Los tres primeros vagones del metro son de uso exclusivo para mujeres y niños. El resto de vagones es mixto, así que ya depende de cada quien, pero tienen la opción de escoger. Inicialmente choca la imagen y la forma, porque hay una mujer policía con un megáfono que te dice a todo volumen, antes de bajar las escaleras eléctricas: «Por ahí, sólo mujeres y niños», pero luego de preguntar, y sobre todo de ver, empiezas a entender algunas cosas.
Por la tarde noche entramos a un restaurante y pedimos de comer. Mientras preparaban mi pozole, observé las demás mesas: algunos hombres reunidos alrededor de una botella, acompañados por otros amigos o colegas del trabajo, conversando amenamente. Otros estaban solos frente a la botella, pero uno en especial me llamó la atención porque tenía la mirada turbia. En los televisores pasaban un programa de fútbol con los mejores goles de algunos jugadores locales importantes. El salón era grande, con mucha luz blanca y bien ventilado. El rumor de la tarde, pensé, es igual en todas partes. Pero entonces entraron dos niñas de unos once años, ofreciendo mentas y caramelos y algunas cabezas giraron.
Una de ellas se nos acercó pero no se atrevió a ofrecernos nada, en cambio se fue para una mesa donde tres hombres le hacían bromas y ella reía y les ofrecía las mentas y las ponía sobre la mesa. La otra se acercó al hombre de la mirada turbia y este bebió un poco más de su tequila y entonces puso su mano derecha sobre el hombro de la niña. La niña susurró algo y metió su mano en la bolsa de las mentas, las sacó y las puso sobre la mesa. El hombre se movió de su silla y sacó su pierna derecha y la miraba, con esos ojos turbios por el alcohol, y le susurraba algo, palmeaba su pierna, como invitando a la niña a que se sentara ahí.
Me puse de pie y salí de mi mesa. Di un par de pasos en dirección al hombre ese y uno de los mozos se me acercó rápidamente. Entonces salió otro hombre desde la barra de las comidas. Era moreno, delgado pero con la barriga que fácilmente le cubría la hebilla de la correa, debía tener más de sesenta años. Se acercó a la niña y le dijo: «Para qué vienes si ya sabes cómo es. Ande, vaya para otro lado». Y poniendo su mano en la nuca de la niña, la fue llevando hasta la salida del lugar. En el camino se unió la otra niña, que seguía sonriéndole a uno de los hombres que, al parecer, le había comprado varias mentas.
La escena se ha quedado grabada en mi cabeza, y alrededor de ella hay muchas preguntas que estoy intentando responder, pero sólo encuentro más y más preguntas.