Tenía 11 o 12 años cuando la escuché por primera vez y 17 o 18 cuando la bailé en una fiesta. Era una canción «pegajosa», con el estribillo cacofónico y varios galimatías que cerca de una década permitieron la especulación, la sugestión, sobre todo cuando las chicas la tarareaban hasta quedar roncas en la discoteca: «Aserejé, ja, de jé, dejebe tu de jebere sebiunouba majavi an de bugui an de güididípi…». Entonces, nuestros padres dedicaron largos sermones cuestionando, criminalizando, satanizando esa letra. Los mayores deben recordarlo bien. Se dijo que es satánica, una suerte de quija, o, de forma más enfática, que Diego, el personaje principal del tema musical, representaba al diablo.
En poco tiempo, Aserejé se popularizó en el mundo y a pesar de que sus intérpretes eran españolas, tuvo especial repercusión en países como el nuestro y Latinoamérica. No en vano, Pedro Salinas en su libro: Estamos jodidos (2005), refiere que tanto la Macarena como Aserejé son canciones que se han escuchado hasta el hastío. De allí que haya concentrado la atención de mi generación para el disfrute y la de mis padres para la crítica, la aversión. Los ingenuos, los fanáticos religiosos, los ortodoxos y los conspiracionistas creyeron que era un ritmo satánico, más específicamente un ritual demoníaco, la proclama del hereje por influencia directa de Satanás. ¡Cuánta ignorancia!
El tema musical se puso de moda en Perú durante mi adolescencia tardía. ¡Felizmente fue así! Ya que, para un varoncito de 12 o 14 años, bailarla no era reprochable por cuestiones religiosas, sino motivo de señalamiento y burla, porque en la regla, moverse así, cruzando los brazos o agitando las piernas como las chicas Ketchup, era «rarito». Peor aún en una sociedad pacata, profundamente machista que reprochaba a los homosexuales, tal cual se desprende de la crítica que generó una fiesta del productor teatral Alex Otiniano en su discoteca Le Cage de Trujillo, donde convocó a travestis, streapers y lesbianas —para muchos la escoria de la humanidad— que fueron sorprendidos por los efectivos de la Policía bailando el Aserejé. Por esas épocas, este tipo de espectáculos no eran bien vistos; al margen de la moral, el bullicio y del desorden —que es lo razonable—, sencillamente por la presencia de «patos» o «gais» haciendo el trencito o por ser un local «de ambiente».
Inmediatamente, la canción fue asociada a la herejía y se hizo más famosa. Sus detractores la propagaron con su rechazo, siendo anecdótico y hasta chistoso que algunos ciudadanos mexicanos y filipinos desarrollen una interpretación alucinante: «Aserejé» como «ser hereje», «ja» como las siglas de Jehová, «dejebe tu dejebere» como «deja tu ser». Los peruanos se lo creyeron. En realidad, muchos en el mundo pensaron que Las Ketchup eran satánicas. Esa fama escaló hasta la política, una muestra palpitante es la caricatura de Carlín —Carlos Tovar Samanéz (2004)— que hizo sátira del fujimorismo alterando algunas frases de la letra original: «aserejé, ja, jode, tu jefe japoné me dejo, soñé, gamboua, Martachabi an Salgado an de fujidipí».
La composición despertó varias teorías y las iglesias prohibieron a sus feligreses cantarla, incluso varios colegios en el mundo. Pero, tras un inusitado éxito desde el año 2002, sobrevino una cacería de brujas. Lo recuerdo bien. Padres de familia y profesores pegando un grito en el cielo, si escuchaban a un estudiante cantar aquel trabalenguas. Imagínense a las mamás diciendo a sus hijos que esa canción tiene partes satánicas, porque todo lo que no comprendemos, siendo adultos, lo asociamos a un prejuicio doctrinal: «Es de Lúcifer, del Diablo». Los niños, ni idea. No lo pensaron; sin embargo, cuando nuestros papás lo dijeron, quedamos sorprendidos. Yo no lo podía creer. Ahora, no concibo que por tantos años hayan pensado eso, peor aún me dejé convencer, sin criterio alguno, de ese mensaje oculto con alabanzas a Satanás.
Dicen que la realidad supera la ficción. Así fue. Lo que parecía cosa de Lúcifer, en realidad era de las drogas, pues según su compositor, Manuel «Queco» Ruiz, la canción habla de un chico afrogitano rasta de nombre Diego, que, bajo los efectos de un estupefaciente, intentó cantar Rapper’s Delight —un clásico norteamericano—, pero sólo pudo canturrear el estribillo de Aserejé. Lo cierto es que no tenía nada que ver con el diablo y Las Ketchup no habían sido tan satánicas como se pensó. A decir verdad, los de mi generación, es decir, los millennials, además de los X y los baby boomer, les debemos una disculpa por demonizarlas.