Actualidad

EL “TERRORISTA” TÚPAC AMARU II

Published

on

“El indio es rencoroso; aborrece al blanco y al mestizo con toda su alma; procura engañarles y prenderles; si no les declara la guerra franca es por cobardía. En él, como en todos los esclavos, fermentan odios mortales e inextinguibles”.

José de la Riva Agüero

“Amparémonos al indio, y que coma de nuestra mano el pan vigorizante de la sana vida física y moral”.

Carlos Wiesse

“(La raza india tiene) una vida mental casi nula, apática, sin aspiraciones…”.

 Clemente Palma

 

Túpac Amaru II (TA II) no fue pacifista, ni precisamente un indio elegante de estilo europeo, ni el símbolo cuáquero de una fracasada “revolución” velasquista, ni la pancarta de algún grupo moderno levantado en armas, ni mucho menos el mote de un rapero lumpen muerto a balazos en las calles de Las Vegas (Túpac Shakur). Quizás la definición más cercana que se puede hacer de él, según los nuevos conceptos dados por la CIA, el Congreso norteamericano y por la RAE oligárquica, es el de revolucionario o, en su defecto ideológico, “terrorista”, que es como, al parecer, lo ven por aquí los descendientes directos de los españoles, los criollos, kukluxklanistas y/o “españoles étnicos”.

Veamos algunas razones extraídas de diversos tratados, apuntes de la época y libros que nos hablan claro de lo que hizo TA II cuando se levantó contra el yugo explotador y esclavista, que, curiosamente, en el Virreinato español, también estaba representado por un 90% de indios, negros y mestizos, por lo que muy bien podría haberse denominado a esta gesta la guerra civil de TA II (o “la guerra terrorista” de TA II).

Túpac Amaru preparó su insurrección durante varios años (entre cinco y siete, según los entendidos) y usó 75 viejos fusiles y dos cajones de sables. Asimismo, saqueó las arcas del Rey y robó los impuestos con los que financió las primeras campañas contra los tiranos españoles. Saqueó y confiscó haciendas y propiedades y extorsionó —lo que hoy llamaríamos “impuesto de guerra”— a los señores feudales de Lampa, Carabaya, Azángaro, Paruro, Calca, Lares, Tinta, Quispicanchis, etc., etc. TA ahorcaba a los corregidores, representantes del rey Carlos III, y ejecutaba a las autoridades; aparte, destruía obrajes y, como los primeros ludistas de la primera Revolución industrial, también los telares, inundaba las minas y demolía las incipientes máquinas dieciochescas, e incluso llegó a robar ganado y a matar a los animales que no se podía llevar. Y, cómo no, infiltró a los mitayos (obreros indios): “En Chocaya los agentes de Túpac Amaru —los hermanos Calavi— se emplearon como fundidores en unos grandes hornos cerca de Tupiza, a fin de divulgar entre los trabajadores las ideas de la rebelión” (J. J. Vega, Túpac Amaru, 1969).

Fue también uno de los primeros rebeldes en dar libertad a los negros, e incluso uno de sus brazos derechos fue el mulato Antonio Oblitas, el mismo que fue ejecutado al lado de TA. Otros negros líderes que enfrentaron ferozmente las huestes realistas fueron: “José Manuel Yepes, esclavo del cura Pomacachis; Pedro Pablo, esclavo de don Manuel Tagle; Miguel Landa, esclavo de don Tiburcio Landa; y Jerónimo Andía, su portero” (Melchor de Paz, Crónica de la sublevación de Túpac Amaru, 1786, publicada por Luis A. Eguiguren, 1952, tomo II). Uno de aquellos rebeldes “de color” alcanzó incluso un puesto directivo en Chuquibamba (Arequipa). Hubo también “tres negros herreros de Sorata que sirvieron de fusileros” a Túpac Catari, otro rebelde antihispanista que se levantó en Bolivia y cuya historia es también un homenaje al curaca (jefe nativo) de Surimana, Tungasuca y Pampamarca.

Pero TA fue católico y cristiano confeso, primitivista. No obstante, la Iglesia también lo condenó a muerte y organizó brigadas de clérigos armados, ejércitos con sotanas que perseguían y mataban a indios en nombre de dios y del rey Carlos III. Por ello, José Gabriel Condorcanqui, TA II, incendió la iglesia de Sangarará y les cortó el cuello a muchos religiosos que se la querían dar de “neutrales”, cuando el cobarde ejército realista, que lo perseguía, se escondió en las catacumbas. Y ordenó que se apresara al cura de Chumbivilcas y a todos los curas que predicaran contra su rebelión.

En las afueras de La Paz, hasta donde llegó la revuelta, también se incendiaron dos conventos y se lincharon a sacerdotes. Muchas iglesias más fueron saqueadas e incendiadas y sus imágenes y estatuas, demolidas, e incluso se llegó a cometer orgías y descuartizamientos dentro de los templos. Y, cuando la asonada alcanzaba su mayor auge en 1781, ordenó la pena capital a todos los españoles que no se plegaran a su causa. La violencia tupacamarista no tendría límites, pues ya estaban sentenciados a muerte y lo único que les quedaba era “morir matando”, como dijo el indio Dámaso Catari a las autoridades españolas: “Para mí y los míos lo mismo es morir hoy que mañana”, “[…] atravesados de balazos, los unos sentados y los otros tendidos aún se defendían tirándonos muchas piedras” (Boleslao Lewin, La rebelión de Túpac Amaru, Buenos Aires, 1967). Por eso mismo, cuando iban perdiendo la guerra, los indios sobrevivientes se suicidaban o imploraban a los realistas que los ejecutaran de inmediato. Las razones sobraban. No obstante, y, como se vio después, la represión —donde no se perdonó a mujeres indígenas embarazadas ni a recién nacidos que fueron arrojados contra las piedras— superaría con creces el intento de TA por libertar a su pueblo.

Alguna vez, el conquistador e historiador español Pedro Cieza de León apuntó en su Crónica del Perú: “Dios nos libre del furor de los indios, que cierto es de temer cuando pueden efectuar sus deseos”. Después de varios siglos, todavía hay hispanófilos, retardatarios y/o reaccionarios que siguen pensando igual, o, en el mejor de los casos, opinan desde el “justo medio” como aquel pasquín seudopacifista que se publicó en la Ciudad de los Reyes cuando la rebelión de don José Gabriel Condorcanqui tocaba a sus puertas: “Si vence Túpac Amaru/malo, malo, malo./Si el Visitador/peor, peor, peor/y en aquesta indiferencia/el Virrey y la ciudad/paciencia, paciencia, paciencia”.

Como colofón, dejo aquí la sentencia y barbarie contra Túpac Amaru II, Micaela Bastidas, familiares y seguidores, narrada por un testigo de la época y que es el origen del clásico poema de Alejandro Romualdo “Canto coral a TA”, que, tranquilamente, podría incluirse como testimonio dentro de la última CVR en nuestro país:

“A Verdejo, Castelo y a Bastidas se les ahorcó llanamente; a Francisco Túpac Amaru, tío del insurgente, y a su hijo Hipólito se les cortó la lengua antes de arrojarlos de la escalera de la horca; y a la india Condemaita se dio garrote en un tabladillo, que estaba dispuesto con torno de fierro que a este fin se había hecho, y que jamás habíamos visto por acá, habiendo el indio y su mujer visto con sus ojos ejecutar estos suplicios hasta en su hijo Hipólito, que fue el último que subió a la horca. Luego subió la india Micaela al tablado, donde asimismo, a presencia del marido, se le cortó la lengua y se le dio garrote, en que padeció infinito porque teniendo el pescuezo muy delicado no podía el torno ahogarla, y fue menester que los verdugos, echándoles lazos al pescuezo, tirando de una y otra parte, y dándole patadas en el estómago y pechos, la acabasen de matar. Cerró la función el rebelde José Gabriel, a quien se le sacó a media plaza; allí le cortó la lengua el verdugo y despojado de los grillos y esposas, lo pusieron en el suelo; atáronle a las manos y pies cuatro lazos y asidos estos a la cincha de cuatro caballos, tiraban cuatro mestizos a cuatro distintas partes: espectáculo que jamás se había visto en esta ciudad. No sé si porque los caballos no fuesen muy fuertes o el indio en realidad fuese de fierro, no pudieron absolutamente dividirlo, después de un largo rato lo tuvieron tironeando, de modo que lo tenían en el aire, en un estado que parecía una araña. Tanto que el Visitador, movido de compasión, porque no padeciese más aquel infeliz, despachó de la Compañía (desde donde dirigía la ejecución) una orden, mandando le cortase el verdugo la cabeza, como se ejecutó. Después se condujo el cuerpo debajo de la horca, donde se le sacaron los brazos y los pies. Esto mismo se ejecutó con la mujer, y a los demás se les sacaron las cabezas para dirigirlas a diversos pueblos. Los cuerpos del indio y su mujer se llevaron a Picchu, donde estaba formada la hoguera en la que fueron arrojados y reducidos a cenizas, las que se arrojaron al aire y al riachuelo que por ahí corre. De este modo acabaron José Gabriel Túpac Amaru y Micaela Bastidas, cuya soberbia y arrogancia llegó a tanto que se nominaron reyes del Perú, Chile, Quito, Tucumán y otras partes, hasta incluir el gran Paititi, con locuras de éste tono” (Boleslao Lewin, obra citada).

Comentarios
Click to comment

Trending

Exit mobile version