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En el nombre de la madre: supervivencia trans en cuarentena

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(Gaby Mariño, activista, matriarca)

Crónica y fotos: Sol Pozzi-Escot

Es  una  voz  que  corta  a  través  del  velo  y  desnuda  una  palpitante  realidad.  “Muchas de nosotras somos creyentes hace años. Tenemos fe. Creemos en Dios.” Gaby Mariño es una mujer trans, tiene 63 años, es fundadora de la ONG “Ángel Azul” y ha dedicado su vida a la defensa y promoción de los derechos trans. Pero el suyo no es un Dios ausente, que, de lejos, mira cómo sus hijos se consumen en el calvario de una vida posmoderna. Es el Dios que te lleva hasta el final de la lucha, aunque sea justamente esa lucha la que muchos, con ínfulas pseudo-divinas, condenan. Happy pride.

Lucha Reyes,  Ramón Castilla y José Olaya  aparecen  uno  tras  otro  en  las columnas que sostienen nuestra desdichada- y veintiúnica- línea del metro. El taxi se desliza, silencioso, por la Tomás  Marsano,  como  hipnotizado  por  el sol escondido en nuestro cielo gris. De pronto, ídolos y héroes se esfuman de las cansadas columnas: hemos llegado a San Juan de  Miraflores.  Acá,  nuestros  héroes  operan  en  carne  viva, se desprenden de los pilares grises del abandono, y se alzan en humanidad. El taxi se detiene delante de la casa. Bajo y llamo por teléfono. Sale Eduardo a recibirme.

Subo al segundo piso y el gris se evapora en un recuerdo lejano. El crema de las paredes, el  ocre  de  las  columnas,  y  ese olor  a  orégano que  anuncia  que  la  labor  que  está  por comenzar parecen  rebelarse,  en  un  impulso  de  vida  y  hermandad,  ante  la  muerte inclemente que acecha a la vuelta de la esquina. André y Alexia, en la cocina, prenden las hornillas y colocan las ollas: a trabajar.

Eduardo Juárez, representante de la ONG Red Peruana TLGB, cuenta que el proyecto de olla común para poblaciones LGTBI ha tomado varias formas desde que, el 15 de marzo, el presidente Vizcarra decretó el estado de Emergencia y la cuarentena. Con el respaldo de la universidad  Cayetano  Heredia,  Eduardo  empezó  gestionando  la  entrega  de  canastas  a estas  poblaciones, proyecto que, al verse amenazado por las recurrentes prolongaciones del aislamiento social obligatorio, fue cambiando de piel hasta ser lo que es hoy: una olla común realizada 3 veces por semana en la sede de “Ángel Azul”, a la cual acuden, en cada una  de  estas  fechas,  entre  50  y  60  miembros  de  la  comunidad,  quienes  recogen  dos porciones del plato del día, y buscan, de esta manera, resistir un día más. Un día más sin trabajo, un día más sin bono, un día más del otro lado del espejo.

Eduardo prepara carteles que se utilizarán en el video que realiza para la marcha virtual del orgullo LGTBI

“En sí, no existen las poblaciones vulnerables: nosotros somos vulnerabilizados”, sentencia Eduardo, estoico pero esperanzado, con un aire solemne coronado por su chompa crema con cuello alto que se confunde con  el color de la pared detrás suyo. Me cuenta que para muchos miembros de la comunidad, la cuarentena se ha vuelto una carrera por los 15 soles diarios que necesitan para asegurar un día más en el cuarto que arriendan. A muchos ese objetivo  se  les  ha escapado, y, ante la mirada esquiva de un Estado impávido, han sido expulsados  a  su  suerte.  Y  no  solo  se  les  ha  despojado del derecho a la vivienda, sino, también, del derecho a una atención médica eficaz: menciona denuncias de la ONG Givar, que  puso  en  evidencia  la  realidad  de  pacientes  LGTBI seropositivos que no han podido acceder a su tratamiento antirretroviral en el marco del ya mentado estado de Emergencia.

Sin embargo, matiza, no hay que generalizar: el hospital María Auxiliadora, precisa, intenta en  medida  de lo posible asegurar los tratamientos antirretrovirales, y, cuenta agradecido, que  la sociedad civil ha tendido una mano amiga. Desde ONGs hasta compañeros de la comunidad,  como,  por  ejemplo  Julio,  vecino  de San Juan de Miraflores, quien alberga a compañeros LGTBI en su casa. Un incipiente olor a sopa se cuela por mi mascarilla: es un milagro que estemos, todos, vivos.

La sopa está lista.

Los  preparativos  continúan,  y,  eventualmente,  surge  la  gran  olla,  rebosante  de  sopa de verduras, majestuosa en su timidez cotidiana. Eduardo, con ayuda de Alexia, la pone en la mesa. Algo ha cambiado en el aire. No estamos solos. Volteo, y veo a Gaby.

Por fuera, ternura: una casaca delgada, rosada, una blusa blanca con florcitas blancas en la parte superior, pelo rizado que cae hasta la altura de los hombros, y una mirada que todo desdichado  hijito  miraflorino  de  madres  imperfectas  anhela  ver  posada  sobre  uno.  Por dentro,  un  fuego  (hasta  entonces)  indescifrable,  un  coraje  humano-muy-humano  que  se enfrenta  una  y  otra  vez  al  indiferente  “hoy  no,  amiga”  de  una  manada  de  idiotizados tiktokeros: nosotros, tú, yo. Habla, y es como si la mascarilla que cubre su boca se hiciera invisible en señal de respeto. Escucho.

Estos últimos meses han sido, para ella, devastadores: cuenta que ha perdido a 4 miembros de  su  familia,  y  teme  perder  a  su  madre  de  93  años,  que,  admite,  sobreprotege.  La matriarca necesita también una madre. Pero, ante todo, necesita justicia. El abandono que sufren sus hijas espirituales forma parte de su pesar. Calcula que el 90% de la población trans  en  nuestro  país  se  dedica  al  trabajo  sexual,  que  hoy,  en  cuarentena,  no  se  ha detenido. Es eso, o la calle. “Cuarentena o no, la gente sigue teniendo sexo”, sentencia. Y me cuenta, creativa, que ha estado pensando en protocolos sanitarios, de distancia y uso de  mascarillas,  a  ser  implementados  por  las  trabajadoras  sexuales  trans.  “Nada  por  la boca”, lanza finalmente.

“Hacemos  lo  que  tenemos  que  hacer”,  me  cuenta.  Y  la  tarea  es  ardua  y  dolorosa.  Me explica  que  el  Fondo  Mundial  para  la  lucha  contra  el  VIH/SIDA,  Tuberculosis  y  Malaria asigna un fondo económico para poblaciones vulnerables LGTBI en nuestro país. En estos lares, dicho fondo es administrado por CONAMUSA (Coordinadora Nacional Multisectorial en  Salud),  que  es  conformada  por  miembros  de  la  comunidad  LGTBI,  universidades,  y Ministerios.  Sin  embargo,  explica,  a  causa  de lo que ella interpreta como “problemas de comunicación y presencia” LGTBI en este organismo, los fondos originalmente destinados para  estas  poblaciones  fueron  a  parar  a  manos  del  Ministerio  de  Salud  y  Trabajo, ministerios que hoy, admitámoslo, brillan por su ineficacia. “Hay momentos en los que me he cansado, y he dicho ya basta. Sientes que luchas contra la corriente, y que ya no puedes más”. Pero el deber prima: una madre siempre es una madre. Amor eterno.

De acuerdo a la Dirección del VIH del MINSA, hay 6 mil personas trans en nuestro país

Los  tallarines  saltados  ya  están  listos  y,  en  el  primer  piso, comienza a armarse la cola: llegaron  los  chicos.  En  el descanso de la escalera que conecta, por fuera de la casa, el segundo  piso  con  el primero, Gaby recibe los tapers   que llevan los chicos y chicas, los desinfecta,  y  se  los  da  a  Alexia,  quien,  a su vez, sube para luego volver con los tapers provistos  de  sus  respectivas  raciones,  que  la  matriarca  devuelve,  acompañados  de  un condón  y  lubricante.  Una  y  otra  vez,  risueña  y  pícara,  reparte  los  alimentos.  Joseph, colaborador de la ONG, prepara un video para la marcha virtual del Orgullo que se llevará a cabo este 27 de junio. Las chicas posan ante su lente cogiendo un letrero de los varios que, esa  misma  mañana,  preparó  junto  con  Eduardo. “¡Ponle mil filtros!”, grita Gaby mientras Joseph se esfuerza por encontrar el encuadre estético.

De pronto, soy testigo de una conjunción divina: un vecino escucha, a todo volumen, “I’m coming out” de Diana Ross, himno LGTBI por excelencia. Se acerca una mototaxi, llegan dos chicas más. Eduardo me presenta, primero, a Olenka. “Hemos llegado a un punto en que ya no nos importa el COVID, nuestra única preocupación es pagar nuestra habitación”, me confirma. Converso también con Monserrat, quien, orgullosa, afirma su independencia: “El estado no me ha hecho un abono, no hay apoyo familiar tampoco, he vivido en base a ahorros y apoyo como este”.


Olenka, como la mayoría de chicas trans de Lima, es migrante de provincia

Cada vez son más los que se van con su taper lleno que aquellos que llegan con uno vacío. Esperamos  un  rato  más,  y  damos  la  tarea  por  terminada.  Gaby,  sigilosa,  regresa  a  su fuerte,  el  primer  piso  de  su  casa.  Subo  con  Eduardo,  Alexia  y  Vicente,  y  me  invitan  a almorzar.  Me  siento  en  la  mesa  con  ellos  y  pruebo  la  sopa.  Compruebo  que  todo  lo cocinado con amor es rico, y no hay amenaza de virus que me detenga.

Gaby no está, pero su presencia se siente. Su voz parece levantarse en cada brillo de los espejos, en cada banner informativo, en cada sonrisa bajo una mascarilla. La de hoy no fue la Última Cena: fue la milésima batalla, esa que, aquí y ahora, y no en el espejismo lejano de  un  fantasma  urbano,  se  lucha  y  luchará  incansablemente.  Hasta  quemar  el  último cartucho.

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