ponerle nombre a las estrellas junto a un grupo de chicas rovers o niñas exploradoras.
Cuando cumplí 15 años me inscribí en la Cruz Roja para seguir unos cursos de primeros auxilios y para estar listo en cualquier caso de emergencia. Así apoyé un sinnúmero de acciones. Muchas cosas me animaban a estar al frente de los hechos, quizás era la aventura, quizás la voluntad de ayudar o simplemente sentir de que una vida tiene sentido cuando está al servicio de una causa justa. Muchos años después, me presenté de voluntario en hospitales, apoyando la atención de enfermos terminales como en el Hospital 2 de Mayo o en la Clínica San Camilo, donde las monjitas una vez me apodaron “Moisés Ybarra”.
En 2007 fue el terremoto de Pisco y muchos voluntarios acudieron con ayuda de primera necesidad. Yo estuve ahí, fui uno de los primeros en coger una mochila, víveres y dinero y zarpar a la zona de emergencia. El paisaje era postnuclear. Recuerdo que, junto a mi expareja, alquilamos una mototaxi para peinar la zona ya que la gente, con justicia, se nos venía encima y nos arranchaban lo que teníamos en la mano. Lo más desolador fue ver a un grupo de hombres sin camisas, ensangrentados, metiéndole pico y pala a un desmonte donde dicen que había un tragamonedas y había quedado sepultado bajo toneladas de escombros. La miseria humana nos miraba a los ojos, cara a cara.
También estuve apoyando después del incendio de Cantagallo, en 2016, donde más 250 familias perdieron sus casas. En la parte alta de Cantagallo, muchos jóvenes hacían turnos para cocinar, otros para seleccionar las donaciones y otros para recoger y hacer limpieza de lo que se había quemado. Y no solo era eso sino que había que prestar ayuda psicológica a los niños (para los cuales se improvisó una guardería) y a los padres de familia que lo habían perdido todo, y ayudar a montar espectáculos en medio del caos y el drama. ¡Cómo haces para reír en el medio del llanto?
Hace unos días, mi madre de ochenta años, doña Viktoria, me dijo que le ayudara a hacer el nacimiento y yo que no creo en nada o soy un “descreído”, le respondí que no había problema. Cómo me iba a negar si ella fue la que me enseñó a dar sin preguntar, a hacer las cosas correctas sin pensar en lo que pueda decir el resto (incluso si te llegan a insultar, a difamar o incluso a agredir físicamente). Y así, una vez más, como en años anteriores, estuve pegando los papeles navideños, colocando los animalitos, el tocayo reno Rodolfo, los burros y las ovejas y poniendo las estrellas, la nieve y las luces a ese nacimiento que adorna la casa de mi madre todos los fines de año.
A veces creo que ser bueno o justo es solo una consecuencia de ser hijo de doña Viktoria, fue por
ella que me he disfrazado varias veces para hacer sonreír a niños enfermos de
cáncer y fue por ella que escribo contra viento y marea. A ella le dediqué mis
primeros poemas cuando estaba en la primaria y salía a declamar en las ceremonias
del día de la madre; a ella le dediqué mi primer libro: Sinfonía del Kaos y a ella va dedicada esta pequeña nota: ¡felices
fiestas, querida madre!
¡Felices fiestas, queridos
amigos, y un excelente 2019!