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EL SIGLO DEL ABURRIMIENTO

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Hace poco releía a David Foster Wallace, uno de mis escritores modernos de cabecera, y reparaba en un párrafo que, a pesar de haberlo tantas veces como un versículo de la biblia, no deja de golpearme en las rodillas y generarme una vertiginosa sensación de incertidumbre, sino de impotencia. El párrafo en sí compila la esencia de lo que fuera su última obra, “El Rey Pálido”: un tratado mayúsculo sobre el lapidario engranaje de modernidad que ha convertido nuestras vidas en expresiones marchitas de nuestra otrora humanidad; una oda descomunal del aburrimiento:

«Para mí, por lo menos de forma retrospectiva, la pregunta interesante de verdad es por qué el tedio resulta ser un impedimento tan poderoso para la atención. Por qué nos apartamos instintivamente de lo aburrido. Tal vez sea  porque el aburrimiento es intrínsecamente doloroso; tal vez sea de ahí de donde vienen expresiones como «aburrimiento atroz» o «aburrimiento mortal». Pero puede que haya más. Puede que el aburrimiento esté asociado con el dolor psíquico porque algo que resulta aburrrido u opaco no consigue suministrar el bastante estímulo como para distraer a la gente de otra clase más profunda de dolor que está siempre presente, aunque solamente sea a un nivel ambiental muy bajo, y que la mayoría de nosotros nos pasamos casi todo nuestro tiempo y energía intentando distraernos para no sentir, o por lo menos para no sentirlo de forma directa o con toda nuestra atención. Cierto, todo esto es bastante confuso, y cuesta hablar de ello en abstracto… pero está claro que tiene que haber algo detrás no solamente del hecho de que haya hilo musical en los lugares aburridos o tediosos, sino de que ya hayan puesto hasta televisión en las salas de espera, junto a las cajas de los supermercados, en las puertas de embarque de los aeropuertos o en los asientos traseros de los coches todoterreno. Walkmans, iPods, Black/Berries y teléfonos móviles que se ajustan a la cabeza. El terror al silencio carente de distracciones. No se me ocurre nadie que hoy día crea realmente que la supuesta «sociedad de la información» actual sea una simple cuestión de información. Todo el mundo sabe que en el fondo hay algo más».

La frase, con los años, cobra mayor vigencia. El sistema –el mundo, los grupos de poder, la tendencia global (llámenlo como quieran)- está empecinado en distraernos. En recargar con humor barato y caras concesiones nuestra rutinaria y repetitiva vida, plagándola de objetivos que consideramos patrones de éxito y cuya alegría al conseguirlos, sin embargo, resulta tan efímera que de inmediato queremos ir por algo más convencidos de estar viviendo (disparados como una flecha, diría un popular meme), sin darnos cuenta de que giramos estrepitosamente en el mismo lugar, como un perro persiguiendo su cola. El chucho cree perseguir algo desconocido e interesante, sin saber que solo persigue las postrimerías de su animalidad. La modernidad no ha creado reglas; ha impuesto patrones. Ya no hay inspiración que valga sino obligaciones, una presión social que interroga y presiona cada vez que tiene la chance para conminarnos a ser parte del resto.

Compramos la idea de originalidad al ser parte de situaciones vendidas por el marketing como únicas, sin caer en cuenta que lo hace toda la gente. Compramos productos originales sin tener en cuenta que para su venta esos productos deben ser producidos a grandes escalas. La improvisación está condenada, la autenticidad enajena. Ya sabemos el libreto, lo recibimos cuando somos hijos, lo inculcamos cuando somos padres: Estudiar, graduarse, trabajar, diplomarse, trabajar, doctorarse, trabajar, jubilarse, morirse. Y en el intervalo endeudarse para poder, en un domingo o siete días de vacaciones, acceder a un fin de semana en un club o irnos de viaje para tomarnos fotos entre la arena y el sol, para posar con algún animal exótico o retratarnos en alguna ciudad moderna de la cual no nos llevamos más que el hecho de no estar en la rutina conminada, cuyo final casi siempre es la explosión traumática de la bandeja de entrada del E-mail al regresar a la oficina. La definición de aventura ha sido trastocada por una visita guiada –como quien pisa un zoológico- a cualquier rincón del mundo que podamos pagar, sin otro motivo que no sea distraernos y poder presumir de haber recorrido una parte del planeta, pero tal vez no haberlo interiorizado, pues quizá la experiencia de nuestro viaje solo pase de largo, como una de las tantas cosas adquiridas que adorna nuestro estatus, sin mover nada en nuestra mente ni transformarnos, simplemente distrayéndonos. El enriquecimiento que podríamos obtener –no solo por el gasto realizado, sino por la oportunidad de conocer otro entorno- es algo que pienso, todos deberíamos tener en cuenta, y bastaría hacer unas cuantas preguntas personales para saberlo: ¿Cuál fue mi verdadera experiencia? ¿Qué puedo contar de mi viaje que no le haya ocurrido al resto? ¿Qué cosa nueva le ha añadido a mi vida aparte de ochenta fotos preciosas en mi página de Facebook? ¿Qué libros, que música, que artistas traje conmigo?

Y eso es solo si tenemos la oportunidad de presupuestar un viaje. Porque lo que más, los humildes sirvientes de la maquinaria non-stop industrial / empresarial, los felices humanos que de ocho a seis de la tarde, de lunes a sábado, viven atosigados, encerrados en un cubículo, no disponen o de la facilidad o del tiempo para consumar un viaje que pueda alejarlos de la monotonía. Pero el sistema no los ha olvidado: Ha creado Netflix, que en algunos años requerirá de centros de tratamiento de adicción tan visitados como los alcohólicos anónimos (Ser un binge ya no será motivo de orgullo); ha creado también una versión de Facebook –una página plagada de bromas ordinarias, videos estúpidos, chistes repetidos ad nauseam- que ya no apuntala a la manifestación del pensamiento sino a su supresión, y que está dotado de una policía fiscal (una especie de ronda vecinal virtual asumida de forma inconsciente por sus usuarios) cuyo control obliga a sus miembros a inhibir el criterio y la razón, y a desterrar la tristeza bajo la tácita amenaza de ser bloqueado (“si tienes problemas busca un sicólogo, no los cuentes en la hermosa villa de Facebook”, cuelgan todos tus amigos para advertirte lo que ocurrirá si te atreves a derramar una lágrima textual); y ha fortalecido la televisión y regulado el contenido de los medios de información para convertirse en ese rodillo de ignorancia brutal y carnosa banalidad al cual Pierre Bordieu tanto le temía y que no dudó en criticar en sus ensayos.

Hay una red de distracción tal que ya casi nadie tiene tiempo para querer pensar en nada, porque pensar es de aburridos, de insatisfechos, de negativos, de gente que quiere cambiar lo que está bien, porque todo está bien bajo las enormes y frívolas paredes de nuestra inalterable realidad. Nuestra vida se conforma con poco: aprender un oficio, guardar fotos de un matrimonio, criar a nuestros hijos, e ir por la vida tratando de convencer a cualquier renegado de someterse al régimen que se nos ha impuesto, hacerlo a como dé lugar, porque no hay espacio para los renegados. Una joven soltera será conminada a casarse, una mujer que pase la treintena será conminada a ser madre, un hombre joven será conminado a hacerse esclavo de sus posesiones. “Todos los días matamos nuestras pasiones”, decía Henry Miller. Yo creo que ahora las asesinamos salvajemente.

La realidad es mucho más cruenta: no hay evento social en nuestras vidas donde el uso de la razón y la crítica sea bien recibida. La disconformidad, el escrutinio y el análisis han de ser rechazados por ser considerados tediosos, por ser una ventana enorme por donde la horrible realidad del mundo entra a borbotones. El sufrimiento y la melancolía son la lepra de los tiempos modernos. Si estás jodido, jódete solo. Estoy contigo, pero solo por Facebook. Yo quisiera acompañarte en tu dolor, pero tengo un evento (que es mucho más divertido que ver tu cara llorosa) pero prometo llamarte para conversar de eso que te molesta (cuando lo hayas superado). Perder a un ser querido es exponernos al desfile de decenas de amigos que pensaron más en el terno y el vestido o en lo bien que les favorece el negro antes de parase frente a ti para decirte que hoy tienes un angelito en el cielo. Ya no hay tiempo para ser solidarios. Por eso los likes en el Facebook se han convertido en un adorado instrumento. Le tomo la foto al perrito abandonado que soy incapaz de recoger, para pedir que alguien haga algo (Señorita Laura / Señora Susana). Y listo. Tengo mis likes, mis aplausos, soy una persona noble y bondadosa porque todos los días comparto amén para erradicar el cáncer.

El selfie le ha quitado toda trascendencia al momento, toda significancia a la experiencia. Ya no vivimos lo que vivimos, ya no recordamos con emoción nada que de lo que desfiló frente a nuestros ojos, solo exponemos una retocada imagen con aires vintage para dejarle constancia al mundo que nos rodea de que no estamos aburridos y solos en casa, que nuestra vida es digna también de una cinta de 8 milímetros. Una copa de vino sobre la mesa, una serie de estreno que ni siquiera vemos bien por estar mirando los likes que recibimos: todo cuenta con tal de ocultarle al mundo –y a nosotros mismos- nuestro tedio. La disimulada presión social puede causarnos la sensación de ser un personaje de esa película de 1978 “La Invasión de los Ultracuerpos”, en la que un grupo de extraterrestres poseen los cuerpos de todo un pueblo y empiezan a perseguir a sus disidentes, reconociéndolos al verlos expresar cualquiera de sus sentimientos más humanos –el dolor, la preocupación, la tristeza- y apoderándose de ellos para integrarlos a su parco mundo de paz y felicidad que a fin de cuentas es solo una forma de producir la extinción de la especie sometida. En la película, la consigna de los personajes es no dormirse, pues al caer en el profundo sueño perderán su humanidad, su esencia. “¿Qué pasará con nosotros?”, pregunta la protagonista cuando es apresada por los humanos poseídos, uno de los cuales prepara un somnífero para sedarla. “Pueden tener la misma vida, la misma ropa, el mismo auto”, se le escucha decir a uno de sus captores. “Volverán a nacer en un mundo sin problemas, libre de ansiedad, miedo, odio”, dice el líder “No necesitarán odiar o amar”. Nada más parecido a esta realidad.

Hay que observar la terrible sensación de angustia que provoca el aburrimiento en las personas cuando nada puede ahuyentarlo: no hay nada en la TV, te dicen, no hay nada en Netflix, no hay chistes nuevos en el Facebook, no hay planes para el fin de semana, estoy aburrido, no me dan ganas de hacer tal o cual cosa, no pueden repetir la retahíla de selfies que hicieron ayer –es una regla virtual, aunque no esté escrita- La distracción en la actualidad resulta inevitable, pero la sensación de aburrimiento es síntoma inequívoco de muerte espiritual: No es que no haya nada en las interminables herramientas de distracción que les rodean, sino que no hay nada en sus vidas, ni motivaciones, ni inspiraciones. Hay una determinación en la renuncia al criterio que expone a las personas a la estupidez, hay una nueva valoración de la imbecilidad, en donde una sesión de selfies bajo el título “estoy aburrida”, gana más likes que un breve pensamiento sobre nuestra penosa realidad nacional. La exultación por aquellos que luchan contra el pensamiento puede llegar a plagar nuestro mundo de idiotas con títulos y bien vestidos, pero nunca comprometidos ni sensibles, mucho menos empáticos (he llegado a ver sonrientes selfies al lado de personas en agonía o familiares enfermos). En lo personal no confío en las personas que se aburren, como no confío en las personas que beben solas para pasar el rato, y mucho menos en las personas que no pueden pasar más de diez minutos pensando. Siempre que escucho o leo a una persona aburrida de estar en casa (su hogar, su fortaleza) pienso en Blas Pascal: “Todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación”. Huyo de ellas, con el mismo espanto de los personajes de Ultracuerpos.

Nada tiene sentido sino lo pagamos. El ejercicio no es ejercicio sino pagamos por él, la meditación no es meditación sino pagamos por ella, la diversión no es diversión si no la compramos, la aventura no es aventura si no la rentamos. Las bases del aburrimiento se sientan en la distorsión de nuestra espiritualidad: el amor no es amor ni el sacrificio es sacrificio si no nos trae el rédito, digamos, de un bien material (un auto, por ejemplo) o un departamento con buena vista en algún vecindario de lujo. La convivencia es una alianza económico / estratégica, no una resolución de sentimientos. Confundimos la madurez con la resignación y creamos un caldo de cultivo para esa lápida de tedio que nos sepulta. Decidimos casarnos cuando nuestro noviazgo se está yendo a pique; decidimos traer un segundo hijo cuando nuestro matrimonio está acabado: seguimos llenando de piedras nuestro camino y, ante el agobio, nos enchufamos a la maquinaria de interminable pero insatisfactoria distracción. Nada resulta siendo lo que queremos. Creemos que mucho hacemos enfrascados en la rutinaria y repetitiva tarea que nos impone el trabajo, creemos que mucho hacemos leyendo el par de separatas que la universidad nos lanza como vallas para dificultarnos el título que ya hemos comprado, y apagamos nuestra mente en pos de la mecánica que llena nuestros bolsillos para la diversión posterior: hacemos del esparcimiento nuestra única consigna. Por eso la soledad nos mata.

«Y desde entonces me he dado cuenta, tanto en el trabajo como en el ocio y en el tiempo que pasamos con los amigos y hasta en la intimidad de la vida familiar, de que la gente de carne y hueso no habla mucho del tedio. De esas partes de la vida que son y deben ser tediosas. ¿A qué se debe ese silencio? Tal vez sea porque el tema resulta en sí mismo tedioso… Lo que pasa es que entonces volvemos otra vez al punto de partida, que resulta tedioso e irritante. Y, sin embargo, yo sospecho que hay algo más… muchísimo, más, delante de nuestras mismas narices, oculto precisamente por el hecho de ser tan grande». –David Foster Wallace.

Aquí no hay respuestas. Sería un despropósito dar consejos generales cuando lo que se acusa es un problema latente en nuestra individualidad. Cada quien busque como librarse, pero hágalo en silencio. No vaya a ser que lo descubran, y el aplastante rodillo termine despertando y empiece a perseguirlo hasta apoderarse de su alma. Sobra decir, por supuesto, que no se les vaya a ocurrir querer pagar por ello.

 

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