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“Esperándome volver”, cuento de Gabriel Rimachi Sialer

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A Sheila Cuéllar

 

Todo empezó en la playa, los niños me veían divertidos pero temían acercarse. Alguna madre, extrañada, llamó a la policía por una hija curiosa que se acercó a tocar mi pecho. Yo mismo quedé sorprendido, pero antes de intentar una reacción ya estaba esposado y en la patrulla rumbo a la comisaría. Al llegar me interrogaron. No sabía qué responder. Luego me dejaron ir. Ni siquiera pude ponerme la camisa. Tuve que viajar en bus con el pecho desnudo y la gente me miraba como reprochando a un treintón en esas fachas. Pero los niños continuaban mirándome con la boca abierta, algunos buscaban refugio en el regazo materno. Otros buscaban acercarse. Tocarme. Eso me asustaba. Es terriblemente incómodo cuando un niño –o peor aún, una niña— se te echa encima. No me gustan los mocosos, siempre preguntan cosas imposibles y eso me desespera.

Al llegar a casa me bañé, pero mientras me secaba quedé perplejo: tenía una mancha azul que se movía bajo mi cuello. Una mancha enorme. Limpié el vaho del espejo y la imagen que me devolvió me paralizó. Un ave estaba creciendo entre mi piel. Un ave oscura. Curiosamente el miedo se desvaneció y sentí un calor agradable. Esa noche no pude dormir pero al hacerlo, ya cerca al amanecer, tuve el más extraordinario de los sueños. Al despertar me sentí extrañamente feliz.

Salí a caminar para decidir entre consultar al médico, a un brujo de la selva, presentarme a un circo o acudir a un instituto de investigación. Al llegar al hospital el doctor llamó a otros colegas y rieron mucho. Nadie lo veía. Sólo yo. ¿Estoy loco? Pensé, ¿será que me he vuelto loco? El doctor recomendó ver a un psicólogo. Este a un psiquiatra. Este mucho descanso.

Y yo creí que estaba loco. Regresé a la playa a descansar. Pero los niños de nuevo. Aunque esta vez empecé a hablarles como un poseído, a contarles historias extrañas, de monstruos con poderes sobrenaturales, en parajes increíbles. Al centro de un gran círculo humano, me convertí en una voz ajena e hipnótica. Veía sus pequeños cuerpos untados de protector solar. Ninguno quería irse y eso me irritaba. Los pocos amigos que tenía me fueron abandonando rápidamente mientras mi extraña vocación se consolidaba. Hasta que me quedé solo.

Como un autómata, salía temprano a la playa, me sentaba cerca de la orilla y en pocos minutos empezaba a contar historias, pero ya no era yo, era otra voz; tal vez un trauma de mi infancia – pensé. En la noche, mientras el ave dormía, yo intentaba borrarla con detergentes para ropa, pero sólo conseguí irritarme terriblemente la piel. Estaba desesperado. En el bar me tomaban por loco. Todos se alejaban. Las chicas reían de mi historia del ave que aleteaba en mi pecho y luego se marchaban. Al amanecer perdía el conocimiento y de nuevo a la playa. Odiaba esa maldita ave que me dominaba; que hacía que esos niños me quisieran.

Semanas después quise arrancarla de mi piel con un cuchillo pero aleteó tan fuerte que no me atreví a hacerlo. Me deprimí. Caí en un marasmo de rabia y fatiga.

Una mañana, sentí que algo se desprendía en mi cuerpo. Observé atónito al ave salir de mi pecho. Extender sus alas con pereza. Luego voló y se posó en la ventana. Era bellísima, para qué. Me miró curiosa, como preguntándose si su nido estaría bien. Creí ver que una lágrima rodaba por su pico. Sonreí. Por fin libre. Con disimulo cogí un zapato y se lo lancé con rabia ¡Por fin libre! ¡Lárgate! Le grité. El ave me miró nuevamente y voló. Se perdió en el infinito. Cerré aprisa todas las ventanas y puertas, corrí las cortinas y no salí en dos días de la habitación. Convencido ya de que no volvería, decidí incursionar en un bar y tener una aventura amorosa. Me hacía falta el calor adulto de un cuerpo de mujer. Curiosamente, mis contemporáneos comenzaron a aceptarme como uno de los suyos. Con rapidez volvieron las sonrisas y los brindis, los abrazos y las palabras. Ya no tengo ningún ave en el pecho, les contaba, es que andaba algo estresado y, tú sabes…

Todos rieron y prolongamos la fiesta hasta muy tarde.

Días después me desperté sobresaltado. Sentí que algo me faltaba y no sabía qué. Salí a caminar de madrugada para despejar la mente. Arrastré mi sombra por los empedrados, viendo a los borrachos de mi generación caminar frustrados, esquivando al tiempo. Vi sombras agazapadas tras las esquinas esperando un cuerpo ajeno; una solitaria pareja de amantes devorando sus pieles. Y me sentí solo. Abrí mi camisa y toqué mi pecho. No encontré nada. Llegué a casa y abrí las ventanas. Coloqué un plato de alpiste en la mesa y esperé en la silla de enfrente.

Horas después me serví una copa de vino. El tiempo pasaba. Las cortinas estaban demasiado quietas. El ave oscura no llegaba. A la cuarta copa me resistí a la idea de su ausencia y me senté en su silla para ocupar su espacio. Tal vez así llegaría. Pero entonces me sentí tan solo, que ahora hasta mi propia silla estaba vacía.

(Cuento publicado en la revista impresa Lima Gris 13)

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