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«Elecciones» un cuento de David Flores Heredia

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Me levanté entre gritos y silbidos que venían de abajo (07:15 am): “fíííí, fuu, fíííí. ¡Levántate oe conchatumareeeeeee!” Sin más, me desperecé rápido, me puse un polo azul, un short deportivo (pelotero) y cogí una franela roja. Bajé corriendo los cuatro pisos de mi edificio y apenas llegué a la puerta me uní al coro de siete niños de ocho a nueve años (mis amigos) todos con franelas en mano que seguían silbando y gritando a otras casas: ¡Apúrate pe conchatumare!, ¡conchatumare apúrate!

Seguimos así por unos 10 minutos, hasta que nos aburrimos y Carlos dijo en voz alta: “Oe mao, mao de una vez a la Sagrada. Mao, mao –se unieron todos- Mao a la Sagrada, apúrate que tan llegando los carros”. Todos nos fuimos trotando hacia la calle que estaba a la espalda del colegio La Sagrada Familia para coger los automóviles que llegaban para parquear y poder votar, eran las elecciones entre Fujimori y Vargas Llosa.

Cuando llegamos a la calle (07:30 am), organizados, partimos media cuadra en siete espacios, utilizando ambas veredas como stands de una tienda con un solo pasadizo. El espacio de la esquina a 30 metros de cuadra era para Carlos (el mayor), al frente y en la misma proporción estaba colocado Puchungo (su hermano menor), al lado de Carlos, Kike (su otro hermano, el intermedio), frente a Kike, Alfredo (el tartamudo), al lado de Alfredo, Pichi, frente a Pichi, Nino (su hermano) y junto a Nino yo.

Los carros entraban a la cuadra a cada momento por el norte y por el sur. Así, en un cerrar y abrir de ojos la calle estaba llenecita. Habían llegado más muchachos, algunos de Mendoza, otros de La Selva (por el mercado) y otros de por el barrio, todos tenían espacio en las cuadras aledañas. La cantidad de coches y gente era impresionante, la mecánica del asunto, también.

Llegaba el auto, algunas veces con una familia, otras veces con una pareja o con solo un señor. Apenas lo veías, te acercabas y le preguntabas: “Señor pa cuidarle el carro pe”. El señor te miraba, a veces sonreía, y te decía: “ya, cuánto es”. Respondías: “Cincuenta céntimos”. Te respondían: “Ya”. Listo el contrato empezabas a cuidarlo. En algunas ocasiones añadías (especialmente si el señor estaba con su familia y veías que tenía cara de tener plata): “Señor si quiere le puedo dar una limpiada a su luna a un sol no má”. Algunos accedían, otros no.

Claro, entre los clientes había algunos duros, otros atorrantes, unos estúpidos, y algunas familias (desde el hijo al papá o de la hija a la mamá) totalmente asqueados de nuestra realidad, ésos nos miraban como a pordioseros que les queríamos robar, causándoles repulsión en sus gestos y cobardía en sus actos. Con todos ellos había solo una conducta posible: mandarlos a la mierda.

Conforme pasaban las horas a uno se le antojada una chicha, una papa rellena, un higadito, cualquier cosa; total, teníamos plata y no habíamos tomado desayuno. Así, pasaban las horas comiendo y conversando, cuidando los carros, alucinando que alguno de nosotros algún día se compraría un Mercedes. Jugando. Imaginando muchas cosas.

Poco a poco fue pasando la hora y cada uno se distraía más, ya que no había tantos autos. Como a las tres y algo algunos se fueron, otros se alejaban a comprar más lejos y otros simplemente desaparecieron, aunque antes de irse algunos, prometiendo regresar al toque, me indicaron: “Oe Chupetín, le das una marcada a mis carros pe”.

Así fue que me quedé solo observando la cuadra con pocos vehículos estacionados, todos en orden. También observaba hacia la puerta del colegio donde los tardones hacían cola para poder votar porque a las cuatro de la tarde se cerraban las puertas según la ley. También había borrachos y belicosos que se querían pelear con los soldados para ingresar, situación que era disuadida, en algunas ocasiones, a golpes.

Fue en esos momentos de soledad en que llegó una banda de cinco maleados como de once a trece años, con palos, piedras, uno con un cuchillo pequeño y otro con un vidrio grandazo cortado en forma de triángulo, sostenido como una punta. Ése, el del vidrio, era el mayor, el que daba las indicaciones y el que más achorado se mostraba.

Precisamente el del vidrio me vio y se me acercó gritando: “O conchatumare saca la vuelta conchatumare que ahorita te mato”. Yo no me movía, sólo lo miraba. Él se ofuscaba por mi tranquilidad y junto al del cuchillo se me acercaron aún más, pero esta vez veloz, gritando: “¡Ah conchatumare! Tú te crees bien pendejo, ¡no!, ahoritita se te va a quitar todita la pendejada. Te voa a coser conchatumare, vas a ver”. Mirando a su amigo agregaba: “mao a coserlo a este conchasumare”.

Se aproximaron aún más y yo que estaba solo hice el amague de querer defenderme (me cuadré como para trompearme) y cuando estaban a tres, cuatro pasos, miré rápido a los lados en busca de ayuda (no había nadie) y emprendí una carreraza retrocediendo a toda velocidad.

Los cinco matones me correteaban mientras Puchungo que me vio empezó a gritar: “¡Oe abusivos de mierda, abusivos de mierda!”. Felizmente gritó porque apenas me agarraron los maleantes me metieron un palazo en la cara, un par de puñetes en el cuerpo y una patada que casi me manda al suelo. Yo trataba por todas las formas de no caerme porque ya había visto miles de veces cómo te pateaban la cabeza (como a pelota de fútbol) cuando caía el perseguido al suelo.

Gracias a los gritos vino un policía y me soltaron los cobardes, sin embargo no les hicieron nada, solo los amonestaron. A lo que ellos ni caso le hacían, solo se iban a pararse en mi lugar donde tenía tres carros al cuidado. Una señora que había visto la escena comentaba en voz alta:“Claro, como son delincuentes no les hacen nada, a pesar que le pegan al chico, encima roban, se drogan, policía maricón.”

Puchungo se fue corriendo como para el barrio a llamar a la gente. Yo estaba desmoralizado, con lágrimas en los ojos, pensando en la impotencia que sentía por no poder sacarles la mierda a esos atorrantes. Con mucha cólera porque no era justo que me saquen de mi sitio, el cual había cuidado desde las siete y media de la mañana y que ahora era ocupado por esa sarta de idiotas.

Caminé un poco por los alrededores pensando en lo que me había sucedido, intentando calmarme mirando lo que pasaba en la calles. Había una cantidad sin igual de señoras en las puertas de sus casas vendiendo panes con algo, chicha, maracuyá, ceviche casero, carretillas de churros, heladeros, policías y gente que caminaba apresurada para votar.

En mi recorrido pasé por una calle donde había una familia (dos niños jugando, una señora gorda sentada junto a su esposo y sus hermanos) escuchando música a todo volumen y tomando cerveza como si hubiera una fiesta en la calle. Todos llevaban polos naranjas con el símbolo del partido de Fujimori y saludaban o insultaban a quien pasara. Uno de los insultados fue un señor que pasaba tranquilo luego de votar, al parecer era conocido de la familia porque al verlo saludaron muy efusivamente: “Hola Ernestito ¿qué tal?” El señor respondió: “Bien hermanito”. A lo que el esposo añadió entusiasmado y con el vaso de cerveza levantado: “Ernestito hoy somos Chino”. “No hermanito, no pasa nada”. Santa respuesta que desató las iras del cabeza de familia: “¡Cómo que no pasa nada oe conchatumare!

Al parecer su respuesta había vuelto locos a esa familia, ya que mientras lo continuaban insultando se pararon todos (los tres hermanos hombres y la mujer gorda) mirándolo como perros asesinos a punto de abalanzarse sobre su presa. Yo proseguí mi camino, no tenía ganas de ver espectáculos.

Di un par de vueltas y al cabo de unos minutos de reflexión regresé a la cuadra con curiosidad por saber qué había pasado. Cuando llegué divisé a Carlos, Pichi, Puchungo y Kike que estaban reunidos en torno a dos carros en el espacio de Puchungo. Al verme se acercaron rápidamente y me preguntaron: “¿Oe qué te hicieron esos reconchasumares?” “Nada conchasumare, se achoraron hasta las huevas, y como estaba solo tuve que sacar la vuelta nomás, pero igual me chancaron un poco”. “Ya causa, ya fue, ya los sacamos arrancados a esos pavos de mierda, abusivos se creen, hijos de puta”.

Luego del pequeño diálogo conversamos sobre los pormenores de los golpes que me dieron y de la forma cómo botaron a esos payasos. Estuvimos muy animados conversando de todo ello y de fútbol. Hablábamos del Mundialito, de los equipos que vendrían, de la final en la pista, las patadas y las jugadas de oro. Hablábamos también del colegio, que casi a ninguno le gustaba porque nos enseñaban de tal forma que nadie entendía, o bien el profesor te mandaba a copiar o era un profe pegalón o todo el salón se lo pasaba técnicamente “por los huevos” haciendo lo que se le viniera en gana.

Así pasaron los minutos y se hicieron las cuatro y media, ya casi no había carros ni mucha gente. Los pocos que tenían uno que otro carro se aburrían y los dejaban abandonados a lo que otros aprovechaban para robarse los espejos y huir. Nosotros al ver que la situación se estaba poniendo fregada, ya que mientras avanzaban los minutos llegaban varios choros en busca de espejos, radiadores, llantas, o lo que sea, decidimos irnos juntos caminando pausado.

En el camino al barrio (que estaba a dos cuadras) todos íbamos contando el dinero ganado individualmente, entusiasmados por lo que podríamos comprar. Carlos pensaba en comprarse en Gamarra un par de zapatillas estrellita azul para jugar pelota. Puchungo también. Pichi pensaba en comer. Yo tenía algunas ilusiones, como comprarme una camiseta o una cometa. Kike era el más entusiasmado, pues decía que había ganado 13 soles y con ello podría irse a Renovación para cacharse una puta. Excitadísimo daba una serie de detalles sobre lo que había escuchado de las damas de la calle y lo que él les haría que todos terminamos por burlarnos de él, diciéndole que era un pajero. Relajados y riendo llegamos al barrio donde todos se separaron hacia sus casas.

Rápidamente y muy contento subí los cuatro pisos de mi edificio contando mi plata, emocionado porque había trabajado y quería contarle a mi abuelito y a mi mamá que había ganado plata y pedirle consejo sobre qué comprarme. Así fue que llegué y entré gritando: “Miren, miren, ¡hoy he ganado doce soles cincuenta cuidando carros!” A lo que mi abuelito me dijo con sus ojos entre brillantes y entusiasmados: “¡Bien hijo! porque no había para la comida”.

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