Desde que me enteré de su deceso, no he parado de escuchar a Morricone. Hay algo en sus melodías que no parece de este mundo, algo a lo que los que todavía estamos aquí aun no tenemos acceso.
Iba a escribir sobre el reestreno en salas españolas de ‘Cinema Paradiso’, la cinta de Giuseppe Tornatore ganadora del Óscar a la mejor película de habla no inglesa en 1988. Sin embargo, la repentina noticia de la muerte de Ennio Morricone, quien estuvo a cargo de la banda sonora del filme, me ha obligado a cambiar de rumbo.
“Yo, Ennio Morricone, he muerto”.
A primera vista parece el inicio de un relato a lo “Pedro Páramo”, pero no. Con esas palabras comienza la conmovedora carta que escribió el compositor poco antes de morir a causa de las complicaciones de una caída que le fracturó el fémur. Tenía 91 años y planeaba viajar a España en el otoño para recoger el Premio Princesa de Asturias de las Artes que acababa de ganar junto a su colega John Williams. De no ser por esa caída, seguramente así lo hubiera hecho. En mayo del 2019 su gira de despedida llegó a tierras hispanas. Entonces yo vivía en Madrid y recuerdo la estupefacción con la que los espectadores españoles (entre ellos, un par de amigos) veían a ese viejecito lleno de energía dirigiendo a toda una orquesta con su batuta, sentado en una silla.
Allá por 1980, Morricone le dijo al periodista español Joaquín Soler Serrano que “la música puede tener incluso el papel del narrador, sustituyendo a la palabra”. Y no es para menos. Porque si hay algo que fue Morricone, y por lo que creo que no se le ha dado suficiente crédito, es un contador de historias. En cada una de sus más de 500 piezas, uno puede hilvanar y deshilvanar una trama colmada de tensión, intriga y sorpresa, de manera similar a lo que ocurre con las creaciones de un fabulador. Sin duda, aquello que muchos llaman “la magia del cine” no existiría —con pocas excepciones— sin la música que da vida a las imágenes. El lenguaje musical merece, pues, ser atendido por sus propios méritos y no como mero accesorio. (Claro que, sumada a la concreción de la pantalla, la música da lugar a lecturas y resonancias todavía más valiosas).
Tan solo hace falta hacer un repaso de la prolífica obra de Morricone —la cual en realidad empezó a los seis años, cuando compuso su primer trabajo como trompetista— para comprobar su genio creador. Junto a Sergio Leone, amigo de infancia, cultivó un género que más tarde sería conocido como el ‘spaghetti western’ en recordadas cintas como ‘El bueno, el malo y el feo’ (1966) y ‘¡Agáchate, maldito!’ (1971). Años más tarde volvió a trabajar con Leone en ‘Érase una vez en América’ (1984), una película de gran factura artística que, según dicen, hubiera ganado el Óscar de no ser por una miserable falla técnica en los créditos. De otro lado, además de ‘Cinema Paradiso’, sus seguidores recordarán con nostalgia la música de ‘La misión’ (1986), de Roland Joffé; ‘Los intocables’ (1987), de Brian De Palma; ‘¡Átame!’ (1989), de Pedro Almodóvar; ‘Malèna’ (2000), también de Tornatore; o incluso ‘Los 8 más odiados’ (2016), de Quentin Tarantino, gracias a la cual se hizo con su última estatuilla.
Hoy que muchos tenemos la oportunidad (el privilegio) de trabajar desde casa, las bandas sonoras de nuestras películas favoritas se nos ofrecen no solo como una buena forma de amenizar nuestras tareas, sino también como una manera de hacer el encierro, y la vida, más soportables. Desde que me enteré de su deceso, no he parado de escuchar a Morricone. Hay algo en sus melodías que no parece de este mundo, algo a lo que los que todavía estamos aquí aun no tenemos acceso.