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Erótesis / MUNDO EN UN MUDO ENTRE MUSLOS

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1.
Yo no era así. Lo juro. La pulposa actriz argentina Isabel Sarli me hizo un duro cuando mi blandidez padecía del síndrome originado por mis dientecitos de leche. Con Sarli salí de mi infancia e ingresé al cine Primavera en Surquillo. Su telón dorado, platea y laterales, amén del balcón, cazuela y chocolateros con linternas, hizo que ese verano fuese el más caluroso que recuerde, no lo dudo; mucho antes de tirarme de pecho en la arena de la playa de Agua Dulce para esconder mi ancla en la arena al observar una tarde a mi prima Genoveva, en bikini, oteando ella desde sus carnes, la inmensidad del océano como yo descubría la perforación tectónica a partir de la quilla de mi trusa hincando el subsuelo marino.
Sarli era su nombre de combate como el de Vic Morrow el de batalla.

De piel blanca y pelo azabache bien puedo haber visto la luz de este mundo en la avenida José Leal en Lince pero no. Cada cuerpo tiene su lugar: «Eppur si mueve» [Y sin embargo, se mueve, como decía Galileo]. Y el destino había guardado una cuna –yo, una cama redonda– para ella solita en los pagos de Concordia, provincia de Entre Ríos, allá en la Argentina.
En la escuela me enseñaron a no ser lugarcomunista, pero tengo que repetirlo. Argentina es su carne [Gardel es uruguayo, Borges suizo y Boca Juniors es de Génova]. Carne argentina a la inglesa, es decir, sanguinolenta, jugosa, suculenta, cavernaria, apetitosa, maliciosa, obscena, amoral decorosa y si quieren, hasta pecaminosa por ese tráfico del cuchillo a la manera del tal Juárez, tasajeando a Rosendo Real en el cuento borgiano. Sarli, cárnica toda, argentina de exportación, hizo del cine un plato nefando, primitivo, crudo en llamas. Sarli casi siempre sin ropa entre los brazos y sobre las brasas, hacía del más cojudo un baboso caudaloso.

La primera impresión era que a uno se le hacía agua la boca, después y en mi casa, me anegaba el agua de coco. Carne sápida a la espera del diente. Carne pulposa de un lado y del otro en el ínterin del remache acuoso y substancioso. Así, en sus 29 películas, la mayoría dirigida por su carnicero, matachín y marido director, el envidiado Armando Bo –él decía que la amaba con locura y que por celos podía capar al mejor imberbe con una Gillette macerada en el óxido escamado de las bramas—sólo pudo producir lascivia, lubricidad e incontinencia. Isabel era de culto. Por atrás o por delante. Ya lo dijo alguna vez Octavio Paz sobre el erotismo y la poesía: «el primero es una metáfora de la sexualidad, la segunda una erotización del lenguaje.» Sarli era el demonio del mejor cielo lingüístico. Ese paraíso del pecado.

Estoy seguro que George Bataille no me conocía de fisgón pero estaría de acuerdo conmigo que el erotismo nos reconcilia con nuestra naturaleza arbórea, nos da conciencia de ser un ser otro, diferente, distinto. Con Sarli podría sentirse una especie de amor y placer al mismo tiempo, soñado con los ojos abiertos. Así como dice Rodrigo Fresán de los inmortales del cine. Que por un lado están los actores que son devorados por sus personajes –yo supongo que se refiere a Greta Garbo o Marlene Dietrich, a James Dean, Alec Guinness o al joven Robert De Niro, no sé si me dejo entender– y que por el anverso están los personajes que son devorados por quienes los actúan, en este caso Ava Garner y Marilyn Monroe o Peter O’Toole o Robert Mitchum que serían de los más famélicos en el sentido carnal del término de la función y/o defunción.

Con Sarli la materia fílmica es perecible, es decir su film emblemático: “Carne”, no es más que lomo expresivo. Una metáfora de la más desenfrenada lujuria que despierta la inocente y subyugante Isabel. La escena culminante, más tocante y arrechante, es cuando Sarli, obrerita de nombre Delicia, que regresaba a su ranchito todas las tardes con ese cuerpazo y falditas al viento y frente al camal más rijoso del planeta, es raptada por unos matarifes lumpenazos.

Antes, un camión frigorífico había sido acondicionado como cuarto de hostal de una estrella por los forajidos liderados por uno a quien apodaban «El Macho». Cierto, la película desde ahí pudo llamarse «Un camión llamado deseo» pero no. Es “Carne”, tremendo dramón ultra bizarro e increíble por donde se lo mire, con algunos ítems, a saber. Con Francisco Lombardi, otro fanático de este clásico, recordábamos hace unos años, lo lumpen del vestuario y lo lúgubre de los decorados. Sólo la elegancia y el perfume de dulce ácido a hembra de Isabel salva su octavo arte.
2.
Otra dama que me salvó de la escuela fiscal fue Sophia Loren quien fue la continuidad de la belleza que soñamos desde la cuna y hasta la cama –yo imaginándome ser Rómulo y Remo en una misma persona y las italianas las lobas de leche para mis colmillitos de leche–. No me arrepiento. Sí alguna vez fue Laura Antonelli y otras Ornella Mutti, Sí, algunas noches también entraron a tallar Edwige Fenech y casi siempre Stefania Sandrelli o Sylvia Koscina o Agostina Belli. Y ya, déjense de cuatro cosas, lo diré por última vez, fue la parte posterior de Debora Caprioglio, mi delirio. Sin embargo, me quedo con Sophia Loren quien habita en mi cuarto en la oscuridad cómplice de mi erección de nonato. Ese habitáculo donde hablo solo y sólo del erotismo natural más que manual.

Así, el telón del cine fue siempre mi talón de Aquiles. Yo en ese entonces, Ulises sin perro — de la RCA Victor– que me ladre y huérfano de James Joyce, regresaba casi siempre a Itaca todas las tardes y a oscuras como un Homero hecho de sólo tacto. ¡Ah Itaca! la isla Itaca, mi segunda patria en la pantalla. Bueno, a los 13 años, uno sospecha que no sólo le falta bigotes sino algo más contundente, aquel peñón en matinée –ya han asegurado cientos de cínicos que la hora ideal para el sétimo arte es como en los toros, la tercera hora PM–. Mi segunda Itaca en realidad quedaba en medio de ese mar Jónico lejano de mi Surquillo natal. Mi segunda Itaca era la cazuela del cine Orrantia, frente al primer by pass que se construyó en Lima, obra del dictador Odría y ahí están ahora las fotos pegadas en el puente Villarán para que los pitucos no se anden quejando de los dictadores.

Entonces uno tenía la modernidad urbanística en la espalda y después, la postmodernidad cinematográfica tatuada en el pecho que era antes. En el medio siempre estaba el telón. Y los telones del cine Orrantia, imaginaba yo, casi como un intolerante D.W. Griffith ante su Babilonia de celuloide del pobre, los telones decía, siempre me parecieron las sábanas de las estrellas. Y en el Orrantia, uno no subía el telón sino, bajaba las sábanas. Y en medio de aquel lindo capullo de alhelí, aparecían ellas, las estrellas, las Star-systen de mi cazuela, el cielo del cine no aquella que es la madre de todas las sopas.

Uno en cazuela, entre los caldos de aquella unipersonal olla de teflón, se cosía a fuego lento, casi en baño e’ María, desnudo ante las diosas, solo como el primer astronauta aborigen frente a la noche espacial y especial. Y si mal no recuerdo, me hice docto en el sabor mítico antes que en el filosófico como es del cine: antes el mito está el pecado. Ya lo dije, en aquel tiempo mi visón del cine era manual. Ducho sobre esas olas nocturnas como un bronceado tablista en el sueño húmedo en una tarde de verano, cuando me hice mozallón.

3.
Ya lo dije en otra parte. No existía en aquel tiempo el pecado de la carne ni encarnado por la Sarli, ni la Libertad Leblanc, ni Ana Luisa Peluffo, ni Ana Bertha Lepe, ni Sonia Furió, ni Lorena Velásquez. Mucho menos existía Michelle Pfeiffer, ni Kim Basinger, ni Sandra Bullock. Jamás iba imaginar que luego llegarían Sharon Stone, Demmi More, Jessica Lange, Genna Davis, Wynona Ryder, Uma Turman y mi favorita actual, la Scarlett Johansson que nació en Manhattan a unas cuadras de donde Woody Allen se hizo del primer beso de una coreana del Bronx, allá en Nueva York en blanco y negro.

Y aunque tiempo después y ya con pelos bajoventrales, me hice íntimo de Laura Antonelli y Ornella Mutti gambeteando el síndrome de Sophia Loren. No obstante, la tarde que conocí a Raquel Welch, comprendí cual era la verdad verdadera de la escuela de la filosofía de la pelvis de la que tanto hablara el maestro José Ortega y Gasset en su texto “Del antiguo amor a la sabiduría no corrompida”. Y entendí también que la retórica del colchón y la erótica del catre –ver el westers Los 100 rifles, donde Jim Brown, negro él, poseía a la boliviana Raquel Welch, a la manera Siux, es decir, flechada literalmente por el falo vengador del KKK–, la erótica del catre, decía finalmente, estaba simbolizado semióticamente hablando, en el mismo cuerpo mas no en el alma de mi Raquel Welch.

Hembra de longilíneas formas, es cierto, hija de un hijo del Alto Perú y que tenía, amén de la virtud de su osamenta bien trabajada, la ternura de la locura hecha arrechura sin que en aquello tengan que ver las chompas de Evo Morales. Insisto excitado que trabajo más que actuó, desde que debutó en 1964 como papaya-girls de Elvis Presley en «El trotamundos»: A Swingin’ Summer. ¿1964?: Sí y triunfaba la minifalda; el Watusi era el baile de moda; Cassius Clay todavía llamado así y luego sólo Alí, reclamaba la corona de los pesos pesados, y Elvis vagabundeaba de un lado a otro en su motocicleta convertido en un vagabundo en dos ruedas y ella, Raquel, miraba como «El rey» de ambulante, chapa guitarra y cambia la música para siempre. Y qué culpa tiene el Rock and roll.

Isaac Asimov, autor del libro “Fantastic voyage” de 1966, editado seis meses antes de que la película se estrenara, fue apurado por los manes del sétimo arte para parir una novela sietemesina. Por eso estaba convencido de haber podido escribir un libro mejor. Asimov declaraba cuantas veces le preguntaban que el libro procedía de la película y no al revés. No creo que eso ayudara mucho. El gran autor de ciencia ficción lo dijo públicamente: «No fue una mala película, dicho sea de paso. Además, Raquel Welch interpretaba su primer papel estelar y distrajo la atención de cualquier pequeño fallo de la película». Welch no era de ficción, la película resulto un producto desechable. Ella hoy es una tía, abuela mamacita. ¿Cómo? Hija de su talento y disciplina.

El escritor nueyorkino Gore Vidal también la amaba aunque debo aclarar que él es homosexual. Morena tigresa Raquel, le gustaba hasta a los maricas. El análisis del poder y sus excesos constituye una de sus materias primas de Vidal. Léase Myra Breckinridge de 1968, entonces él y Raquel le darán la razón. Porque a pesar de esta militancia por la homosexualidad, el imaginario de Vidal está muy condicionado por la Welch. Él dice que representa el sex- symbol femenino máximo después de la muerte de Marylin Monroe y que al ser intérprete de la versión cinematográfica de su Breckinrídge, ella resultó el factor más importante para conseguir transmitir a millones de espectadores de todo el mundo la propuesta ambigua de la novela y su nombre. No lo dudo. Raquel estaba muerta para el cine pero vivirá siempre sólo para mí solo.

Esa es parte de la historia de mi vida. Uno siempre tiene una única mujer. Raquel tuvo una sola película y hasta hoy se le cuentan siete maridos. Así la recuerdo, los dos en el lecho, viviendo el uno para el otro, piel a piel, dorso a dorso y doy fe de mi primer amor, es decir, cuando yo babeaba como Rin Tin Tin y ladraba como Lassie, y que me perdone Liz Taylor –mi segundo compromiso– que para eso está el doctor Pérez Albela. Por eso sí –y no sé si me dejo entender–, si para el gozo del oído es notable el Bolero de Ravel, porque no pudo existir para el sexo oral, el Babero de Raquel.

Del libro: LA CAZA PROPIA, 2016.

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