Asentir cuando todos asienten, aplaudir cuando todos aplauden, firmar un manifiesto cuando todos firman, es lo políticamente correcto. Pero hace años que no hago cosas por congraciarme con el resto, ya son varias décadas que voy por la otra vereda. Al principio no quise que fuera así, pero después lo tuve que aceptar. Lo supe a los pocos días de recibirme de policía, a fines de 1983. Un oficial de la PIP, el amigo que me inscribió para postular y me compró el prospecto de admisión, fue emboscado y acribillado por Sendero Luminoso mientras se dirigía a su Unidad. Se le rindieron honores, fue velado como un héroe en el patio de la Escuela, pero después, en las calles, la gente se alegraba del crimen y hasta me reprochaban que yo hubiera tenido amistad con él. Lo mismo pasó cuando comenzaron a llegar, en bolsas negras, los cadáveres de los colegas abatidos en Zona de Emergencia. En el fondo, fuera de las noticias y las pompas fúnebres, nadie en la ciudadanía reconocía que esos policías habían ofrendado sus vidas por librar al país de las garras del terrorismo.
Hoy, después de tanto tiempo transcurrido, veo que nada ha cambiado. Es una lástima, me causa un gran pena que escritores y poetas a quienes aprecio, suscriban un manifiesto donde se afirma que la policía actúa impunemente, desde la década del 80, contra los derechos fundamentales. Eso no es cierto. Yo fui policía en esa década, educado en la Escuela de la PIP de ese entonces, y nunca se me instruyó para desconocer los derechos constitucionales. Al contrario, lo primero que se me enseñó fue que tenía que actuar dentro de la Constitución y las leyes. Y así lo hice, como lo hizo también la gran mayoría de mi promoción. Se nos enseñó, asimismo, a amar al Perú, profundamente, a pesar de las diferencias y contrariedades, así el Perú nos maltrate. Porque amarlo es sufrirlo. Y se sufre cuando se pone en el manifiesto, entre otros malos ejemplos del accionar de la policía, al llamado Baguazo. Porque en ese caso los policías fueron masacrados, 20 de ellos perdieron la vida por reestablecer el orden, y el mayor Felipe Bazán, mi amigo y paisano, fue desaparecido. Hasta ahora el padre viaja a Bagua, una o dos veces al año, con la esperanza de hallar el cuerpo de su hijo.
También es una pena las muertes recientes de compatriotas en Apurímac, Arequipa y Cusco. Sin embargo, hay que mirar las cosas en su verdadera dimensión: ellos se pusieron previamente al margen de la ley. Incendiaron aeropuertos, quemaron locales públicos y privados, atacaron comisarías, tomaron de rehén a policías. (El mensaje desesperado de un efectivo de la comisaría de Chincheros pidiendo refuerzos, me hizo recordar cuando Sendero tomó la comisaría de Uchiza y asesinó a diez policías. Estos también pidieron refuerzos, pero la ayuda nunca llegó). ¿Hubiera sido mejor, acaso, que murieran los policías a manos de la turba? No lo sé, pero sospecho que un gran sector de la población se hubiera alegrado. Y es que es una tarea ingrata imponer el orden y defender la ley. Casi nadie lo reconoce ni, mucho menos, lo agradece. Pero alguien tiene que hacerlo. La nación entrega las armas a los policías y militares para que cumplan con esa misión, y luego, cuando se cumple el cometido, esa misma nación los acorrala y condena.
Con todo, yo también creo que los recién fallecidos, jóvenes que tenían toda una vida por delante, son víctimas. Pero no del Estado ni de la presidente ni del Congreso ni de los policías o militares, sino de los movimientos subversivos que están detrás de las protestas. Claro, muchos dirán que ya empecé a terruquear. Eso está de moda, se ha vuelto la razón de peso para desacreditar al que piensa diferente. No importa. Lo que sucede conmigo es que ya he vivido todo esto y tengo memoria, y lo que está pasando me parece una figura repetida. Así empezó Sendero, así empezó el MRTA, y la ciudadanía los subestimaba, decía que eran simples abigeos, y luego, cuando vieron el tamaño del monstruo, corrieron a llamar a los policías y militares. Y nos obligaron a pelear, nos mandaron a Zona de Emergencia, y, después que lo derrotamos con las armas, nos dieron, como pago, la persecución, el encarcelamiento. Conozco algunos compañeros que aún no terminan sus procesos.
Pero ahora la cosa es diferente. Ni Sendero ni el MRTA tenían, en sus inicios, la logística ni el financiamiento que tienen ahora. Han tenido tres décadas para reconstituirse y el apoyo económico del gobierno de Castillo. Y han crecido, son miles, mucho más de lo que la gente cree. Los puedo ver, oler, están ahí. Y no les importa Castillo ni el Congreso; ellos solo quieren forzar nuevas elecciones para tomar nuevamente el poder. Saben que están mejor organizados que los partidos políticos y que pueden ganar en unos nuevos comicios. Para eso, están dispuestos a llenar las protestas de jóvenes muertos. Así piensan obligar a la presidente Boluarte a renunciar y, al presidente que asuma, a convocar a elecciones lo más próximo posible, sin reformas políticas. Si lo logran, van imponer una asamblea constituyente a su medida. Si no lo logran, van a desatar el terror.
Yo también deseo una nueva Constitución, creo que el sistema político actual ya está agotado, que el modelo económico debe orientarse a cerrar las grandes brechas sociales y que se debe ir hacia otro proceso de regionalización. Pero quiero una Constitución como fruto de las mejores mentes del país y no como un producto de la horda, los violentistas y los subversivos. Pensaba, sinceramente, que Verónica Mendoza, a quien consideraba una lideresa inteligente y moderada, podía conducir este cambio de una manera sensata y serena, pero ella perdió las elecciones y prefirió aliarse al gobierno corrupto de Castillo. Con ello, tiró por la borda todo su crédito político. Y ahora no veo buenas señales en el horizonte. Entre las cerrazones, aparecen Sendero Luminoso o Antauro. Ambos, los rostros peruanos del Khmer Rouges.
Hace unos meses, en el verano, me reuní, después de muchos años, con mi promoción de la PIP. Nos alegramos, nos abrazamos y recordamos. Nos acordamos de nuestros compañeros caídos, de los encarcelados, de los que estuvieron en la lista negra de Sendero, de los mutilados, de los minusválidos (ninguno de ellos tiene un espacio, ni siquiera una foto, en el Lugar de la Memoria). A ninguno se nos dio alguna vez las gracias por haber peleado por el Perú. Y nadie reconoce que gracias al esfuerzo y a las vidas de los jóvenes policías y militares de mi generación, los peruanos tienen la libertad y los derechos que ahora gozan. Sin duda, no están en el mejor de los mundos, pero nada de lo que hacen ahora podrían hacerlo si Sendero Luminoso hubiera ganado el conflicto. No estamos resentidos. Asumimos lo que nos toca. Después del enfrentamiento, no se hizo nada por reconciliar el país. Y a nosotros nos tocó estar en la otra vereda, por donde pasan los que son señalados. Pero tenemos memoria. Y esa memoria, los resquicios de luz del pasado, nos permite, de alguna manera, entrever lo que está por venir. Por eso no firmo el ya indicado manifiesto. Pero deseo, como nunca en mi vida, estar esta vez equivocado, y que todos mis amigos que lo han firmado, estén en lo cierto.