Mientras cruzo la calle reparo en el paso cansado de un pequeño colegial que es tironeado por su madre, “Carajo, Marcelo, apúrate, yo no sé”.
Es temprano aún, el cielo no despierta y el piso pulido de las aceras conserva un poco de la quisquillosa garúa matutina. “Mierda”, dice una mujer de mi edad que casi resbala intentando caminar con unos tacos altos y delgados que la elevan y estilizan su figura; frunce el ceño, da un chasquido con la lengua y muestra sus fauces.
Luego de dos calles paso al lado de una amplia cochera, la reja está abierta y una joven pareja discute, apuntándose con los dedos, él sube al auto y azota la puerta, ella va al lado del copiloto, “abre”, le dice a su novio, pero éste mira de frente con las manos en el volante, como si ella no existiera. “¡Fíjate, animal!”, grita un tipo desde su auto a un joven que cruza la avenida con la luz en verde. Camino hasta ahí. “Yo siempre pago cincuenta, vas a querer cobrar lo que tú quieres, conchudo”, le recrimina una mujer en tono desafiante al cobrador de una coaster que con mucha dificultad intenta explicar la tarifa confusa de su ruta, mientras el claxon de una 4×4 que está detrás, estalla. Lo presiona una mujer que viste un sastre plomo y que en su otra mano sostiene un celular a la altura de su oído.
El cobrador y la otra mujer siguen discutiendo, mientras el chofer vocea “todo-Benavides-Larco-Pardo” y la mujer de la 4×4 suelta el claxon y, con su única mano libre, intenta virar a la izquierda para pasar a la coaster, pero ve truncada su maniobra porque el semáforo ha cambiado a rojo y un sedán plomo se ha detenido delante de ella. “Mujer tenías que ser”, le grita un taxista que estuvo a poco de impactarla, pero cuya pericia le ayuda a esquivar el carro y acelerar, pasándose la luz roja y obligando a que dos ancianos que cruzan rumbo al policlínico se detengan y se desvivan en improperios, mientras dos colegiales corren en sentido opuesto para subir a la coaster, lo cual zanja la discusión entre la mujer y el cobrador, cuando este último cierra la puerta para que los muchachos no suban, por lo que éstos deciden treparse en el enorme bus que aparece más atrás, entre el enorme bloque de vehículos que empieza a amontonarse.
Un tipo toca su bocina cuando ve que el segundero del semáforo en rojo avisa que está a punto de cambiar, y en el enorme bus una anciana vilipendia a un joven que ha ocupado el asiento reservado. Los veo pelear porque la puerta de bus está abierta, y un tipo calvo, de lentes, baja y me dice “y encima quiere pagar medio”, y algo más que no entiendo porque las bocinas de todos los autos empiezan a hacer un ruido atronador cuando la luz del semáforo cambia a verde.
La mujer de la 4×4 toma el carril del medio, no sin antes recibir dos bocinazos y una mentada de madre, todas de autos diferentes. El bus que necesitaba para ir a mi destino se pasa de largo, dejándome a mí y a dos chicas de cabello húmedo y blackberry rosado con los brazos estirados. Sé que el bus subirá un par de cuadras y dará la vuelta en U, así que aguardo a que el semáforo cambie para cruzar. “Oiga joven no puede usted ayudarme”, me grita de mala manera una señora que parece que tiene cita en el policlínico y prefiero no escucharla y cruzar, mientras dos autos se pasan la luz roja y un tercero se detiene ocupando las líneas de cebra.
Ofuscado, me abro de brazos frente al chofer del auto, que procede a mentarme la madre. Un tipo de saco y corbata cruza con paso apurado, me saca del medio con su brazo, habla por teléfono y dice ya no aguantar a la “huevona” con la que trabaja, hasta que finalmente alcanzo el otro extremo de la avenida solo para ver como el bus, una vez más, no para y un hombre con un maletín en la mano le dice a un taxista “quince soles, ¿tú estás loco?”, y el taxista se excusa hablando del tráfico, mientras detrás de su auto se alinean dos taxis más esperando al cliente, que mueve su dedo índice en señal de negativa y luce sofocado.
Los constructores de una casa metida dentro de un estrecho callejón le echan silbidos a una mujer que pasa con un jean apretado y un escote, a pesar del frío, y que no acusa recibo de las obscenidades vertidas. “Mi vieja jode”, le dice un muchacho a otro, ambos llevan guitarras en mano y mochilas en la espalda. “Circule, circule”, le ordena el vigilante del policlínico a un Tico amarillo que está parqueado en la zona de emergencia, pero el chofer del Tico se ríe y luego mira con ojos asesinos al vigilante, antes de decirle “¿y quién chucha eres tú”. Entonces la gente aumenta y desborda, el paradero se llena, los autos congestionan la avenida, las personas se gritan, los cobradores pelean, los taxistas discuten, los colegiales corren de un lado a otro persiguiendo combis y coasters que siguen circulando repletas y con las puertas cerradas y el puesto de periódicos abre y la hija de una vedette es noticia en todas las primeras páginas y yo prefiero caminar de vuelta a mi casa, encerrarme y prender la computadora, pensando que tal vez he muerto y estoy en el infierno, o que quizá deba mudarme a esa ciudad en la que viven mis amigos del Facebook, esa de la que tanto hablan, esa en la que todos son tan felices.