Lima Gris entrega a sus lectores «El nido», cuento ganador del tercer lugar del concurso «El cuento de las 1,000 palabras» de la revista Caretas, fallado la semana pasada.
Desde su aparición, en 1982, «El cuento de las 1,000 palabras » que organiza anualmente la revista Caretas, se ha convertido en un referente ineludible para conocer cómo marcha el rumbo de la narrativa breve nacional. Un premio que, con ganadores del calibre de Edgardo Rivera Martínez, Guillermo Niño de Guzmán o José B. Adolph (sólo por mencionar tres nombres al azar), significa un paso importante en la consolidación de una obra o el espaldarazo para las nuevas plumas.
Este es el caso del periodista y narrador Joe Iljimae, quien desde la aparición de su libro de cuentos «Los Buguis» (mencionado entre los mejores lanzamientos de 2015 en Lima Gris), viene cosechando sus primeros reconocimientos, como el premio Narrador Joven «Marco Antonio Corcuera», obtenido en 2015, y la mención de honor en el último Premio Copé de Cuento, acaso el más importante del país.
Escritores Guillermo Niño de Guzmán y Joe Iljimae, autor del libro «Los Buguis» y de «El nido», cuento que presentamos en exclusiva. (Foto: Eric V. Álvarez).
EL NIDO
Hacía por lo menos media hora, Rodolfo seguía el enloquecido vuelo de un moscardón nocturno por el cielo raso de su cuarto. Lo observaba ir y venir y colisionar con violencia contra las paredes o los vidrios de un estante. Parecía un insecto furioso, poseso, inmortal. Un verdadero ejemplar señero. Él, por su parte, se encontraba en absoluta paz. Su respiración se mantenía sosegada y uniforme. No sudaba a pesar que la pieza fuera un pasmoso asadero. De cuando en cuando la luz de un automóvil barría con la oscuridad y proyectaba en la pared sombras en forma de garras monstruosas.
Al cabo de un minuto, Rodolfo sintió el impacto del insecto contra un estante y después, milagrosamente, todo volvió a sumirse en un hosco silencio. Intentó concentrarse, pero no pudo. Intentó dormir, y tampoco pudo. Entonces se apoyó en los codos y, sin hacer movimientos bruscos, se puso de pie. Buscó a tientas en el suelo hasta dar con sus pantuflas y avanzó con torpeza, tumbando una silla, pateando un zapato, hacia la puerta. Antes de franquearla, sin darse cuenta, aplastó al moscardón que yacía moribundo en el piso. Salió al pasillo y observó, cauteloso, a los costados. Después siguió hacia la derecha y, al pasar frente al cuarto de su hijo Andresito, quien dormía con la puerta y la ventana abierta, se detuvo a contemplarlo. ¿Cuándo habían dejado de compenetrarse? ¿Cuándo se había roto el vínculo que antes los unía? ¿Él era un mal padre? Acosado por estas preguntas, Rodolfo quiso ir hacia la cama de su hijo y darle un beso o una caricia en señal de reconciliación. Sin embargo, no pudo reprimir el acceso de temor y cobardía que se apoderaba de él cuando estaba al frente del niño. ¿Cuál sería la excusa que daría si Andrés se despertaba y lo descubría, entre las sombras, amagando una caricia? ¿Qué explicación podría dar entonces? Derrotado, siguió de largo hasta llegar a la escalera y subió con cuidado, asiéndose a la baranda. No tenía ni el menor rastro de sueño.
En la azotea, una brisa fresca le lamió el rostro y el profundo cielo de Ñaña pareció sonreírle y mostrarle el gran ojo plateado que flotaba en el aire. Ni una sola estrella hendía la noche. Miró con una calma desconocida los techos de las casas vecinas y los focos rotos de los postes. Lejos de allí, una gata lanzó un largo aullido de dolor. Poco a poco, Rodolfo empezó a sentirse extasiado. Cerró los ojos y se imaginó abrazando a su hijo, apretándolo contra su pecho y respirando el enervante perfume de su pelo. Aspiró con fuerza y un olor a tierra y a mierda se agolpó en su nariz. Un veloz escalofrío le hizo abrir los ojos nuevamente. ¿Cómo aproximarse a Andrés sin llegar a ser patético? ¿Cómo construir un nuevo lazo de amor entre ellos? De pronto, recordó que hacía unos días había descubierto el nido de unas cuculíes en un flanco del techo. Las aves se habían emboscado sobre el casco del tanque de agua y ahí empollaban ajenas a todo. Eran dos hermosos y orondos ejemplares plomizos. Rodolfo llegó a la conclusión de que a su hijo le alegraría tener dos huevecillos de regalo y así, quizás, se podría abrir una brecha para intentar un acercamiento o la reconciliación. Además, a Andrés siempre le habían gustado las extravagancias. Alacranes, huevecillos, lombrices, piedras con diversas formas. Sí, definitivamente era una buena idea ir a asaltar ese nido. Andrés se emocionaría al saber que su padre pensaba al fin en él, al punto de levantarse a medianoche para hacer una cosa tan pueril como robar los huevos de unas aves para complacerle.
Satisfecho con estas ideas, Rodolfo se impulsó sobre una escalera de madera y se puso a estudiar la forma de llegar al nido. De golpe sospechó que no sería nada fácil dar con él. La escalera solo llegaba a la base del tanque y habría que encaramarse sobre la superficie convexa del tonel. Este último punto sería peligroso, pero no importaba. Ya nada importaba entonces. Solo debía ser cuidadoso. Resopló antes de proceder y trepó. Cuando llegó al último escalón, se empinó y abrazó el tanque. Luego, llevó una mano hacia el nido. No lo alcanzó. Un revolotear de alas lo hizo retroceder asustado. Estiró la cabeza y vio, sorprendido, el rostro amenazante de una pequeña paloma. Un reflejo automático lo hizo volverse y entrevió una sombra y el precipicio, hambriento, a sus pies. Al instante reconoció en esa sombra a su hijo.
—¿Qué haces? —preguntó este.
—El nido —dijo Rodolfo.
—¿Qué nido?
—El nido… los huevos.
—¡Papá! ¿Otra vez?
Rodolfo quiso gritar, pero no pudo. De pronto, su cuerpo se puso frío y pesado. Empezó a temblar peligrosamente.
—¡Papá!
Miró a su hijo con tristeza.
—¿Qué te pasa, papá? ¡Cuidado!
Rodolfo estiró un pie y estuvo de vuelta, casi por milagro, en la escalera.
—Baja, por favor —le rogó Andrés. Luego, le estiró una mano y le comenzó a ayudar. Cuando al fin estuvo en tierra, Rodolfo permaneció inmóvil, observando con pavor a su hijo.
—¡Otra vez lo mismo! —exclamó Andrés—. ¿Hasta cuándo, papá? ¿Hasta cuándo? No te advertí que no salieras de tu cama. ¿Acaso quieres matarte? Mañana tengo que salir temprano y de nuevo me sales con esto…
—El nido —murmuró Rodolfo mientras una lágrima se le resbalaba por el rostro.
—¿Qué dices?
—El nido —repitió—. El nido.
Andrés, acostumbrado a este tipo de conductas, cogió a su padre y lo llevó, de la mano, hasta su habitación. Cuando lo dejó en su cama, le echó llave a la puerta. Un nuevo moscardón nocturno volaba enloquecidamente por debajo del cielo raso. Rodolfo lo siguió con los ojos formando horribles visajes con el rostro. Impotente, con su mente aún clavada en el nido, se dio la vuelta y rompió a llorar.