Por Carlos Rivera
La primera gran oportunidad perdida
El inicio de la campaña electoral para las presidenciales del noventa estuvo sazonada por insultos, rabietas y demás agravios entre los partidos políticos, como si las elecciones fueran un singular banquete de inmundicia entre los aspirantes a la «Primera Magistratura» (así llamaban al cargo los respetables y cultísimos periodistas capitalinos). Siempre el buen decir adecentado, la palabra rebuscada, la frase poética para salir de lo común. Entonces yo contaba con trece años y mi único refugio eran los libros y todo lo que cayendo en mis manos tuviera letras. Recordé en esos momentos que años atrás en mis afanes de búsqueda de ídolos y modelos, me encontré con la obra de Mario Vargas Llosa.
Una vez, recostado y aburrido en mi cama sin poder dormir, decidí hurgar en el viejo cajón de revistas antiguas y demás cachivaches, donde hallé algo para entretenerme: una gruesa revista antigua en blanco y negro que contenía un extenso reportaje a Julia Urquidi. Sí, la famosa tía Julia que inspiró a Vargas Llosa su provocadora novela La tía Julia y el escribidor. Leí la nota ardorosamente y conseguí el libro después, entendiendo a mi manera, desde la cortedad de mis años, las distintas dimensiones de la realidad, la ficción y aquellas pasiones que nos pueden conducir a la locura. Desde entonces supe que quería ser escritor; desde ese suceso revelador, Mario se convirtió en culpable de consolidar aún más esta toxicomaníaca pasión volviéndome su «fan»; recortaba cualquier fotografía suya que saliera en los diarios o revistas, pegándolas en un viejo cuaderno que el tiempo y el descuido se encargaron de desaparecer.
En mi familia todos éramos socialistas. Fidel Castro, Barrantes, la Unión Soviética eran los temas recurrentes de conversación; nuestro apoyo era total, a rajatabla. La tesis era la siguiente: la izquierda con los pobres, la derecha con los banqueros. Crecí entonces con la simpatía marcada hacia el socialismo y cuando Mario saltó a la palestra política en un mitin, allá en 1987, en rechazo a la estatización de la banca y del brazo de toda la parafernalia publicitaria y de los carroñeros líderes mediáticos que lo secundaban, mi familia lo aborreció. Me fastidiaba la incertidumbre. Mi ídolo, mi modelo de escritor defendiendo a los malditos banqueros, y el aprismo y la izquierda «estoicamente» sacando cara por la medida. Ahora el FREDEMO postulaba al escritor a la presidencia. No era posible. ¿Qué había pasado con Mario? Aún no entendía de los vaivenes ideológicos a los que estaba acostumbrado nuestro novelista. A pesar de ello, solo y triste me iba con mi aire de adolescente proletariado a los mítines de la Izquierda en la Plaza de Armas, aplaudía y escuchaba con atención los gritos de unos cuantos pelagatos que se rompían el pulmón como una enorme masa. «¡Proletarios del mundo entero, uníos!», decía el buen Karl Marx (y yo lo repetía como lorito). También deseaba conocer en persona a Mario y estrecharle la mano e intentar tomarme una fotografía con él. La oportunidad electoral parecía precisa para mi propósito. Pero un izquierdista (de 13 años), según mi catecismo marxista cavernícola, jamás podía mezclarse con esos tipos que defendían a los ricos, mejor dicho, no debía compartir plaza con esos pitucos que el novelista ahora representaba. En esos días noticiaron por los medios que el escribidor llegaba a Arequipa para cumplir con unos mítines en el Cercado y la plaza Las Américas de Cerro Colorado, a unas cuadras de donde vivía. Se chismoseaba sobre ómnibus contratados y un millonario despliegue de volantes y regalos. Mario llegaría entre las siete y ocho de la noche a la plaza de mi distrito, el alcalde preparaba un pomposo recibimiento dada la militancia fredemista que compartían. Fui sigilosamente al lugar como un espía, como alguien que de pura casualidad pasa por el ahí. A su llegada, la gente –que no era mucha– se arremolinó a su alrededor con abrazos, saludos y gritos eufóricos de «¡Mario presidente! ¡Mario presidente!». El picapica y los ramos de flores decoraron la noche. Lo observé y lo sentí imponente, no reflejaba la imagen misma del poder sino la del puro intelectual comprometido con una causa. Dentro de mí, las ganas me indicaban correr, ganar su mano y decirle a uno de esos fotógrafos que merodeaban el paraje que nos tomaran una instantánea para inmortalizar su presencia; y lo que yo no hice, muchos lo hicieron sin gran esfuerzo. Amaba la literatura, admiraba a Mario, pero él era liberal, y este escribiente, izquierdista. He ahí el dilema y me quedé con los brazos cruzados, lleno de sentimientos encontrados. Corría el tiempo y el escribidor desplegaba su cariz político. Habló y todos aplaudieron su breve discurso, luego se fue centelleante ante mis atónitos ojos llenos de lágrimas y de rabia.
La segunda vez
Alejado de los avatares de la política peruana, Mario volvió a la literatura a tiempo completo. Su nombre se voceaba mundialmente como candidato al Nobel, su estatura intelectual tomaba una solidez impresionante. Yo caí seducido por la política y quise contribuir con mi granito de arena. Lejos ya de la miserable dictadura de Fujimori y Montesinos y respirando eso que dicen democracia, me lancé a apoyar a Alejandro Toledo con un grupo de amigos. En la efervescencia de la carrera electoral, nos enteramos que Toledo llegaría un sábado para un mitin por la mañana al ritmo de un candente sol en plena Plaza de Armas. Pero la directiva era que había que recibirlo en enorme caravana desde el aeropuerto. Llegué al lugar a las 10:00 a.m., la cantidad de carros que se aprestaban a acompañarlo era impresionante. Toledo todavía no llegaba (eran los comienzos de la hora Cabana), de modo que podía distraerme curioseando el recinto. A un lado, casi distante del populacho un grupo de periodistas susurraban como cuidando que nadie se enterara de la primicia: Vargas Llosa vendría a respaldar al nuestro candidato. ¡Magnífico! La gente esperaba a Toledo por el pasadizo principal y aproveché para irme a buscar otras puertas y ver la sigilosa entrada de Mario. Ni rastro del novelista, pasaron unas horas y dos sujetos con la velocidad de un rayo aparecieron custodiándolo y de inmediato lo introdujeron en un vehículo de lunas polarizadas, quise acercarme pero los policías me lo impidieron. Con el alboroto tras la llegada del cholo sano y sagrado, perdí de vista a mis amigos. Los motores se encendieron, subí como pude a la primera camioneta que hallé al paso, con una banderita, mi silbato y la rimbombancia por la enorme caravana y el emocionante deseo de aproximarme al escritor.
Al llegar a la Plaza de Armas, mis ilusiones se pulverizaron: un mar humano de gente gritando alborotada esfumó la posibilidad de acercarme a él. Toledo ingresó por San Agustín y la música del escenario retumbaba los oídos con el slogan sugerente harto conocido: «Toledo, más trabajo». Mientras nos distraían con música de campaña electoral en el alto escenario, apareció el cholo junto a Mario Vargas Llosa y el alcalde Juan Manuel Guillén Benavides. La gente vio con agrado y aplaudió con tesón el respaldo. El lugar se convirtió en una fiesta.
Concluido el mitin, intenté sortear la muchedumbre, acercarme y «robarle» a Mario un apretón de manos o un abrazo. Era imposible, por la seguridad y los policías que acordonaron la zona. Agotado y derrotado, regresé a mi casa, agarré Ceremonias de Cortázar y por unos instantes me alucinaba en la maravilla estructural de su narrativa. De reojo, Los cuadernos de don Rigoberto, desde la mesita de noche, me hacía un guiño para no sepultar aún mis esperanzas.
La oportunidad perfecta
El Paraíso en la otra esquina servía para pretextar la presencia de Mario, otra vez en Arequipa. La Alianza Francesa celebraría un conversatorio sobre Flora Tristán junto a Sara Jofré, Tito Cáceres Cuadros y Eusebio Quiroz Paz Soldán. Dicho evento se llevaría a cabo en el Monasterio de Santa Catalina y posteriormente cruzarían hacia los claustros de la Alianza para una recepción. Accedí a una invitación, por un proyecto periodístico que realizaba con unos amigos. Aquel 23 de marzo de 2003 sería la oportunidad que estaba esperando: llegaba Mario, pero también cumplía años mi dulce enamorada. Armados de micrófono, una cámara y reportera nos aprestábamos a cubrir el evento. A mis compañeros poco les importaba la presencia del novelista, sólo los alimentaba el puro interés de la noticia. En la Plaza de Armas se instaló una pantalla gigante y sillas para que los que no contaban con las invitaciones del caso no se pierdan de las magistrales ponencias. Filmamos lo que nos interesaba, tenía que distribuir bien mi tiempo, pero a las 9:00 de la noche debía recoger a mi novia de la universidad, además de entregarle su regalo que guardaba en mi saco. Mario, a las 8:55, cruzó la calle acompañado de un séquito, para ingresar a la Alianza Francesa. Encargué entonces a mis amigos cubrir la recepción en tanto tomaba un taxi rápidamente y regresaba con mi enamorada. Al regresar, el local estaba repleto de gente: una reja gruesa y varios hombres de seguridad no permitieron el ingreso a nadie que no tuviera invitación o credencial de periodista. En vano rogué a mis colegas periodistas que ubicaran a mis compañeros, quienes de seguro me devolverían mis documentos que por descuido dejé en una de las mochilas. A nadie pareció importarle mi súplica. Resignado, nos dirigimos abrazados hacia la calle a esperar silenciosamente el final del evento. Los tiernos ojos de mi novia y su fuerte abrazo, como sintiéndose culpable, trataron de aliviar el sabor de la amargura: el escribidor estaba adentro y yo tristemente afuera. Mientras los minutos transcurrían, ocurrió en segundos como un relámpago, salió Mario junto a Patricia. Se dirigían (o mejor dicho venían) hacia mí; en el lugar había una vendedora de caramelos que quizás no sabría quién era él; se acercaron más y lo tuve cara a cara. Estreché la mano de Mario y toqué uno de sus hombros e hice una venia hacia su esposa (mi enamorada estaba muda); busqué en los alrededores un miserable fotógrafo o alguien con una filmadora, pero no había nada de eso, no pude ni siquiera lograr que me autografiara uno de sus libros que compré y olvidé adentro. «¡Mario!», grité cuando él ya huía de la muchedumbre, de la prensa y de los fanáticos que pululaban en pos de una primicia, un saludo o una firma. Mario se introdujo en un auto rojo junto a su esposa y se marchó. Al rato mis amigos con todo el equipo me dieron alcance y nos despedimos sin comentar nada. En mi interior hervía el resentimiento. Fui a casa de mi novia y nos sentamos en su viejo sofá intentando celebrar su día. ¿Quieres que te lea algo, amor mío?, dijo melodiosamente, mientras sus dulces labios buscaban los míos en un honesto y sublime esfuerzo por aliviar mi pena. Léeme algo de Gabo, respondí. ¡Sí, hoy sólo quiero leer a Gabriel García Márquez…!