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Hay épocas en la que todo un pueblo se representa en una sola tragedia

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Hay épocas en las que todo un pueblo se representa en una sola tragedia. El Perú de hoy no es el residuo del escándalo de Odebrecht, ni los malos manejos de los miembros del actual Gabinete de Ministros, ni la impunidad del Grupo Gloria, ni la ineficiencia de INDECOPI para hacer que dicha empresa desista del uso sostenido de una publicidad engañosa, ni la mayoría fujimorista en el Congreso, ni la entera conformación de dicha “institución”, ni el posible indulto a Alberto Fujimori, etc.  Aunque, todas estas tragedias, también, son el Perú, no lo representan tan absolutamente como el duelo que debemos experimentar ante la constatación de que nuestra juventud no tiene futuro.

Los cuerpos carbonizados de los muchachos muertos en las galerías Nicolini, presos del abuso de sus patrones y del fuego durante la más infernal de las jornadas de trabajo; los cuerpos de los soldados ahogados en Marbella hace unas semanas; los cuerpos de todos los muchachos y muchachas que se prostituyen en todos los extremos del país, desde las más concurridas calles del centro de Lima hasta el último campamento minero ilegal en el último forado que se haya deforestado para tales efectos en el corazón de nuestra Amazonía; los cuerpos y las mentes de los jóvenes drogadictos, destruidos poco a poco, en tanto, los comercializadores  y los grandes traficantes disfrutan de una vida llena de excesos y abusan del consumo y de la ética del camionetazo,  la nefasta cultura de la 4×4  que arrolla los sueños de todos los que no se adentran y se pierden en sus propias pesadillas; los jóvenes asesinados por el Fujimorato bajo la égida podrida de Vladimiro Montesinos, La Cantuta y Barrios Altos; los millones de adolescentes imbecilizados cada tarde por los programas de espectáculos y los realitys más afectados por la depravación y la indigencia más descarnada del intelecto que por cualquier asomo de grandeza; todos estos jóvenes, pero sobre todo, los que trabajan encerrados durante más de doce horas al día, desprovistos de seguridad , confort y libertad,  representan la nulidad de futuro que tendremos si no hacemos algo para modificar de inmediato todo este trágico orden de cosas.

A contracorriente del supuesto desarrollo que tiene el país en el plano macroeconómico, los jóvenes horriblemente asesinados en el incendio de las Galerías Nicolini, así como todos los otros enumerados en el párrafo anterior, nos demuestran que vivimos en una sociedad donde la vida, la dignidad y la libertad no tiene ningún valor pese a las declaraciones constitucionales y legales que supuestamente exigen su cumplimiento y respeto. En síntesis, nuestra juventud no tiene futuro alguno y el país como consecuencia de ello, tampoco.

Ante todo este panorama de calamidades y maldiciones, ¿qué podemos hacer?

En primer lugar, indignarnos, pero indignarnos de verdad porque, en estos momentos, la indignación es tan necesaria como el mejor de los planes o como la propia posibilidad de salvación. Por ello, debemos contrariar la pésima tradición nacional de la condescendencia que ha llevado a nuestro país -un pueblo, históricamente, desgraciado-  a olvidar a sus perseguidores y a aquellos que lo han maltratado tan pronto como pasa un lapso de 24 horas; debemos, también, empecinarnos en ver satisfechas nuestras revanchas pendientes y en poder saciar una sed de justicia que no conocemos, a fin de que cuando se repitan los actos que originaron nuestra repulsión, los culpables entiendan que tendrán un castigo merecido, terrible y ejemplar.

En segundo lugar, debemos terminar con los privilegios y con la impunidad de los sectores privilegiados económica o socialmente de nuestra sociedad, los que se hartan de pasear frente a sus víctimas seguros de su estado intocable. Estos deberán temer, por primera vez en nuestra historia, si se atreven a cometer un nuevo crimen o cualquier acto que sea vejatorio de los intereses de la comunidad.

En tercer lugar, debemos procurar que las leyes, aunque la mayoría sean dadas de modos perversos con la integra finalidad de mantener el orden establecido de privilegios indebidos -es decir, la corrupción generalizada, el nepotismo y el compadrazgo- y con el fin último de envilecer a la mayoría de los ciudadanos, como muchas leyes laborales, sobre todo las que corresponden al derecho colectivo del trabajo, se cumplan en beneficio de los más necesitados de satisfacción y de justicia.

Este tercer y último precepto es un elemento fundamental de transgresión y de cambio social puesto que las leyes existen y reposan en un cierto marco constitucional al que nunca o casi nunca se recurre, ya sea por considerar que la Constitución de 1993 tiene un origen miserable o porque el descrédito de la Administración de Justicia y el Poder Judicial no tiene límites en el imaginario popular.

Pese a las ideas que podamos expresar sobre estos documentos e instituciones, es un hecho que el pueblo necesita una defensa de acero y esta defensa no se la proporcionará nadie excepto el mismo pueblo. Para ello, búsquese en él, en sus extremos más radiantes y luminosos, a los representantes que en un futuro cercano ejerzan el mandato popular de modo auténtico y triunfal para no insistir nunca más en la pantomima, farsa y apayasada que llamamos política en la actualidad; búsquese a los jóvenes abogados que sienten la expresión del dolor de nuestra gente e invóquese en ellos el cumplimiento del sacramento de solo defender causas justas y deplórese a los traficantes de terrenos, a los que se dedican al lavado de dinero, a los  que defienden a violadores y delincuentes sin propósitos de arrepentimiento sincero, a los que hacen uso y abuso del favoritismo y los  lobbys en todas las instituciones públicas, a los que pagan coimas a jueces y fiscales en lugar de exponer un razonamiento jurídico que atienda a los principios fundamentales de justicia y equidad; búsquese a los médicos que prefieran sanar de verdad a sus pacientes y no desangrarlos y operarlos tan solo por lucrar y engrosar sus cuentas bancarias; búsquese a los periodistas que se atrevan a decir la verdad y no a lamer el suelo que le ofrecen aquellos que suelen prostituir a la libertad de prensa, etc.

Es acaso imposible imaginar que entre los millones de los habitantes del territorio que ahora  llamamos Perú no existan al menos una decena de héroes que puedan responsabilizarse por nuestras causas, por el destino de las grandes mayorías cuya explotación parecía haber pasado de moda como centro de la polémica política y que ahora, cruentamente, pese a al desencanto de todas las ideologías, hemos constatado como conforma una cicatriz abominable en el lado más bello del rostro de nuestra flagelada patria, ya que no puede asumir otra forma, la actualidad de la esclavitud resignada que le tocó vivir a los jóvenes que murieron carbonizados, prácticamente, ante los ojos del país entero que siguió a través de la televisión el recorrido inmóvil de su lento calvario,  la abrasiva erosión de su desesperación y su agonía.

El brazo extendido del muchacho que intento dar referencia de su ubicación antes de verse perdido por las llamas en el maldito conteiner en el que se hallaba preso mientras era explotado y/o esclavizado -no puede llamarse trabajo a ese ultraje a la dignidad de toda la incipiente nación que aún no llegamos a ser- es la imagen perfecta del poder y la opresión ejercida contra seres indefensos y vulnerables pero llenos de esperanza, la que lamentablemente no alcanzó para liberarlos de su terrible cárcel de candela y horror; ese brazo extendido de aquel muchacho que suplicaba alguna forma de ayuda es la réplica exacta  de nuestra conciencia nacional dormida, la que ahora exige no simple justicia sino venganza, porque no debemos temer más a las palabras ni filosofar desde lejos según las modas de otros países supuestamente más civilizados.

El hecho de que todo el país no haya estallado en lágrimas ante la muerte de estos muchachos es la máscara insufrible de la indiferencia ante nuestros propios pesares, el odio frío que parecemos sentir por nosotros mismos; y, es el rostro de un cholo que escupe en el de otro por sentirse más blanco que aquel y el del blanco que escupe sobre todos los demás por creerse descendiente de un virrey pero que obsequia ante los extranjeros lo que niega a sus connacionales como el uso de la denominación de origen del pisco; y, es el rostro envilecido y maquillado de un Perú que sigue prostituyéndose y que sigue siendo Lima aunque Lima ya no sea el Palais Concert sino la Carretera Central, y que insiste en ocultarse en la capital aunque el Conde de Lemos y Juan Croniqueur hayan sido sustituidos por batracios que remedan el idioma español y la apariencia de una inteligencia en la persona de todos los malhadados líderes de opinión que regentan el periodismo nacional contemporáneo.

Hay mucho por qué llorar y mucho por lo que debemos exigir justicia- y si se quiere, venganza-, pero sofrenemos nuestro instinto más básico, reflexionemos y no caigamos en el foso de nuestros verdugos, venzámosles con dignidad, hagamos uso de la ley, procuremos que la justicia nos ampare, pero, sobre todo, no olvidemos, señores lectores que han alcanzado a leer esta columna de ira, no olvidemos.

No olvidemos, nunca, todas estas muertes y excesos porque todos nosotros nos hemos excedido y hemos muerto, todos nosotros hemos sido los victimarios y las víctimas; y, todo esto, aunque intentemos ocultarlo, perfectamente, lo sabemos.

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