Opinión

Epopeya andina

Lee la columna de Edwin Cavello.

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Han llegado a la capital miles de manifestantes del Perú profundo trayendo bajo el brazo tres pedidos: la renuncia de la presidente Dina Boluarte, el cierre del Congreso de la República y una nueva Constitución. Estos manifestantes que llegan desde diversas regiones, han predicado, antes de salir de sus pueblos, que no regresarán a sus tierras hasta que Dina Boluarte renuncie. Una advertencia frontal, ya que miles de manifestantes están dispuestos a sacrificar su vida con la única finalidad de derrocar al actual gobierno.

La desigualdad, el racismo y la corrupción, han acelerado un nuevo desborde popular que hoy se enfrenta a una clase política sin legitimidad y que durante años avaló un proceso de modernización excluyente. Las olas de manifestantes que han llegado a la capital en camiones, buses, camionetas y autos, cargan sobre sus hombros el deseo de justicia y el dolor de los 50 fallecidos durante las protestas en Ayacucho, Puno y Cusco.

Esta vez, la Carretera Central, esa tripa negra descrita por el escritor Eloy Jáuregui, no ha sido la puerta de ingreso del nuevo desborde popular. Cuarenta años después la Panamericana Sur se ha convertido en el útero ardiente desde donde nacen las primeras páginas de la epopeya andina en busca de una gran hazaña.

Mientras tanto, Palacio de Gobierno se ha convertido en un teatro donde Dina Boluarte actúa de presidente, Otárola de dictador y los ministros de bufones. La protesta nacional es producto de la permanente crisis que atraviesa nuestro país, y en los últimos años ha generado un caldo de cultivo que es aprovechado por los personajes extremistas que pululan incógnitos en las calles, en las Fuerzas Armadas, en el Congreso y en el propio Palacio de Gobierno.

Pero lo sorprendente es que, en tiempo récord, Dina Boluarte se ha convertido en una especie de títere que encaja muy bien con los intereses de los grupos de poder que ordenan a qué ministros poner y qué decisiones tomar. La presidente, a pesar de que desea renunciar, tiene la orden de no hacerlo, sin importar que la cifra de los fallecidos en las protestas vaya en aumento.

La ciudad convulsa y la crisis política son las primeras fotografías que se han venido observando, es decir: es lo inmediato que se encuentra en la superficie. Pero hay otras batallas subterráneas que alimentan el hambre de poder de personajes que viven en la oscuridad. Una de ellas es la batalla silenciosa del narcotráfico, mercado controlado por una pequeña elite en el Perú. ¿Acaso con el descubrimiento del narcoavión en el gobierno de Alberto Fujimori, el narcotráfico desapareció? La respuesta es no. El narcotráfico se reinventó, y desde ahí hoy se financian las verdaderas batallas.

En la actual coyuntura, hace dos días de celebró el aniversario de Lima, pero también el natalicio de José María Arguedas, a quien quiero recordar con sus propias palabras: “Yo no soy un aculturado; yo soy un peruano que orgullosamente, como un demonio feliz habla en cristiano y en indio, en español y en quechua”.  Y eso es lo que no entiende el centralismo limeño.

(Columna publicada en el diario La Razón)

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