«Alejandra, enterrada junto a su padre Elias Pizarnik» Foto: Rocio Farfán
Un 25 de septiembre, en su piso de la calle Montevideo, luego de haber llamado –como siempre lo hacia- toda la noche a varios de sus amigos más cercanos, diciéndole que vayan a verla, que dejen todo y la acompañen hasta la mañana; Alejandra Pizarnik tomó un par de más de sus medicadas pastillas de seconal (cuántas más habrá tomado esa noche mientras el lenguaje no bastaba) y ya no despertó.
Solo unas horas después ya estaba siendo velada en la SADE (sociedad argentina de escritores). Había desaparecido joven, y tan solo unos años después de su muerte, se establece un premio con su nombre. Olvidado ya, como el centro cultural también llamado como ella, y que dejó de funcionar a comienzos de esta década en Avellaneda, donde ella pasó su primera juventud. Aunque quizá para recompensar eso, por los mismos años, la calle donde ella vivió ahora lleva el nombre de Alejandra Pizarnik.
Fue en el invierno austral del 2002, en plenas celebraciones conmemorando los 30 años de su partida de este mundo, que me fui a vivir a Buenos Aires. Exposiciones de fotos, conversas con sus amigos todavía vivos (viendo cartas, libros dedicados, su carné de identidad, hasta lo que dicen que es su ropa; asistimos a conferencias, exposiciones de fotos, todo como un convulso). También conocimos a muchos de sus detractores, quienes creen que su poesía no marca “la poética Argentina”, porque no hay un compromiso social; otros que creen que todo es efectismo y morbo por la muerte.
No nos importaba. Por eso cuando llegó de improviso Gabriel a Buenos Aires. Acordamos ir al cementerio judío de Avellaneda, donde creíamos que estaba enterrada Pizarnik. Yo vivía en El Abasto, así que cruzamos la Av. Corrientes hasta la plaza “Once”, donde tomamos el bus que cruza por el barrio La Boca, pasamos el riachuelo y subimos hasta Avellaneda. Nos bajamos pasando Sarandí, donde se inicia el cementerio católico, casi al frente, está el cementerio judío. Era un sábado de invierno y todo estaba cargado de lluvias a punto de desatarse pero el viento aún era leve y teníamos un rato como para ir a verla un momento al menos.
Pero era ¡sábado! Era Sabbat! No se abre el cementerio ni se hace nada ese día. Rodeamos el cementerio como para prender los porros, y vimos que una de las paredes del cementerio daba a una especie de pasadizo, casi al medio había unos juegos para niños y árboles medianos.
Todo estaba claro, podíamos entrar. Todo fue en segundos, subimos por unos troncos y ya estábamos del otro lado, las tumbas todas arriba del nivel del suelo y la soledad del espacio, eran imponentes. Nos repartimos el cementerio cuidándonos de siempre estar visible el uno para el otro. Luego de más de media hora no la encontrábamos, los truenos al fondo ponían más tétrico todo; por otro lado cada vez que pasábamos por un ataúd de mármol, cada nombre que leíamos, era como si se erigiera otra vez desde la muerte esa persona. Sentíamos que ya no estábamos solos. Además comenzamos a oír a los vecinos, que se avisaban entre ellos, de nuestra presencia sospechosa. Salimos disparados, esta vez por otra pared, por entre los ataúdes más antiguos y con la tierra removida.
Volvimos en la semana, esta vez con la computadora nos informaron que ella no estaba allí. Insistimos y conseguimos que haga unas llamadas, finalmente nos dijeron que se encontraba en el cementerio judío de Tablada, más lejos aún. Gabriel ya no pudo ir a verla, volvía a Lima y no ha parado de viajar hasta vivir en Londres. Yo seguí viviendo ese año en Buenos Aires, y viví otro más. En el 2004, antes de volver a Lima, fuí a dejarle unas violetas, solo.
Por eso septiembre siempre me devuelve a ella, a sus poemas.
Poemas de ella. Poemas de una mujer que había vivido hasta no hace mucho, que hablaba mi idioma, que fue amiga de personas que yo admiro y quiero pero que me parecían siempre lejanos (Sábato, Cortazar, Orozco) y no fue hasta la obra de Alejandra Pizarnik, con una obra como un puente (hacia adentro/hacia fuera). Digo, no fue hasta el encuentro con su obra, que sentía una filiación casi sanguínea.
Para mi Alejandra Pizarnik es el Arthur Rimbaud de esta parte del mundo.