Opinión

Emilia Pardo Bazán, la escritora contestataria

La condesa que impulsó el Naturalismo y remeció la literatura española.

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La condesa y escritora Emilia Pardo Bazán, nacida en La Coruña en el siglo XIX (1851-1921) desde muy pequeña tuvo una relación cercana con los libros y acudía diariamente a la biblioteca de su padre, donde se encerraba por horas para adentrarse en las diversas historias fantásticas de los autores universales. Mujer de carácter, y pese a ostentar título nobiliario; fue la que impulsó el Naturalismo en España, movimiento que surgió como una respuesta al Romanticismo, y en 1883 luego de una accidentada separación del marido, inició un fuerte romance con Benito Pérez Galdós, cuando éste se encontraba en el apogeo literario.

El ensayo ‘La cuestión palpitante’ y la novela ‘La Tribuna’ dieron el origen a su fama de escritora rebelde y provocadora; sin embargo, su novela más famosa ‘Los pazos de Ulloa’, la consagró y España fue testigo de una autora prolífica y contestataria; algo prohibido para una mujer de entonces.

Pardo Bazán, también fue una productiva escritora de cuentos, de los que se llegaron a publicar más de seiscientos cincuenta; entre ellos ‘La Resucitada’, un relato corto y espeluznante…la historia de Dorotea está provista de una descripción escalofriante, donde la atmósfera cobra gran relevancia visual y con un ritmo que nos mantiene en vilo. Aquí un extracto del relato:

“Ardían los cuatro blandones soltando gotazas de cera. Un murciélago, descolgándose de la bóveda, empezaba a describir torpes curvas en el aire. Una forma negruzca, breve se deslizó al ras de las losas y trepó con sombría cautela por un pliegue del paño mortuorio. En el mismo instante abrió los ojos Dorotea de Guevara, yacente en el túmulo.

Bien sabía que no estaba muerta; pero un velo de plomo, un candado de bronce le impedían ver y hablar. Oía, eso sí. Y percibía —como se percibe entre sueños— lo que con ella hicieron al lavarla y amortajarla. Escuchó los gemidos de su esposo, y sintió lágrimas de sus hijos en sus mejillas blancas y yertas. Y ahora, en la soledad de la iglesia cerrada, recobraba el sentido, y le sobrecogía mayor espanto. No era pesadilla, sino realidad. Allí el féretro, allí los cirios…, y ella misma envuelta en el blanco sudario, al pecho el escapulario de la Merced”.

(Columna publicada en Diario UNO)

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