Literatura

ENRIQUE VILA-MATAS SOBRE BRADBURY

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UN BRADBURY PERFECTO

Escribe Enrique Vila-Matas

Ray Bradbury

AL MEDIODÍA, un descubrimiento casual. En la biblioteca, detrás de las novelas de Flaubert, encuentro -tan polvoriento como intacto, más de un cuarto de siglo sin verlo- mi añorado y extraviado número 1 de la revista de fantasía y ciencia-ficción Minotauro. Edición de 1964. En aquel año, la revista comenzó a distribuirse en librerías junto a las novelas de la colección del mismo nombre y era en realidad la edición en castellano de The Magazine of Fantasy and Science Fiction.

Aquel primer número contenía relatos de Knight, Bradbury, Boucher, Leiber, Clarke, Reed, Anderson, Bester y Ballard. Quien me lo regaló fue la primera persona del mundo a la que oí decir que quería ser mi amiga y a la que sin embargo vi sólo en dos ocasiones -en la segunda me regaló ese ejemplar inolvidable de Minotauro- y después perdí totalmente de vista, sin que haya vuelto a saber nada de ella en los últimos cuarenta y cinco años.

No leía mucho entonces y prefería con creces el cine, y de aquella revista -me inquietaba la idea de que fuera de ciencia-ficción- me limité a leer La costa en el crepúsculo, el cuento de Ray Bradbury, el único autor que me sonaba, ya que Truffaut había comenzado a preparar el rodaje de Fahrenheit 451, película basada en una novela suya. No he podido olvidar nunca que quedé absolutamente fascinado por el cuento. Hasta este mediodía siempre lo había recordado como la poética historia de dos jóvenes que encuentran a una sirena de una belleza extrema y van a la ciudad a buscar hielo para conservarla. La sirena se la lleva el mar y ellos se quedan esperando a que vuelva algún día.

Releída hoy, me ha parecido recordar que la historia me fascinó porque vi desmentirse de golpe todas las ideas, cargadas de temores, que me había ido construyendo acerca de lo que podía ser un cuento de ciencia-ficción. Creo que vi que la etiqueta de escritor de ese género aplicada a Bradbury no tenía el menor sentido. La costa en el crepúsculo, releído años después, no ha perdido su fuerza y encanto. Al igual que le sucede a la sirena, el cuento tiene unidas dos mitades y termina por ser un relato de orden fantástico, pero en el fondo perfectamente realista: «Las dos mitades de la sirena estaban unidas de tal modo que no se veía dónde la mujer perlada, la mujer blanca de agua transparente y de cielo claro, se confundía con la mitad anfibia…».

Me pareció un cuento perfecto. Allí estaba reunida, con la máxima concentración, toda una visión del mundo. Era un relato que enseñaba a escribir relatos. Era un cuento que situaba a la espera como condición esencial del ser humano. Como no había leído por aquel entonces demasiado y no tenía mucho donde comparar, la historia de Bradbury me recordó Ante la ley, de Kafka, donde el protagonista se pasa la vida esperando cruzar una puerta que sólo está destinada a él y que nunca logrará atravesar. También en La costa en el crepúsculo la espera se situaba en el centro de la historia. Leído ahora, el parentesco con Kafka no lo veo por ningún lado. Pero es que, además, la gracia de Bradbury y su genialidad estriban en parte en que, a pesar de que se han pasado la vida clasificándole, es un escritor tan original como inclasificable. En La costa en el crepúsculo es admirable su destreza en el tratamiento de la ambigüedad a lo largo de todo el relato. Es un cuento perfecto, de estirpe clásica, porque se abre a todo tipo de interpretaciones. Es el cuento de una gran anarquista y arquitecto al mismo tiempo. Su historia de la sirena en una playa desierta socava y reconstruye el paisaje banal de la realidad.

Al volver a pensar en el relato después de tanto tiempo, he vuelto también a los días del invierno de 1968 en los que adapté ese cuento para el cine, para el primero de los dos cortometrajes que dirigí en Cadaqués antes de cumplir los veinte años. La película la titulé Todos los jóvenes tristes -en homenaje caprichoso a un título de Scott Fitzgerald- y conté en ella la historia de una desesperación generacional. Silvia Poliakov fue la sirena. Quico Viader, Gay Mercader y Manuel Pérez Estremera, entre otros, participaron en este rodaje. La película no llegó a ser montada y por tanto no ha sido nunca vista y lo filmado descansa en una caja circular que guardo en casa. Del rodaje recuerdo muy especialmente un episodio extravagante: la secuencia del suicidio del autor, una escena trágica que incluí en la película y que tal vez fue el involuntario reconocimiento por mi parte de que no servía para el cine.

Hasta este mediodía, La costa en el crepúsculo no fue para mí más que un texto ligado a mi biografía cinéfila de joven triste; un texto perdido en una etérea y modesta revista de 1964; un relato no conectado con nada ni con nadie, salvo conmigo, que intenté pasarlo al cine y conservo de la experiencia unas fotografías extrañas que publicó Fotogramas. Hasta este mediodía yo creía que era un cuento que nadie conocía y que, de ir al buscador de google, no lo encontraría ni nombrado. Y sin embargo la sorpresa ha saltado cuando he visto que hay una película española de 1971, The sleeping coast, firmada por Rafael Gasent, «inspirada lejanamente en el cuento La costa en el crepúsculo».

¿Es Gasent alguien que en aquellos días llevó una vida paralela a la mía? ¿Tiene Gasent una mínima noticia de todo esto? Lo más curioso es que el año pasado revisó aquella historia rodada en su juventud y «filmó Living in the coast, basándose en aquel cuento de la sirena (…) tomando apuntes de la narrativa de Bradbury, pero llevándolos a su propio terreno». O sea que muy probablemente es alguien que, como yo, ha visto su vida marcada por aquel relato de Bradbury.

Ese primer número de la revista Minotauro -me indica también google- fue publicado por el gran editor argentino Francisco Porrúa, al que hace unos años conocí en Barcelona y me trató con un inesperado cariño inolvidable, como si intuyera o creyera que estábamos unidos por más cosas que un simple saludo. Porrúa fue el editor en 1955 de Crónicas Marcianas -también de Bradbury, traducida bajo seudónimo por el propio Porrúa y con un inolvidable prólogo de Borges- y el histórico primer editor de Cien años de soledad.

Como pensaba que nadie conocía ese cuento perdido, me he llevado también una sorpresa al enterarme de que lo escribió Bradbury tras leer «un encantador poema de Robert Hillyer sobre el hallazgo de una sirena en Plymouth Rock». Ahora, para completar un círculo imaginario, debería averiguar quién es el tal Hillyer y tal vez acercarme algún día a la playa de Plymouth Rock y repetir allí la secuencia del suicidio del autor. Y de paso comprobar que tampoco Plymouth Rock me pertenece plenamente.

www.enriquevilamatas.com

 

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