Como si uno, en vez de haber salido de una vagina, hubiera salido de un rostro… Y la prueba está en lo que queda, un puñado de fotos (articuladas, desarticuladas), entrañables -supongo- pero extrañas. Fotos: espejos pequeños congelados, aparentemente tan seguros… Dan cuenta para siempre de un instante, natural y casual, forzado y arbitrario. Se aprecia el pudor, la reserva, la inocencia, la máscara tenazmente enseñada (ensayada).
Y es el tema de la madre. Mirar estas fotos es pretender (tentador, imposible) capturar el secreto de Karin. Aparece primero la última foto, la de poco antes de morir. El formal y frío documento de un pasaporte es bueno para empezar. Se empieza por el fin. Y es el tema de los rostros, las sucesivas facetas de un rostro, algo que da para una pequeña y puntual película. Ejercicio de memoria y sentimientos, que uno hace por lo común en privado, para sí, pero es para todos; curiosa sencillez penetrante, escudriñadora, y con algunos efectos (o afectos) de montaje. La cámara puede ser, alternativamente, amable, feroz, indiferente, testigo, espía, juez, verdugo, anestésico y confidente.
Elige la desnudez del silencio. Paséate por un jardín de rostros. En realidad, aquí importa uno solo. Un rostro que se quiere mirar, que se quiere traspasar… El rostro es una puerta. Y si se abre. A veces una ventana. También una pared. Y en cuanto al resto de rostros… hasta los de algunos perros y algún gato (muy expresivos) son ‘acompañamiento’ y en un extremo casi mero ruido de fondo. Los necesitas como marco y contexto del rostro-texto que sí te importa.
Lección de cómo canibalizar el álbum familiar con las modestas astucias del montaje. Son instantes originalmente rápidos, pero gracias a la técnica eternamente detenidos, inverosímilmente extensos, si uno quiere. -El salto de la foto al cine conserva aspectos inquietantes-. Acercamientos. Para ver detalles. Un ojo, una boca. Un detalle del vestido. Una mano femenina bien torneada. Alejamientos, para ver el cuadro completo luego de la inmersión en la foto. No son los actores ‘de’ Bergman, extáticos, temblorosos, angustiados, moviéndose, retorciéndose, son su madre y otros familiares, son fotos, estatuas tan firmes y rotundas, en el grosor de una hoja tenaz y frágil.
¿De veras crees que se puede adivinar algo de una vida inspeccionando, divagando por las facciones de alguien, fría o apasionadamente? Lo escondido es parte de lo mostrado y viceversa. La idea de que los secretos están ahí, al desnudo… y entonces solo hay que mirar bien… Lo que de tanto esconderse, a veces, sin aviso, de pronto, se transparenta. La vida engañosamente recodificada en un álbum o libro de fotos y luego en una película. Se llena un hueco. Se lo hace más evidente.
Unas notas, espaciadas, la primera especialmente incisiva, de piano, y repetidas cada tanto son como una acumulación de picotazos más sonoros al estar rodeados de silencio. ¿Sentimental suavidad? ¿Para qué? El secreto ya está bajo tierra. El secreto sigue acaso presente, sin que pueda ser puesto al descubierto. No puede haber desarrollos sino solo intuiciones y sospechas. Constataciones poco satisfactorias. A lo más, pero yo no diría que es poco, una poética del documento. Que según el estado de ánimo será algo más grande o más bien modesto.
Película invertebrada, silenciosa, vagamente incómoda, dudosa como ‘homenaje’. Las fotos están solas. Potencial nostálgico y siniestro. Claro, exhumación. Restos afortunados de la catástrofe del tiempo. Me ronda esta idea (tal vez irracional) sobre lo que hice al ver esta película. Haber (sin ningún derecho, pues no me pertenecen) entrado a mirar los fantasmas de otro sin haber sido invitado.
Pero, en el otro extremo, se impone, finalmente, la sensualidad de las transformaciones; esto es, la serie de formas, sutiles, y apasionantes, de lo viviente. La huella impresa. Gracias al ojo mecánico.