Libertad bajo Palabra / Percy Vilchez Salvatierra

En memoria de Ezra Pound

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Conocí la obra de Ezra Pound en la universidad, pero no recuerdo ya si empecé por la célebre mención de Luis Hernández o por todo lo que Hemingway nos dice sobre él en “A Moveable Feast” (“París es una Fiesta”).

Luego, le debo a la casualidad (o la providencia), que, entre los anaqueles de las bibliotecas de Trujillo, haya encontrado un ejemplar de “Personae” en la cuidada edición de “El Manantial Oculto” que, inmediatamente, fotocopié, divulgué entre los amigos, leí y releí hasta el hartazgo.

En esta selección de su obra que toma el título del segundo libro publicado por Pound (el primero fue “A Lume Spento”, que pagó con su propio peculio en 1908 en Venecia) se consignó toda su poesía anterior a los “Cantos”, obra a la que el hombre dedicó las últimas décadas de su vida y a la que no renunció, ni siquiera, estando preso y cercano a la tortura en Saint Elizabeth, por ejemplo, y, sin duda alguna, en su hora más oscura en Pisa (“No eres más que un perro golpeado bajo el granizo,/ solo una urraca hinchada bajo el sol veleidoso, medio negra, medio blanca,/ y ni siquiera distingues el ala de la cola”).

Pound, así, tuvo una impactante repercusión en mi modo de enfrentar y entender a la literatura, y, en particular, a la poesía, pues se mostraba harto de “versitos” y de detalles ornamentales y, en cambio, apuntaba a una veta profunda de la escritura como una exhibición de sabiduría (pese a que, también, incidía en ornamentos de vez en cuando). Y siendo que tenia veinte años cuando supe de este poeta admirado, no pude evitar verme yo mismo, ficticia y equívocamente, como un poeta corriendo los riesgos que solo pueden corren los poetas o los santos (acaso, también, los endemoniados) y que conllevan, generalmente, no tener más posesiones en el mundo que lo que puede caber en una maleta de viaje y hasta aquí llega cualquier asomo de elogio al poeta que era cuando tenía veinte años y leía a Pound con mucha suerte, pues estaba aburrido de todas las demás propuestas que estaban a la mano en aquellas épocas.

En todo caso, puedo decir (sin mentir) que nunca había visto, en otro poeta, hasta ese momento (2002-2003), el despliegue de conocimientos, de potencia y de imaginación que en el maestro Ezra era lo más natural del mundo.

Claro está que, en su momento, se encargó de exponer varios episodios de la mediocridad social de ciertas escenas vivenciales y culturales de su tiempo, pero en sus instantes más inspirados es tan puro y fuerte como solo podrían serlo Homero o Dante o Blake, cada uno en el propio sentido de sus inabarcables propuestas.

Es fama que corrigió a Eliot, mutilando hasta en dos terceras partes a “La Tierra Baldía”, aunque él mismo no se haya medido tanto con su propia obra (creo que para el bien y la satisfacción de la literatura del futuro), pero eso no me hizo admirarlo, puesto que, al fin y al cabo, Eliot me gusta muy poco y, en el momento de la corrección de “The Waste Land”, ambos eran cercanos en edad y prestigio. Es decir que dicha enmendadura no era extraordinaria y contaba, además con el aval de la víctima (o el favorecido), menudo favor.

En cambio, el colosal William Butler Yeats (que, si me gusta mucho) padeció, también, el escalpelo poundiano pero en una circunstancia muy distinta. En ella, el irlandés era ya un poeta laureado y el pelirrojo, apenas un joven poeta inmigrante que, además, era el secretario del inmenso simbolista céltico.

Sucedió, simplemente, que Yeats encargó a Pound el envío de unos poemas a la revista Poetry de Chicago (editada por Harriet Monroe en aquella época) y se largó a hacer otras cosas con la seguridad de que nada ni nadie contravendría su deseo, pero no contaba con la mítica testarudez de Ezra (que tantos problemas le acarrearía algunos años después).
Pound leyó los poemas y en un acto de insolencia que sería demente, sino hubiera estado justificado por, quizás, el más alto sentido de la estética del que se haya tenido noticia (editó a Joyce, a Eliot a Yeats, etc. y todos ello le rindieron los más intensos homenajes) le enmendó la plana a la propuesta de su empleador.

Luego, cuando el irlandés colérico vio la versión impresa de los poemas con las singulares variaciones de su secretario montó en una bronca muy digna de un bárbaro, pero, al cabo de algún tiempo, reconoció que el joven aprendiz era ya un maestro y que lo había reconciliado o reconducido a “lo concreto”. Elogio mayúsculo de un poeta espléndido para otro rey entre los poetas de su tiempo, noblesse oblige.

Detenernos en su obra y en todas las anécdotas que su turbulenta y rebelde vida produjeron sería no acabar nunca. Sintetizaremos este elogio, por lo tanto, diciendo que sin Pound incluso la movida renovadora de la poesía peruana de los años sesenta habría sido sino imposible sí, por lo menos, mucho más aburrida de lo que fue puesto que le tomaron el pulso a su dicción y a su cotidianeidad, pero se olvidaron de su profundidad y su locura, de su tenaz persecución de la sabiduría y de su lucha contra el conformismo intelectual (caer en el comunismo, así como así, por ejemplo). En fin, un tipo divino e infernal, poliédrico y polígrafo, un genio.

Curiosamente, cuando lo leí en inglés, varios años después del primer contacto con su obra, no le hallé mayores méritos sino puros elementos de detracción (demasiada “música” y “sonoridad” excepto en los poemas genuinamente portentosos e inmensos). Pese a ello, conservo a “Sextina Altaforte” y a “Alabanza de Isolda” como dos de mis poemas favoritos de todos los tiempos. También, y no por ello de modo menos importante, debo precisar que, desde el primer momento, admiré y admiro aún hoy, su temeridad y su valentía como artista. Querer compendiar todo el conocimiento humano que Dante no incluyó en la Comedia es una proposición más digna de titanes que de frágiles poetas y siendo que Pound era un poeta, esta subversión de su endeble condición es asombrosa y loable.

Pound es, así, “il miglior fabbro”, pero no solo por las minucias que le concedió Eliot, sino por lo inabarcable de su aventura literaria y existencial, acaso exageradamente libresca, pero vital y efectiva, potente y salvaje pese a la síntesis de todas las culturas a las que tuvo acceso.
Un monstruo divino, acusado de loco, de fascista y de genio. Salió bien parado de las tres enormes acusaciones en su contra pese a todo lo que sufrió.
Nunca habrá otro como él.


P.S.

1. Tower of Pisa/ Alabaster and not ivory. Y eterno,/ Para ferias de fascistas/ Quien la canta./ Y ebrio ya de belleza y en demencia/ (Puede ser que sus ojos sean nuestros)/ Rojo mar y el adriático crepúsculo/ Y dos guerras herrumbradas en su frente:/ Frente a la lívida amenaza de la historia:/ Ezra Pound,/ Ezra/ Y su ejército perenne en pie/ De muerte./ Torre de Pisa/ Et cinis et cilicium.

2. Ezra:/ Sé que si llegaras a mi barrio/ Los muchachos dirían en la esquina:/ Qué tal viejo, che’ su madre,/ Y yo habría de volver a ser el muerto/ Que a tu sombra escribiera salmodiando/ Unas frases ideales a mi oboe./ El milagro se oculta entre lo oscuro/ Donde olvido y memoria son tan sólo/ Los reflejos de lo áspero y amado,/ La ilusión que ha surgido de enebro/ Duramente recuerdo tus poemas,/ Viejo fioca,/ Mi amigo inconfesable.>>
“Ezra Pound: Cenizas Y Cilicio” – Luis Hernández.

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