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El regalo

Un relato de Elio León.

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El sujeto le alcanzó en un pedazo de papel la dirección del atraco; Jeremías lo miró atentamente y asintió con la cabeza, entregándole de inmediato el papelito al sujeto que sin mucha demora lo rompió y tiró al suelo una vez que todo el grupo ya sabía dónde iba a ser el robo.

–Memorícenlo–, pronunció de manera seca y descortés el sujeto. Miró a todos por última vez y se dio media vuelta. “Nos vemos” fue su despedida y se marchó.

Jeremías, el más veterano de todo el grupo, se quedó un rato más sentado en la sala de esa casa vacía de Magdalena, con los codos apoyados en sus piernas, mirando hacia el suelo. Sus ojos no se percataron que los demás ya se habían retirado, tal como lo hiciera el líder de la banda, en silencio.

Su vida estaba marcada para delinquir, así él se oponga una y mil veces. Las malas amistades siempre tocaban a su puerta, pero él ya se sentía cansado de todo eso; su cuerpo, su rostro, sus manos le mostraban las heridas de cada error de su pasado. Era un hombre viejo ya, sin el brío ni la temeridad de sus mejores años de asaltante.

Siempre que terminaba de cometer una fechoría se repetía “esta será la última”, “esta nomás, papá lindo”, mientras besaba la cruz de plata que llevaba en su pecho, encomendándose para que no se le cruce ninguna bala.

Estaba resignado. El robo sería dentro de diez días y todo el grupo debía de estar preparado.

Se conocían solo de vista; eran cinco en total: el chofer, que previamente tenía que saberse a la perfección todas las vías de escape; un tipo de aproximadamente treinta años que haría de campana –el menos experimentado entre los bandidos–; y tres que se encargarían de ingresar al banco, entre ellos una mujer de cara simpática pero de carácter fuerte que serviría de señuelo para el vigilante de la puerta de la entidad financiera.

Jeremías ya sabía para qué lo habían buscado. Estaba de más preguntar, era el más ‘rankeado’ estando por encima del cerebro del robo. Sus tres ingresos a distintos penales le habían dado un nombre en el bajo mundo, pero a un altísimo precio.

Alguna vez casado con una guapa mujer que cayó rendida a su seguridad y masculinidad tan de la década de los noventa, hoy solo queda el fruto de esa relación: sus dos hijos de doce y cinco años, quien días atrás (el mayor de ellos), le había pedido como regalo una patineta. Jeremías, como cualquier padre en el mundo que busca la redención de sus hijos, le respondió muy tranquilo esa vez “para navidad”.

Y es que él sabía lo que era pasar por necesidades y hambre desde muy chico, donde la época de navidad y año nuevo era solamente una noche más observando desde su ventana cómo la ciudad se desvanecía por el humo de los cohetecillos y las bombardas.

Jeremías no estuvo el día en que su primer hijo nació ya que se encontraba cumpliendo condena por robar a mano armada una conocida joyería de Surco. Ese día, cuando su aún esposa paría a su primogénito, el viejo ladrón lloraba en silencio en su pequeña celda de Lurigancho, maldiciendo con los dientes apretados el día en que empezó a robar, jurando y rejurando que nada le iba a faltar a su pequeño Antonio.

Doce años después su juramento permanecía en pie, pues como sea se las ingeniaba para llevar algo a la mesa de su hogar; trabajando como albañil, como chofer de combi, como vendedor ambulante, de algo para no caer nuevamente en la tentación de adquirir lo ajeno, de irrumpir, fierro en mano, la tranquilidad de los demás ciudadanos. Se sentía, por primera vez, un hombre decente, trabajando como cualquier otro lo haría, pero para su esposa eso no bastaba, no era suficiente para llenar todas sus expectativas, y un día en donde no faltaron los gritos y platos rotos ella le pidió el divorcio; eso sí, no se opuso en que los niños se quedaran con él.

Unas semanas antes del robo una llamada con número desconocido empieza a timbrarle su celular. Jeremías, como era de su costumbre poco abierta a entablar confianza, siempre recibía con mucho recelo ese tipo de llamadas, más que nada para evitar las malas juntas, pero las palabras de su hijo mayor lo habían hecho colocarse en la situación de evaluar algún tipo de ingreso extra.

La situación económica en su hogar no era la mejor y el trabajo como taxista no cubría con los gastos mensuales. Ese año en particular era complicado ya que se había retrasado en las cuotas de su auto, que ya iba pagando desde hace ocho meses, pero por la pandemia había dejado de honrar su deuda. Ya varias notificaciones habían aparecido debajo de su casa amenazando, en negrita y con letras mayúsculas, un virtual embargo.

Jeremías no dejaba de pensar en ello y la llamada de ese número anónimo la recibió ya teniendo una corazonada de lo que podría ser.

–Hola, jefe…–, fue lo primero que escuchó y ya sabía de qué se trataba.

Un día antes del robo ya lo tenía todo planificado. Repasaba en su mente una y otra vez cada movimiento que iban a realizar. El auto plomo se iba a detener dos cuadras antes y ahí bajarían los cuatro; Jeremías y uno más se iban a quedar tomando una gaseosa en una bodega mientras la mujer avanzaría hasta el banco, distrayendo al agente de seguridad que iba a estar en ese momento, en tanto el que haría de campana se plantaría en la entrada fingiendo realizar una llamada telefónica. Dos minutos después aparecerían los otros dos, encapuchados, neutralizando al otro agente que estaría dentro del local, amenazando a todos los que estuvieran ahí con meterles plomo. “Abajo, mierda”, “quieto, conchatumare” irrumpirían raudamente hasta donde se ubicaban las cajas. El dato dentro del banco, previamente, ya les había informado que ese día iban a recibir una fuerte suma desde varios usuarios. Para no generar sospechas posteriores ese sujeto iba a recibir un cachazo en su cabeza, aunque la policía igual lo interrogaría, porque así siempre ocurre. Su identidad se mantendría en reserva.

Todo duraría menos de cinco minutos. El auto plomo, que esperaba unos metros abajo, iría avanzando lentamente hasta donde ellos estaban, cosa que cuando salgan corriendo el chofer arrancaría como alma que lleva el diablo. Pero algo saldría mal.

La alarma silenciosa se había activado y un patrullero había llegado en el momento preciso en que iniciaban la fuga, comenzando el tiroteo. Una bala impactó en la parte baja de la espalda de Jeremías, quedándose adentro de su estómago. Por la adrenalina del momento el impacto fue como una aguja que penetrara su piel, un pinchazo caliente.

El patrullero los siguió por varias cuadras, con una infernal sirena que impacientaba a los delincuentes que lanzaban disparos a diestra y siniestra. Sentado en la parte trasera del auto, Jeremías empezaba a hiperventilarse mientras una mancha roja iba apareciendo por todo su vientre; ahí recién se percató del impacto. “Me han dado, tamare”, les comunicó a sus compañeros que miraban desorbitados la escena.

El chofer, quien ya tenía experiencias previas de otros escapes, logró escabullirse de la persecución ingresando a una cochera poco visible por Comas. Inmediatamente todos saldrían corriendo por caminos distintos, abandonando el carro. Jeremías, quien en ese momento no paraba de sudar, a duras penas logró incorporarse y salir corriendo, aguantando el dolor que le causaba la bala, llevando consigo una de las maletas con el dinero del robo. A los demás nunca más los volvió a ver. Días después, el otro sujeto que también tenía en su posesión una de las maletas llenas de dinero terminaría por ser capturado, mientras intentaba escapar por la frontera con Bolivia.

Esa tarde Jeremías logró esconderse dentro de una vivienda de un conocido suyo. “Me duele, hermano, me duele”, se quejaba de dolor, sujetando la parte baja de su espalda. Su amigo, durante las seis horas que permaneció escondido Jeremías ahí, le proporcionó antibióticos y trató de desinfectar empíricamente la perforación. El viejo ladrón, antes de caer desmayado por el dolor, le alcanzó unos billetes a su amigo suplicándole que compre una patineta para su hijo: “Antonio me pidió una patineta para navidad, hermano, ayúdame, por favor”.

Ya de noche, Jeremías logró recobrar la conciencia, encontrándose echado en un catre vetusto; logró reincorporarse lentamente evitando realizar movimientos bruscos. Su amigo, quien permanecía sentado en un sillón, consiguió colocarle una faja pero el dolor aún permanecía. “Me duele como mierda, Manuel”, murmuró Jeremías, poniéndose de pie con dificultad.

¿Piensas salir? – le preguntó su amigo, ayudándolo a levantarse. – No seas huevón –.

Tengo que entregarle eso a mi hijo –, respondió Jeremías, señalando con la mirada la patineta. La herida no dejaba de sangrar, aunque no de manera tan profusa ya. Cogió la maleta y la patineta, despidiéndose de su amigo.

Cuídate mucho, compare, hazte ver esa herida”, le aconsejó Manuel en voz baja, para que los vecinos no se den cuenta.

La oscuridad de la noche le favorecía para ocultar la sangre de su ropa. La fiebre no lo dejaba pensar con claridad y el dolor en su espalda le hacía imposible caminar con normalidad. Era una pesadilla. Jeremías hacía todo lo posible para mantenerse en pie. Paró un taxi y le indicó la dirección de su casa. “Uf, viejo, creo que me va a dar la gripe”, le habló en tono de broma al taxista. “Llévame rápido, por favor, papá”.

Una hora después Jeremías llegaba a su domicilio en Villa María del Triunfo. Las luces de su casa se encontraban apagadas y sus niños ya estaban durmiendo; abrió la puerta e ingresó casi arrastrándose.

Antonio, quien fingía estar durmiendo, escuchó la llegada de su papá, pero no quiso salir a saludarlo. Vio que dejaba en los pies de su cama una patineta y la maleta con una nota escrita a mano.

Hijo, toma este dinero y guárdalo donde nadie lo vea. Es todo lo que puedo darte por ahora. Cuida a tu hermano y dile que lo quiero mucho. Perdóname porque la vida no me ha permitido pasar más tiempo contigo”.

Jeremías, en la penumbra, se retiró del cuarto de sus hijos, con el corazón hecho un nudo. Sabía que las fuerzas le iban abandonando y que finalmente su vida del malhechor se terminaría muy pronto.

Quince minutos después dejó su hogar tal como ingresó, con la voz hecha un hilo y la fiebre que le hervía la cabeza. Avanzó unas cuadras ya sin fijarse por dónde iba caminado; el dolor era insoportable y ya no pudo más.

Aquella noche de verano estaba inusualmente cálida y silenciosa. Se tiró como pudo en el frío suelo de una calle sin nombre, con la sangre que le empapaba el pantalón y ahí permaneció rendido. “Perdóname, hijo, perdóname”, balbuceaba temblando de frío, imaginándose momentos reales o ficticios donde no pudo estar con su hijo, como el día de su nacimiento, o el día inexistente en que le enseñaría a usar el patín junto con su menor hijo y su esposa. Pero Jeremías estaba cansado ya, muy cansado.

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