Danzante Rasu Ñiti, protegido por la luz del arpa. (sept. 2010)
Hace unos años los vi por primera vez. Me asustaron, los vi retorciéndose entre espinas sin dolor, los veía travesarse con metales y no sangrar, los veía -entre horrorizado y curioso- vestidos con colores fosforescentes y con sombreros radiantes, usaban unas especie de tijeras de hojas separadas, que antes y después de todo ese suplicio físico usaban para bailar gimnasticamente mientras un arpa y un violín desplegaban su ritmo de puna. Fue por esos sonidos tan hermosamente tristes y nostálgicos que la Danza de tijeras me comenzó a interesar. Es mezcla de candor y violencia, esa conjugación de cosa moderna y espíritu ancestral.
Luego la literatura me retornaría a ellos, leyendo el cuento “la Agonía de Rasu Ñiti” (que significa el que pisa la nieve), de José María Arguedas, un cuento sobre la muerte de un danzante, sobre la ejecución del último de los 36 pasos del baile: La Agonía. En ese cuento por primera vez vislumbre lo sagrado del baile, la relación entre los dioses tutelares y los danzantes. Cada danzante se debe a una divinidad personal, a un Apu, a un Huamani, que puede ser una nevado, una montaña, una cascada, una caverna. Pero casi siempre son lugares alejados, lugares donde los espíritus de la tierra aún ejercen su poder.
El origen del baile no es claro, la primera referencia la tenemos en el Taqui Onccoy, también llamado “la rebelión de las huacas” que a las primeras décadas de la conquista, quisieron volver a los dioses prehispánicos, mediante compulsivas ceremonias de baile, de música desenfrenada, invocando el retorno de las divinidades vencidas por el dios cristiano.
Como era de esperar esa rebelión fue apagada pero ya el baile quedo como un símbolo de llamado a los dioses, como un estado de puente entre los Apus y los hombres. Es decir, sin el temor de ser arriesgado, que el danzante se vuelve en un medio de la divinidad, occidentalmente hablando en una especie de sacerdote. Pero es una atmósfera completamente distinta de la religión tal como la conocemos.
Mas como todo sacerdote también tienen ritos y una vestimenta especial. El traje del danzante ha ido volviéndose cada vez menos andino, pronto los colores, los espejos, los símbolos de otros lares, las zapatillas de plástico y de pasadores fosforescentes, el uso del metal en forma de tijeras, pronto esos detalles externos invadieron los trajes, sin embargo el significado interno no ha variado, no importa el camino: importa la invocación. Así antes de las láminas metálicas eran lajas de piedra, que producían un sonido similar, nos cuentan
Ahora la UNESCO ha declarado a esta danza patrimonio cultural del planeta Tierra. Suceso importante porque permitirá continuar la tradición centenaria de los danzantes, esperemos que la esencia no se pierda en el tiempo.