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El sentimiento cósmico o el cine Béla Tarr

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Escribe Mario Castro Cobos

El húngaro Béla Tarr, es uno de los cinco mejores directores en actividad, quien gracias al Festival Al Este, estuvo el año pasado en Lima. Pensadores de la talla de Susan Sontag o Jacques Rancière se cuentan entre sus fans; sus películas son monumentales ejemplos de una voluntad insobornable de enfrentar, de ir en contra de las mentiras más comunes de la representación: pues se trata de SER, no de ‘actuar’ o parecer; se trata de la vida, sus circunstancias, sus misterios, su carácter sublime, su insignificancia, su locura, su miseria, su tragedia, y no del marketing o de las así llamadas ‘estrellas’ así como tampoco de hacer el mismo truco una y otra vez: Tarr busca escapar de las estructuras fílmicas más gastadas y vulgares que refuerzan —todo es política— el conformismo social imperante, ese ‘sentido común’ neoliberal cuando estamos al inicio de una catástrofe ecológica (que no desentona con los escenarios desoladores y apocalípticos de varias de sus obras).

El cine de Tarr, con sus lentas y francamente exquisitas coreografías de cámara (puedes acordarte de Tarkovski), su sugerente foto en blanco y negro (de fábula negra, de pesadilla embriagadora) como un mundo concentrado sin por eso asesinar los matices, su inmersión en transparencias y densidades, en una experiencia más directa y desnuda del tiempo y el espacio a través de planos-secuencia… retan a recuperar la vivencia de lo ‘real’ que no por ser ‘real’ deja de ser alucinatoria.

Fotograma del filme «The Turin Horse» (2012).

Algo raro (entristecedor): desde hace un tiempo Tarr ha dicho que no hará más películas. Estar delante de un director con una decisión aparentemente tan firme -según él ya no tiene nada nuevo que decir- es conmovedor. Turbador. Sin negar que una visión pueda agotarse. O que uno llegue a un callejón sin salida. Viviendo en un mundo donde hay individuos que se llaman artistas a sí mismos pero que nunca tuvieron nada nuevo que decir y, que nunca se cansarán de decirlo. Hay en todo caso una dignidad indudable, y una nobleza trágica, incluso hay un aura de misterio, en esta particular situación, en la elegancia fiera de saber quedarse mudo a tiempo. Hay radicalidad. Pero mejor que lo diga él.

“No tengo nada que ver con la comunidad fílmica en Budapest. No les gusto, porque no hago filmes convencionales. No puedo hablar con ellos sobre filmes, porque vivo y pienso de manera diferente. Ellos son directores y yo no. Yo no sé qué soy”.

Béla Tarr.

En una de sus presentaciones públicas —para mí será sin duda y para siempre la más conmovedora de todas— (y que no logro encontrar en Youtube, donde hace años, una noche algo solitaria y algo fría, la vi) preguntado por una persona del público por el pesimismo (convengamos en que no es un crimen ser pesimista, ¿verdad?) inherente, y creciente, ¿casi alarmante? en su obra, en especial con respecto a sus últimas películas, Tarr responde escueta y rápidamente así.

“En el fondo de la más grande desesperación está la más grande esperanza”.

Me pareció una gema, o un meteorito, una paradoja divina, un golpe al corazón, una deliciosa pirueta dialéctica, algo sadomasoquista… una declaración poética, una terapia contra la depresión, la angustia y el suicidio, la respuesta de alguien definitivamente sabio y tal vez casi genial. Me sigo peleando hasta el día de hoy, incluso ahora mismo, pensando detrás de estas torpes líneas, me atrae y me repele, no puedo con esa frase. En resumen, Tarr parecía dar con esta frase una de las claves más preciosas de su propia obra. Pero además…

“No me importan las historias. No me importaron nunca. Todas las historias son lo mismo. No hay nuevas historias. Repetimos las mismas historias. No pienso que cuando uno hace una película tenga que pensar en la historia. El filme no es la historia. Es más pintura, sonido, un montón de emociones. Las historias son solo la cubierta de todo eso”.

Fotograma del filme «Sátántangó».

Como un espectador anónimo, como un simple ser humano, no más importante que cualquier otro ser vivo de paso por la Tierra, y menos que nada ante el Cosmos, me resulta imposible de olvidar el impacto que me producen (hasta hoy) los diez primeros minutos de Armonías de Werckmeister (2000), mi película favorita de Béla Tarr. El blanco y negro es la concentración íntima que uno experimenta al estar sumergido en un sueño o en una vaga o nítida pesadilla que se presenta como si fuera cotidiana y normal; el uso de una luz intensa, focalizada, un chorro pleno de luz, es un transporte energético y onírico. Tarr nos presenta ese doble carácter de grandeza y pequeñez, una noche cualquiera de borrachera de unos tipos que casi puedes oler al contemplar en la pantalla, se transmuta en una coreografía de hombres-planetas girando de acuerdo a las instrucciones del curioso personaje que los ilumina sobre cómo se desplazan los astros y cómo se produce un eclipse.

Seres que tal vez hasta podrías considerar en cierto modo risibles, lamentables, pintorescos, patéticos, se tornan sublimes. El juego del nacimiento y la muerte que entraña el eclipse: todo podría acabarse y volverse tinieblas. Pero milagrosamente, al menos de momento, estamos salvados; la vida aún continúa. El dueño de la taberna los expulsa del refugio y es como si hubiéramos visto unos raros rayos de luz de un paraíso melancólico henchido de piedad humana. Una mirada lírica a nuestra ilusión e insignificancia. Y pese a todo alguna dignidad.

El sentimiento cósmico: y que Tarr sea ateo lo hace todavía mejor, no tienes que creer en un dios para sentir el universo; quiero decir, la inmensidad o la infinitud, abismos hipnotizantes de luz y sombra, dentro de un espacio cerrado Tarr nos inunda con el sentimiento de lo insondable. Esos diez minutos son, o es lo que creo, uno de los grandes momentos de la historia del cine, del cine alejado de las baratijas que suelen costar millones y que pueden en realidad valer muy poco (y engañarnos mucho, desviándonos de lo que está ante nuestros ojos). Si nos expusiéramos más a la conmoción íntima de la conciencia de lo que es estar vivos, de ser partículas de polvo en medio de una danza estelar que supera nuestra comprensión, eso nos haría, de nuevo, más humanos.  

(Texto publicado en la revista impresa Lima Gris N° 16)

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