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Escritores nuevos y nuevas escrituras. Austin, Texas 1979 de Francisco Ángeles

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Francisco Ángeles

Un escritor nuevo no necesariamente escribe cosas nuevas. Hay escritores nuevos que escriben desde el pasado, prolongándolo hasta el presente. Ya sea por su apego a la tradición, o por un sesgo demasiado marcado en sus lecturas, existen escritores que apelan a la redundancia, a lo ya dicho, a la imitación, al “tributo” –descuento como escritores a aquellos que escriben más de lo que leen. Ahora, el ser un escritor de este tipo no hace necesariamente malo todo lo que se produce. Efectivamente, hay escritores –poetas y narradores- que prolongan bien una forma de hacer literatura, aunque cada vez –y esto es inevitable- se les hace más difícil lograrlo; estas obras, sin embargo, sin importar lo agradables que puedan llegar a ser, no trascienden. Entretienen, inclusive ganan premios, pero caen inevitablemente en el olvido. Uno no regresa a ellas.

Hoy, asistimos a cierto ambiente de júbilo que no se cansa de celebrar la abrumadora e innegable eclosión de una nueva literatura en nuestro país, incluso no faltó algún iluso gritando que asistíamos a la consolidación de un nuevo boom. Pero no, tristemente no es así. Tenemos nuevos escritores, pero no tenemos nueva literatura. Nuestra literatura huele a rancio, en algunos casos, inclusive hiede. Últimamente nos hemos dado con libros malísimos que, no obstante, son celebrados por lo alto, como si de grandes revelaciones se tratase. Vivimos del pasado. Nuestros buenos escritores son buenos porque escriben como Hinostroza, porque se parecen a Pimentel, porque recuerda al joven Mario, porque tienen un toque de Martín Adán, porque tienen el aliento de Bolaño. Esa es la verdad. Esa es nuestra nueva literatura. Vivimos del remake.

Y no es cuestión de apelar a la ridícula –en cuanto anacrónica- distinción de forma y fondo. Cuando una escritura es nueva, o renueva todo, o no renueva nada. Y no se trata de negar la tradición, se trata de entenderla y, a partir de ello, aprehenderla y enriquecerla. Querer escapar del referente es otra de las tantas ridiculeces que algunos, buscando respuestas, algunas veces intentan. No se trata de un género. No se trata de un tema. Es una cuestión de sensibilidad. De entender que ahora los mismos hechos nos afectan de forma distinta. El amor y la violencia, por ejemplo, son temas inagotables, pero hoy se ama distinto. La violencia es otra, y si se trata de ver la violencia pasada, también la entendemos distinto.

La buena literatura cumple siempre la función de acercarnos al tiempo presente, de hacerlo más comprensible. Hay verdades indefinibles flotando al rededor nuestro, cosas que sentimos y no podemos explicar. La literatura nos revela esas cosas de forma más concreta, logrando que el mundo, nuestras experiencias y nuestras vidas, sean (re)asumidas –aunque sea un poquito- de forma más clara. Esa es la función social de la literatura. Nos hace sentir entendidos, comprendidos y –por qué no- amados.

Nos falta amor. Qué más se puede decir. Nos falta amor, pero es amor lo que encontramos en Austin, Texas 1979 de Francisco Ángeles, un libro que, en medio del naufragio, llega a nosotros tal y como llegaría un salva vidas. Nos llena de fe y esperanza, aunque aún no estemos aún salvados.

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Contra todo lo que se ha venido diciendo, Austin, Texas 1979 (Animal de invierno editores, 2014) es un libro perfectamente estructurado. Aquel que diga que se trata de tres historias independientes que confluyen y bla bla bla o no la ha entendido, o a querido sorprender con un poquito de retórica (en el mal sentido de la palabra). Austin… es la confluencia de una serie de acontecimientos contingentes e inconexos que decantan en aprendizaje. Una serie de eventos que, siendo parte de la caótica realidad, terminan ordenándose alrededor de la intuición de que algo importante debe haber en la vida. Si no, pues para qué vivir.

Ese es el principal hilo conductor de la novela. Pablo, un hombre de aproximadamente treinta años de edad, de pronto despierta con la certidumbre de que algo no marcha bien. Una vida aparentemente normal de pronto se revela absurda y vacía. Un matrimonio feliz. Una vida apacible. Un agradable conejo de mascota. Todo bien, hasta que la certeza de estar preso en una vida sin ambiciones se revela como un absurdo. Pablo de pronto entra en la terrible conciencia de que su vida no es más que parte la terrible continuidad de lo intranscendente.

Pero la conciencia no basta. Pablo, al fin y al cabo, no es más que un joven –porque a los treinta aún se es joven- al que  su vida no le complace, pero que tampoco sabe qué debe hacer, buscar o vivir para que todo comience a marchar de nuevo. Pablo sabe que no está viviendo, pero irónicamente, tampoco sabe cómo vivir. El desencanto con la vida emerge, entonces, como el primer paso para su redescubrimiento.

¿Pero de dónde deberán llegar las respuestas? Si asumimos que la vida es planteada como un absurdo, sería contraproducente que estas aparezcan de pronto, como enviadas por parte de un ente sobrenatural que ordena el mundo. Tampoco sería coherente que Rubén de pronto se tope con que la clave siempre estuvo en sí mismo –es más, eso sería estúpido. Peor aún sería proponer que el sistema termina dándonos siempre la oportunidad de seguir adelante. No. El autodescubrimiento, la iluminación y el progreso son puras huachaferías.

He aquí otro de los puntos clave de la lectura de la novela de Ángeles, las respuestas no están en uno mismo, sino en los otros. No en sus éxitos, no en sus finales felices, sino en sus fracasos, en sus historias truncas. El saber se hereda y nos conecta empática y éticamente con el resto, con toda la humanidad, nos hace parte de un conocimiento trascendente que no tiene nada de metafísico o espiritual, sino de histórico. Puro conocimiento humano nacido de la frustración y el desencanto de la vida. La vida estancada del prójimo emerge entonces como la increíble posibilidad de tomar otro rumbo, no con la certeza de reivindicar lo vivido por otro, sino con la pura convicción de estar empezando algo nuevo. Si algo ha de aprenderse es a romper con el pasado siempre que este sea un lastre para seguir viviendo. La respuesta no es más que una pulsión inclaudicable: hay que vivir siempre.

En el caso de Austin,… este saber es transmitido de la única forma en que podría haberse hecho, sin celebraciones ni ceremonias, una noche cualquiera al interior de un auto estacionado en un Burger King. Ni el padre, ni el hijo saben que están participando de un momento trascendente porque no es necesario. La épica nace de la inconsciencia de estar ejecutando un ritual universal: la transmisión de la experiencia a través de la catarsis.

Pero no solo es el padre, sino Adriana, una joven que irrumpe en la vida de Rubén como parte de una metódica forma de vengarse de su padre [el de ella], quienes terminan revelelándole que la clave de la vida se encuentra en una actitud constante que no cargue con nada que le impida seguir marchando, ni siquiera cuando esta aparente haber encontrado la felicidad. Adriana, como su padre, le muestra la forma en cómo encontrar un centro conlleva al estancamiento y al inevitable desencanto. Adriana, obsesionada con hacer sufrir a su padre, a terminado renunciando a su propia vida, Rubén se entera de esto y al hacerlo –y saberse parte de algo que poco tiene que ver realmente con él- no puede sentir más que pena, no tanto por ella como por él, quien una vez más ha sido relegado a algo intrascendente.

Y es en la intranscendencia donde finalmente se halla. Se descubre éticamente absurdo y es allí donde nace la conciencia de que siempre es posible volver a empezar, pero que para hacerlo hay que aniquilar constantemente el pasado, atravesar el tiempo y seguir siempre, nunca conformarse en un punto, nunca estancarse en la conformidad de una respuesta específica, sino en buscar preguntas siempre. Antes que la certeza, la cuestión.

Rubén entonces, aprende. Austin, Texas 1979, enseña.

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Nunca antes había escrito algo esquemáticamente tan desordenado. Pero creo que es la única forma de comentar esta última entrega de Francisco Ángeles. Austin, Texas 1979 es una gran novela. No por estar bien escrita, como muchas otras que por allí han sido bien celebradas. No. Austin, Texas 1979 es una gran novela porque tras leerla uno queda con la certeza de haber encontrado algo de verdad en ella. Algo de lo universal en lo particular. Una verdad cognoscitivamente tan elemental que es sencillamente indefinible y por eso tan preciada.

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