Cultura

En busca del poeta Leoncio Bueno: «Cuando veas una palmera, te detienes. Es mi casa»

Una crónica de Edwin Sarmiento

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Por Edwin Sarmiento (*)

Esta es una crónica de viaje. Un alucinante recorrido que hicimos Domingo Tamariz Lúcar (95 años, a quien, cariñosamente, sus amigos llamamos Taquito), Justo Linares Chumpitazi o también Justito (87 años) y yo, en busca del poeta y periodista, Leoncio Bueno Barrantes (104 años, plenamente disfrutados). Fuimos casi a la aventura, buscando una casa, que, por toda dirección, el poeta me dijo que tenía una palmera en la puerta. Eso sí: disfruté mucho la tarde en la que el poeta Bueno y los periodistas Tamariz y Linares; ellos, miembros de la Tertulia del Chivo Castillo, se agarraron en un duelo verbal de recuerdos, desde cuando Benavides y Bustamante y Rivero eran presidentes del Perú, en la primera mitad del siglo pasado y yo empezaba a nacer en Lucanas, al sur de Ayacucho.

Fue un viaje con muchos sobresaltos, pero lleno de alegría el que nos llevó a casa del poeta, en Pamplona antigua, como ahora se le conoce. Leoncio, el poeta proletario, hombre de mil oficios, preso por manejar un camión de Lima al Cusco, sin saber que allí iban escondidos un grupo de jóvenes trotskistas que habían asaltado el Banco de Crédito para “expropiar” dos millones de soles de sus arcas y destinarlos a fomentar cuadros revolucionarios en el campo en los años 60, siendo intensamente buscados por la policía, nos esperaba en su puerta y estaba ahora compartiendo, con nosotros, sus historias, cada vez más alucinantes, combinadas con las que aportaban Domingo y Justo, con las suyas, haciendo de este viaje, por la periferia sur de Lima, una experiencia muy profunda, difícilmente de olvidar.

Cuando el poeta empezó a trabajar, como reportero, en Vistazo, revista de Domingo quien era, a la vez, director, ya era cincuentón. Incursionaba en el periodismo con el mismo ímpetu que ponía en cada creación poética. Pero mucho antes, en 1946, ya había dirigido el periódico “Revolución” de un partido trotskista en el Perú. Cómo pasan los años, dice, bajito, Leoncio, desde su asiento, flanqueado por los periodistas Tamariz y Linares. Taquito lo mira, se detiene breves segundos y luego recuerda que él mismo ya era cuarentón, aquel entonces. Sí pues, los años vuelan, dice Justito, sumándose al silencio de otros breves segundos que yo los siento una eternidad.

Están los tres, solazándose de un pasado que llega a borbotones. Aprovecho las pausas para preguntar cómo era el periodismo en Lima de los años 60. Full adrenalina, dicen. Domingo Tamariz (95) es el más longevo en el oficio. Fue dueño y director de la revista Vistazo, que tenía la virtud de convocar, todos los viernes, en su sala de redacción, a las siete de la noche y hasta que el cuerpo aguante, con los primeros rayos solares del sábado, a jóvenes poetas de las generaciones del 60 y 70, quienes alternaban con los intérpretes y compositores de la música criolla y andina, a los que se sumaban los periodistas de otros medios de la época. Allí estaba el poeta Leoncio Bueno, que se iniciaba en el periodismo, junto con los poetas César Calvo, Reynaldo Naranjo, Arturo Corcuera, Antonio Cisneros, Juan Gonzalo Rose y los más jóvenes integrantes del movimiento Hora Zero.

Gobernaba el Perú el arquitecto Fernando Belaúnde Terry, en su primer período, hasta que fue derrocado por el general Juan Velasco Alvarado, quien cambió el rostro del país, dignificando, sobre todo, a los campesinos. Ahora, 65 años después, en casa de Leoncio Bueno, recuerdan cómo fueron esos años. El poeta cuenta que Domingo Tamariz lo envió como corresponsal viajero a distintos países, para su revista Vistazo. Le puso un fotógrafo y se alojaban en buenos hoteles, qué carajo.

—Yo estuve en la primera conferencia de prensa de Salvador Allende— recuerda, Leoncio. Era Chile de 1970. Se inauguraba el primer gobierno socialista en América Latina.

—Le dimos un gran despliegue de ocho páginas en la revista—, interviene Domingo.

—Me puse en primera fila y después le di la mano al compañero Allende—, se ufana Leoncio.

—Tremendo lujo estar, en Chile, por esos años—, interviene Justo.

Los tres hablan, a ratos, al mismo tiempo. Se escuchan, apenas, silabeos, pero sus ojos brillan de puro contentos. Domingo me había pedido, hacía dos meses, que, por favor, ubicara al poeta Bueno, su amigo.

—Me han dicho que ha muerto, ¿tú qué sabes?— me preguntó un día. Igual había ocurrido conmigo, hace 30 años. Había dejado de verlo ya muchos años, cuando un día, no recuerdo quién, me dijo que Leoncio había muerto. Y lo di por muerto, hasta que una noche, revisando mi correo, encontré este mensaje: compañero, Sarmiento, te leo con frecuencia y me gusta lo que escribes. Yo estoy aquí, a tus órdenes, cuando tengas tiempo. ¡El poeta estaba vivito y coleando! Vivía en Pamplona Alta, una zona ubicada en las laderas y cumbres de los Cerros Puquio y Pamplona, que agrupa asentamientos formales e informales en el distrito de San Juan de Miraflores, al sur de Lima, según te puede guiar Google, como lo hizo conmigo, esta vez, en un viaje que a Domingo, Justo y a mí, nos pareció como el viaje del Niño Goyito que bien lo describe Ricardo Palma, por los preparativos y la distancia del viaje mismo. Cuando estés cerca, me llamas para orientarte, me había dicho el poeta, días antes. Y eso hice.

—Leoncio, hermano, dame el número de tu casa—le dije, al vernos perdidos entre buses, combis, triciclos y motos que se nos cruzaban por las calles que subían y bajaban por esas laderas. Y la tarde que amenazaba con irse más temprano.

—Hermano, ubícate por el Parque Industrial de Villa el Salvador. Mira hacia tu izquierda, luego sube cuatro cuadras, después sigues, por la derecha, dos cuadras. Llegarás a un cruce y verás una carretilla que vende salchipapas. Continúa esa calle, luego gira a tu derecha y después a la izquierda. Más adelante está el cruce con mi calle y allí divisarás una palmera en la puerta de mi casa. Tranquilo nomás–, me orientó el poeta.

—Leoncio, lo que quiero es el número de tu casa—, le repetí.

—Con la palmera te basta. Es fácil divisarla. Yo saldré a mi puerta a esperarlos— respondió. Media hora después dimos con la bendita palmera, con la gracia de Dios, si Dios existe, y la ayuda de un mototaxista, quien trazó un croquis imaginario en la palma de su mano izquierda, intentando orientarme de la mejor manera. Sólo trate de no estar mirando su celular, me recomendó al despedirse.

Allí estaba el poeta, acompañado de Gladys, su hija. Apoyado en un bastón, se mantenía en pie, vigoroso, solemne, sonriente. Un sombrero de paja con ala corta, cubría su calvicie premiada con el tiempo. Su rostro color a tierra húmeda, mantenía, curiosamente, la misma lozanía de sus años mozos, destacando el mismo bigotito de cuando lo conocí, ufff, ya ni recuerdo cuándo. No parecía que tuviera 104 años. El reencuentro fue emotivo, no lo puedo negar. ¡Llegamos!, dije, al ver al poeta y mientras estacionaba el carro, éste había avanzado a la pista, con los brazos extendidos.  ¡Taquito!, gritó Leoncio, abriendo los brazos. Domingo me había dicho que no lo veía hacía 30 años. Al bajar, los dos se apretujaron en un interminable abrazo mientras, Justo, esperaba su turno para tomarle de la mano y decirle “poeta, yo lo recuerdo desde cuando iba a su taller El Túngar, en Breña. Extrañaba mucho este momento”.

Por los años 70, el poeta tenía un taller que recargaba baterías y él trabajaba como mecánico electricista. Era, al mismo tiempo, animador del movimiento de poetas proletarios 1ro de mayo. Cuando no había qué recargar o arreglar el sistema eléctrico de los carros que le llegaban al taller, Leoncio, escribía poemas que más eran proclamas altisonantes de combate y cambio revolucionario. Ya años atrás, había publicado “Al pie del yunque”, su primer libro en 1966, cuyos poemas habían sido escritos mientras estaba preso en la isla El Frontón, por sus ideas políticas. Después vendría “Pastor de truenos”, siempre con una fuerte carga ideológica trotskista, teñida de una atmósfera de soledad y de encierro. Ya en su madurez poética, Leoncio publica “Invasión poderosa” en 1970, justo al cumplir 50 años. Después le sucedería “Rebuzno propio”, poemario que le valió para recibir una mención honrosa en el Premio Nacional de Poesía en 1973.

Luego llega “La guerra de los runas” en el que incorpora el elemento andino a través del huayno como expresión artística. Hace nueve años, publicaría sus dos últimos libros “Memorias de mi desnudez”, una especie de antología de sus libros anteriores, con algunas innovaciones y “Cantos al sol de Cieneguilla”, una celebración de la amistad dedicada a un amigo poeta. Hasta que, finalmente, fue galardonado con el “Premio Casa de la Literatura Peruana 2016”, en mérito a su labor poética forjada al pie del yunque, entre fragua y fragua, autodidacta él, a diferencia de los poetas del 50 y 60 que salían de las capas medias ilustradas de la universidad y no como, Leoncio, de tierra adentro, desde los cañaverales y con overol de obrero y olor a ácido de batería, que hizo del poeta el más proletario de los proletarios que, para ser justos, era él solo y alguien más. Y lo último: el Ministerio de la Cultura acaba de reconocerlo, previo concurso público, como “Persona meritoria de la cultura”. Ustedes se preguntarán, ¿cuál es el secreto de su tremenda lucidez y vitalidad?, Su hija Gladys, que tiene 70 años y lo cuida, y dice ser su secretaria ejecutada; no ejecutiva, nos cuenta: “se debe al esfuerzo de su familia. A él no le falta nada. Tiene su cable con el que ve sus noticias, tiene su buena comida, buena compañía. Para tener una buena salud, no hay casualidades. La vejez requiere tener un buen entorno. Y eso es lo que él tiene”. Ahí recordé una vieja lectura de García Márquez. Él decía: la muerte no llega con la vejez, sino con el olvido. La tarde caía y todos ponderábamos la salud del poeta Bueno.

—Tú sí fuiste siempre sano—, le dice Domingo.

—Ni tanto, siempre estuve cagado—responde el poeta. Luego recordó que, cuando nació en la hacienda La Constancia, en La Libertad, su madre no tenía leche y él sobrevivió, enclenque, con la leche que le dio una tía que, por esos días, también trajo al mundo a su hijo. A mi tía le sobraba leche, dice risueño. “Tuve una niñez de pecho de pollo”, agregó. Esa flacura, sin embargo, no impidió que en su tierra, Leoncio, destacara como el mejor lampero, desde niño. Oficio que le valió para que en Lima encontrara, con facilidad, trabajos en el rubro construcción, siendo contratado, ni bien llegado a Lima, para trabajar en la construcción del edificio que hoy ocupa el ministerio de Trabajo, en la Av., Salaverry en Lima. Durante la conversación, el poeta recordó que cuando llegó a Lima, en 1939, la ciudad tenía 400 mil habitantes. Gastaba 10 centavos al día en pasajes (ida y vuelta) y el pan francés costaba un centavo. Ah, y por un plato de buen churrasco pagaba 15 centavos. Qué tiempos.

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(*) Periodista, cronista, profesor universitario. Ejerció el periodismo en los diarios Correo, La República, Diario de Marka, semanarios El Buho, Jaque, Vistazo, Caretas, Somos del diario El Comercio, entre otros.

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