Esto no es una crítica literaria, gracias a Dios. Afortunadamente estoy descalificado para ello. Es una alegría comprobar que vuelve a suceder. Reconocer espíritus afines representa siempre, en cierto grado, el fin de la soledad.
Desde que conocí el trabajo de Orlando Mazeyra en el 2009, de inmediato me atrajo su intensidad en la narración, pero sobre todo su falta de afectación. Admiré su arrojo y desfachatez. Celebré cruzarme otra vez en el camino con un escritor que tenía las suficientes agallas para seguir más a su corazón que a su cabeza.
Como cualquier otra actividad en la vida, escribir responde a motivos e influencias, refleja habilidades y tendencias. Si la naturaleza conduce hacia la línea recta, es seguro que las curvas (o rodeos, en este caso) no tendrán lugar. A Mazeyra, en cuestiones de estilo, no le interesa ser fino ni elegante. Mucho menos refugiarse bajo la sombra de ningún autor, digamos, consagrado. Su lenguaje es frontal, duro y crudo. Prescinde de adornos insulsos e inútiles. Ésta es una de sus cualidades más relevantes. Porque, en literatura, no se trata de escribir bonito sino de perturbar, en más de un sentido.
Las historias de “Mi familia y otras miserias” (en impecable edición de Tribal -salvo pequeños detalles de carácter tipográfico) están colmadas de rabia, agonía y sorpresa. Poseen además la extensión precisa para producir el impacto deseado. No se puede decir que son una ofensiva bofetada en la cara, pero sí un amistoso empujón por la espalda, que sacude al lector, lo despierta y lo mueve a reflexión.
Sus personajes batallan con sentimientos contradictorios: son acosados por adicciones, rencores, ataques de pánico e ideas de suicidio; sus aspiraciones románticas pugnan por vencer simultáneos coqueteos con la promiscuidad; la tentación al ridículo y el permanente conflicto entre vocación y profesión (que en un mundo ideal –excluido el de un escritor- debieran ser las dos caras de la misma moneda) les corroe el alma.
La trama, en la mayoría de relatos, se desarrolla con tacto y sutileza, proveyendo información en el momento adecuado, reteniéndola cuando es conveniente. En unos pocos, por el contrario, la línea narrativa experimenta un giro demasiado brusco, apurado incluso, dejando la impresión de que salta muy rápido a la conclusión y que un proceso más pausado pudo haber alimentado y enriquecido el contenido.
Ya que no se puede complacer a todos, habrá algunos lectores que se enojarán señalando sólo aspectos de teoría literaria. Los menos sofisticados en cuestiones académicas, seguramente tendrán mejores posibilidades de apreciar la lectura, aprovechando la oportunidad de mirarse en un espejo por fuera y por dentro. Después de todo, si estos relatos no hubieran surgido de las entrañas de su autor –sino sólo de su cerebro-, no tendrían la fuerza que tienen ni transmitirían la emoción que transmiten. Y ésa es, justamente, la intención del verdadero arte.
Personalmente, me alegro de que Mazeyra haya desoído en su momento el discurso familiar, que asegura entre disfraces cariñosos que la literatura es una pérdida de tiempo, una quimera absurda, un error fatal, y haya optado por la lealtad suicida que le impone su auténtica vocación.
Me alegra también compartir con él los gustos por las películas de Scorsese y De Niro (¡qué dupla genial!), el rock (de Calamaro y compañía), el fútbol (a pesar de la frustración congénita) y, en especial, los esfuerzos diarios por encontrar un camino de cambio y crecimiento (personal).
Hincha a muerte de su arequipeño FC Melgar, los colores rojo y negro parecen estampados en cada uno de sus textos, que a simple vista en este libro se presentan como una descarga feroz, virulenta, y enconada contra su núcleo familiar. Pero en realidad –y en el fondo- son mucho más que eso. Son una declaración de amor a sus seres más queridos.