Opinión

El retrato de Dina Boluarte

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Por Fernando Casanova Garcés

Fetiche. El nombre y la cara de la persona a la que hoy nos referimos como Presidenta mantienen la apariencia de consenso, orden y desarrollo nacional. Actúa como un sedante. A su imagen le asignamos la carga de sostener nuestra propia existencia. Charles de Brosses (1760) afirmaba que los creyentes toman el fetiche como un Dios que sirve y protege su minoría de edad, lo que Freud calificaría como una forma de neurosis pues se renuncia a la responsabilidad que implica vivir, eligiendo olvidar el hecho de que los Dioses son creación de sus propias manos. Las formas más elevadas de religión y, por supuesto, la idea misma de Estado, se han fundado en dicha cosificación.

Dios, fuente de todo lo creado. La plenitud requiere someterse a su voluntad entera. Para el creyente la falta de fe es la razón por la que se es pobre o infeliz. En Latinoamérica la idea de Estado cumple la misma función que Dios todopoderoso. La distinción es que ya no es necesario rezar, solo votar bien. La política electoral como espectáculo asume que los candidatos deben desempeñar ese papel para llegar, saciar un fetichismo sediento donde las soluciones traigan ese hálito chamánico pues el tótem, ese objeto prosaico y banal, dirigirá nuestro destino en su condición providencial, es el mesías.

Esta deidad exige una persona que lo interprete y que esté dispuesta a sellar el pacto de sangre exigido por los sombríos barones del poder. El encanto de la presidencia y su glamour dionisiaco a cambio de un giro directo y esencial hacia el empapado sueño del status quo corporativo. Entonces adviene la develación de un retrato tamaño natural en el salón principal de Palacio, la pintura de una mujer con una bandera al lado y cuyo rostro logra captar dos aspectos esenciales de la política peruana: vital narcisismo y pacto con el diablo al que Shakespeare llamó “dinero, oh ramera, prostituta universal”.

Y ocurre:

Los pocos vestigios de humanidad que le quedaban sobresaltaron su cuerpo cuando trajeron el primer reporte de las muertes en Puno a manos de sus soldados. Rápidamente se recuperó e informó a los asesores preparar la conferencia de prensa. El correlato es sindicar todos los muertos como terroristas, han recibido su merecido en una nación que no puede detener su camino hacia el primer mundo. Al revisar el texto del discurso una mirada casual fue en dirección al cuadro. Se echó hacia atrás mientras lo apreciaba fijamente, sus mejillas sonrojaron de placer por un momento, la alegría iluminó sus ojos como si acabara de darse cuenta de lo que había logrado y firmó el discurso con taurino ademán.

Revisó su celular personal a las 5 a.m. El 8 de marzo sería un día lleno de eventos y protocolos como primera mujer del país. “Dina, dice la prensa que van 45 fallecidos y varios son de Apurímac”. Sintió el mensaje como una traición. Lo reenvió a su primer ministro y al contacto que los banqueros le dejaron para casos especiales. Fue hasta las 9 en que, ya sentada en su trono, recibió la respuesta de este último “adjunto nuevo discurso, atentado en Juliaca, conforme”. Se acercó al cuadro, lo examinó de nuevo. No había ninguna señal de cambio cuando miraba el lienzo y, sin embargo, no cabía la menor duda que la expresión del retrato era algo distinta. No se lo había inventado. Volviendo al trono se tumbó en él, luego de frotarse los ojos acarició los brazos de la antigua madera y, escuchando a su edecán llamar a la puerta, cayó en el convencimiento de que todo valía la pena.

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